Luis Armando González
En las sociedades actuales, definidas como sociedades del conocimiento, la tecnología juega un papel determinante en las posibilidades desarrollo social, cultural y económico. Naturalmente que hacer una apuesta estratégica por la tecnología supone entrar de lleno en el mundo de la ciencia. Hoy por hoy, ciencia y tecnología van de la mano, de tal suerte que sin un cultivo a fondo de la primera no hay manera ni de apropiarse debidamente de los procedimientos y la pericia que dan vida a la segunda, ni mucho menos de aportar innovaciones tecnológicas significativas. En la actualidad, las ciencias naturales son un pilar de la tecnología, especialmente la física en sus diferentes ramas, desde la mecánica, pasando por la termodinámica, hasta llegar –en el presente— a la física de las partículas elementales o física cuántica. También la biología –con sus varias disciplinas, especialmente la genética y la biología molecular— es una ciencia que da soporte a tecnologías de punta, tanto en al área médica como en la alimentación y la protección del medio ambiente. Para el caso, las conquistas de la biotecnología son parte de la cotidianidad de millones de personas en el mundo.
Hacer de la ciencia el eje fundamental –no único, obviamente— de la educación constituye un desafío ineludible. Ello exige luchar frontalmente contra prejuicios conservadores y míticos que desestiman el valor e importancia de la ciencia, pero también contra visiones distorsionadas de esta última que han arraigado en algunas academias, y que son perniciosas para su correcta asimilación y avance. En esta última categoría, entre los muchos prejuicios nocivos que conviene destacar está el que desprecia la teorización científica, so pretexto de que hacer ciencia consiste en “observar” la realidad o, dicho con pretensiones presuntamente más exquisitas, que hacer ciencia consiste recolectar datos de manera amplia y sistemática, para desde ellos elaborar –inductivamente— leyes generales emanadas de una colección amplia de casos particulares.
En el extremo del anticientificismo están los que propagan argumentos en los que insisten en que la ciencia es imperialista, eurocéntrica, manipuladora y colonizadora. Si se hurga en esos planteamientos, lo que hay es mucha retórica (y frases infladas), pero su efecto envolvente no debe tomarse a la ligera. Y en medio están quienes se conforman con decir que la ciencia y sus elaboraciones conceptuales y empíricas tienen igual importancia, ni más ni menos, que elaboraciones de otra procedencia, por ejemplo, religiosas o artísticas. Es decir, que da igual cuál de todas se escoja, pues todas son válidas en la misma medida.
Como resultado de todo ello, no se le da a la ciencia la importancia que tiene; tampoco se cultiva el razonamiento, la lógica argumentativa, el domino conceptual y la formulación de hipótesis innovadoras que inviten a búsquedas experimentales relevantes. En el caso del inductivismo, se cultiva la búsqueda obsesiva de datos, lo mismo que el dominio de las herramientas más sofisticadas para su procesamiento. Y, al final, lo que se consigue es un abandono no solo de la disciplina teórica, sino de la creatividad conceptual y la pericia empírica.
La pereza teórica es un enemigo mortal de la ciencia, y eso es lo que se logra con las modas positivistas y empiristas que se abanderan desde academias dedicadas a la recolección de datos–orientada, no por horizontes teóricos rigurosos, sino por prejuicios ideológicos, poco serios desde criterios científicos. Quienes que creen que la ciencia consiste en la búsqueda de datos sin ton ni son olvidan la enseñanza kantiana –una entre cientos— de que es imposible ver algo claro si antes no se sabe hacia dónde se debe mirar. Y ese “hacía dónde” lo establecen precisamente las teorías científicas.
Otro prejuicio que hay que atacar es el que sostiene que en la recolección y procesamiento de datos –que se concibe erróneamente como lo propio de la ciencia— deben utilizarse las herramientas matemáticas y estadísticas más sofisticadas, y que sólo quien domina esas herramientas puede ser calificado como un científico. En los límites más perniciosos, la creación de modelos matemáticos no solo se convierte en un fin en sí mismo, sino que se olvida lo más importante: su conexión con la realidad, para ayudar a explicarla. No es inusual que más de alguno de estos expertos se precie de lo inaccesible que es su saber para la gente común. Con visiones como esas, se crea una mitología académica en torno quienes dominan técnicamente procedimientos matemáticos y estadísticos, mitología que no sólo hace de esos procedimientos algo misterioso y para los cuales se requieren “talentos superiores”, sino que genera barreras innecesarias entre niños y jóvenes –lo mismo que entre adultos en la misma academia— en virtud de la posesión y no posesión de capacidades en esas áreas del conocimiento.
Por supuesto que la sofisticación matemática y estadística es importante. Son herramientas científicas imprescindibles en distintas ramas de la ciencia natural y la ciencia social. Pero son herramientas que solo sirven a la ciencia si ayudan a explicar mejor la realidad natural y social, es decir, si ayudan a entender cómo funcionan las cosas, cuáles son los mecanismos que explican su comportamiento, cómo se relacionan entre sí, cómo se transforman, cómo evolucionan, cómo se complejizan o se degradan.
Por ser esos los temas que ocupan a la ciencia es que esta se imbrica con la tecnología, que consiste justamente en artefactos creados para alterar, completar o mejorar los procesos naturales y sociales. Y para algunos autores –como Mario Bunge—, es la tecnología la que media en las relaciones entre la ciencia y la realidad socio-natural. Pero, también, la ciencia y la tecnología se imbrican y potencian mutuamente. En palabras de Bunge:
“La tecnología no es meramente el resultado de aplicar el conocimiento científico existente a los casos prácticos: la tecnología viva es, esencialmente, el enfoque científico de los problemas prácticos, es decir, el tratamiento de estos problemas sobre un fondo de conocimiento científico y con ayuda del método científico. Por eso la tecnología, sea de las cosas nuevas o de los hombres, es fuente de conocimientos nuevos.
La conexión de la ciencia con la tecnología no es por consiguiente asimétrica. Todo avance tecnológico plantea problemas científicos cuya solución puede consistir en la invención de nuevas teorías o de nuevas técnicas de investigación que conduzcan a un conocimiento más adecuado y a un mejor dominio del asunto. La ciencia y la tecnología constituyen un ciclo de sistemas interactuantes que se alimentan el uno al otro. El científico torna inteligible lo que hace el técnico y éste provee a la ciencia de instrumentos y de comprobaciones; y lo que es igualmente importante el técnico no cesa de formular preguntas al científico añadiendo así un motor externo al motor interno del progreso científico. La continuación de la vida sobre la Tierra depende del ciclo de carbono: los animales se alimentan de plantas, las que a su vez obtienen su carbono de lo que exhalan los animales. Análogamente la continuación de la civilización moderna depende, en gran medida del ciclo del conocimiento: la tecnología moderna come ciencia, y la ciencia moderna depende a su vez del equipo y del estímulo que le provee una industria altamente tecnificada”.
La ciencia es experimentación, claro está, pero es también teorización. Sin hipótesis no hay búsqueda fructífera de datos, sino una búsqueda ciega. Y las hipótesis sólo tienen sentido en el marco de los campos teóricos de las distintas disciplinas científicas. Esos campos teóricos expresan, precisamente, la explicación científica de la realidad, sostenida por un andamiaje de pruebas que son los que hacen del saber científico algo no definitivo, pero sí confiable.
1. M. Bunge, La ciencia. Su método y su filosofía (pp. 22-23). En http://users.dcc.uchile.cl/~cgutierr/cursos/INV/bunge_ciencia.pdf