René Martínez Pineda
@renemartinezpi
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Director de la Escuela de Ciencias Sociales, viagra UES
Apago la candela y cierro los ojos para ver pasar la procesión del silencio. Se acabó el embrujo, ask y la ciudad ya no goza mis carreras atropelladas detrás del ruido estrafalario y mágico de las matracas de semana santa, viagra esos chunches artríticos que espantaban los males y pecados con el poder de una cultura milenaria y simple. Digo embrujo… y la mirada se me ilumina por dentro aunque yo haga falta en la ciudad y en el misterio del incienso que guarda mis ecos y mis sombras. El pasado es eso: ecos, sombras, pócimas, gestos, olores culinarios, suspiros sin destino… y distancias que sólo pueden ser recorridas con el alma en carne viva; la nostalgia es la que nos lleva hasta el lugar donde enterramos el ombligo y la querencia a los pies de un izote. Así era mi ciudad, un lugar tibio, alegre, quedito -como mi infancia- que amanecía con los tejados llorando las penas del barro y el adiós de los desaparecidos.
Mi ciudad, burlándose del tiempo y sus conjugaciones, es la ilusión descalza que bailaba sobre las calles empedradas en las tardes incendiadas de marzo, en las que las procesiones sangrientas me deshojaban la conciencia, rito a rito, con la repetición de un asesinato y una traición que me convidaban a poner, cobarde, la otra mejilla. Mi ciudad es el primer amor que escondí en las páginas de mis cuadernos de cuarto grado, porque era un pecado tan grande como comer carne en viernes santo o escuchar las homilías de Monseñor Romero a oscuras; el primer pezón, diminuto y perfecto, que me dejó con la boca abierta y el pecho temblando de pecado original; el primer libro de Verne que leí, de punta a rabo, una noche lluviosa y me hizo descubrir el cielo a fuerza de sueños.
Mi ciudad es la tortuguita triste que recogí en el río y jamás enjaulé, porque no era necesario; el limonero que sembré en el patio ceniciento de mi