JOSÉ ROBERTO RAMÍREZ
Escritor
Nunca había estado mucho tiempo sentado frente a mi madre. Ella me sonríe y yo también. Nuestras miradas se clavan mutuamente y por un momento siento la sensación que ella no es mi madre, look la veo extraña, como si fuera una forastera venida de no sé dónde, y pienso que mientras me mira fijamente, ella ha de estar meditando en lo mismo, pues siento su mirada inquisidora traspasar mi pupila y hurgarme hasta por dentro. Me preocupa y me duele el corazón cuando veo que me mira de esta manera, y más ahora que descubro lo tan estropeada que está por el tránsito de los años y los golpes certeros del sufrimiento. Pero me vuelve a sonreír y su sonrisa de niña envejecida hace que la paz y la tranquilidad retornen a mí.
Hay bastantes personas en este lugar y tenemos que esperar como siempre, y quizás hoy, con mucha probabilidad, esperaremos más de lo acostumbrado. La espera me perturba fuertemente, siempre ha sido para mí muy fastidiosa y desesperante, pero hoy, en esta ocasión me ha resultado muy reveladora, pues al ver a mi madre con detenimiento, con la fijeza inevitable que nos ha impuesto el momento, descubro cuán desolada y envejecida está la mujer que me trajo a este mundo y entonces veo mis manos y toco mi rostro, y también descubro cuánto he envejecido junto a ella. Sus ochenta y seis años han caminado y prevalecido, de manera irrevocable, junto a los míos, y aunque matemáticamente nunca la alcance, pareciera a veces que esta regla ha hecho una cruel y fatal excepción conmigo. Ella ya no es como la recuerdo: la mujer lozana y fuerte, mi casi heroína; y con certeza plena, yo ya no soy aquella imagen infantil y frágil, que sin dudas, ella ya olvidó de su cabeza desmemoriada, y que yo, involuntariamente, renuncié seguir siendo el niño de entonces; ahora luzco una barba entre cana y mis primerizas arrugas se imponen irreverentes y con prepotencia entre las cicatrices perpetuas heredadas de mi acné juvenil.
La veo más relajada que en otras oportunidades, donde como siempre, nos toca esperar. Sus ojos reflejan tranquilidad a pesar del ambiente plagado de turbulentas emociones. El ruido variopinto que nos circunda no deja de molestarme. A pocos metros de nosotros un joven de contextura delgada, de piel curtida, un poco desarrapado y como de veinte años de edad mantiene un pasional monólogo teatral en voz alta, pareciera que discute con alguien más que habita en su mismo cuerpo y con otros tantos personajes que solamente él mira. En medio de su jerigonza que no logro entender, carcajea moderadamente como burlándose de alguien; está inquieto, se levanta y camina rígidamente por el pasillo, mientras se rasca la cabeza una y otra vez con un movimiento monótono y angustioso que no logra controlar. Algunos de los que están sentados lo ven con asombro, otros lo ignoran, algotros sonríen con un disimulo inocultable. Él me mira gravemente en el justo momento que levanto la mirada, sin querer y por accidente, hacia él; y se dirige con una temperamental energía hacia mí. No sé porqué, pero mientras recorre en seis firmes y agigantados pasos los casi tres metros que nos separan siento miedo, casi pánico de que me agreda. Se ha parado frente a mí firme, mi madre sonríe, y todas las personas lo han seguido con sus miradas expectantes y ansiosas de saber qué pasará. Hay una eterna y fugaz fracción de segundos en que tengo que decidir si quedarme aquí sentado a esperar como un tonto lo que venga, o levantarme y evitar cualquier acción violenta de él hacia mi. Es precisamente en este trámite de decisión neural que me encuentro, cuando él extiende de súbito su mano delgada y me dice con voz fuerte, pero muy cortés… “hola, ¿cómo estás?” Yo, en total y pleno desconcierto, le extiendo y recibo su mano por reflejo social y le contesto con mis temores impresos en el tono de mis palabras; y más por instinto que por cortesía, le digo: …“¡bien! Y vos ¿cómo estás?”…
No me responde. Su mirada se ve desorbitada y la mía afligida. Suelta mi mano y se aleja con la misma firmeza y rapidez con que llegó. Mi madre me mira a los ojos y sonríe. El pasillo es invadido por un coro mixto y sombrío de “ja ja ja ja” a medio volumen, y mi corazón vuelve lentamente a su ritmo normal.
Si alguno de ustedes coincide conmigo cuando menciono que la espera en un hospital es una total adversidad para el espíritu, quiero modificar esta postura y confirmarles que aquí no todo es malo ni adverso; lo digo porque todas las veces que he acompañado a mi madre, mientras esperamos, me dedico a la tarea quijotesca de buscar algo distinto de este ambiente pardo que me alegre un poco y me distraiga. Algo que no haga sentirme como atrapado en ésta otra dimensión que no es nada normal y lógica, y que obviamente no es la mía. Así es que a pesar de las miradas perturbadas, de los silencios dolorosos, de los pasos retraídos, de la tristeza agónica, de los rostros viejos y olvidados, de los alientos apestosos a cavernas subterráneas, de los ojos cansados y en ayunas; a pesar de tantos demonios que se perciben al respirar, que hablan como hábiles ventrílocuos, que mofan, persiguen, torturan, que roban el sueño y la dignidad; a pesar de todo esto siempre hay algo bonito que descubrir y ver… ¡Y hoy no es la excepción! Ahí está ella, por ejemplo ¡Sí que es una mujer bonita! Ya llevo minutos observándola y me gusta tanta como se ve. Acompaña a su padre que a simple vista se mira torpemente sedado. Ella tiene una cintura y una cadera que no puedo dejar de ver. ¡Y qué decir de esos pechos que se asoman con una decencia bien calculada y atrevida! La falda ajustada y un tantito arriba de la rodilla, deja de manifiesto y a la intemperie visual sus pantorrillas definidas y la armonía cadenciosa de su trasero al caminar. Bueno, dicho de otra manera y siendo anatómicos: ¡tiene hermosos glúteos!…
Esta transitoria y casi angelical visión que circula despampanante por los pasillos, no solamente me induce a una erección inoportuna y vergonzosa que tengo que luchar por controlar, sino que me alivia el fastidio y la desesperación que ya no soporto. Y si no me aventuro a dirigirle la palabra, es porque en primer lugar tengo que controlar esta erección; imagínense si me dirijo a ella en esta circunstancia, ¡¿qué pensaría de mi?!; y por otro lado, y que resulta primordial, es que luego llamaran a mi madre y tengo que estar pendiente de ella…
¡Pero wuao, qué mujer!…qué mujer… Ni el tiempo se siente viéndola a ella…
¡Vaya al fin, ya era hora! Ahí viene la enfermera con los expedientes clínicos para empezar a llamar a los pacientes, y ordenarlos en el turno respectivo para pasar con el médico. Su voz chillona acaba de tajo con este murmullo de voces diversas que ya me tienen desesperado y con mucho fastidio. La hermosa visión y el exquisito entretenimiento para mis ojos ya se ha ido…
-“¡María Julia Cárcamo, venga, siéntese en la silla verde, usted es la primera en pasar. Juan Antonio Pacheco, en la silla amarilla, usted va después de ella. José Rigoberto Rugamas,… José Rigoberto Rugamas…!”
Mientras la enfermera pronuncia, con una pausa prolongadamente rítmica este nombre, tengo el reflejo involuntario de querer ponerme de pie y mis piernas palpitan jubilosas. Su voz chillona se parece a la de la señorita Rosa Adelia Búcaro, mi maestra de primer grado que para entonces, al iniciar las clases siempre pasaba lista de sus alumnos y nosotros, inmediatamente después de oír nuestro nombre, nos parábamos con un inolvidable entusiasmo parvulario para responderle “¡presente señorita!”
Pero ahora, inconscientemente, me detiene el sonido extraño y desigual del apellido. ¡A la puta! Si mi apellido es Ramos no Rugamas. ¡Me llamo José Rigoberto Ramos! Además, yo no soy el paciente, sólo acompaño a mi madre.
La voz chillona invade el pasillo otra vez y su tono es más definido, pero muy lacerante y molesto:
-“¡J o s é R i g o b e r t o R a m o s!”
Ese sí es mi nombre completo, ¡pero qué extraño! tiene que haber un grave error. Mis labios entumecidos y áridos por una sensación de sed que no me abandona, quieren decirle a la enfermera que está equivoca, que hay un garrafal error, pero no puedo tan siquiera intentarlo, ¡no puedo! Mis brazos y mis piernas son como de piedra y no puedo levantarme con la rapidez que mi mente ordena. ¡Enfermera… es un error, yo no soy el paciente!… ¡Yo no soy el paciente!… ¡La paciente es mi madre! ¡La paciente es mi madre, es ella, es ella, es ella!… ¡Yo no soy! ¡Yo no soy el paciente!…
Mi madre me mira con los ojos llenos de ternura y sonríe, me devuelve la paz; me toma por el brazo con amor y me conduce a la silla de color rojo que la enfermera, con profesional indiferencia, le ha indicado…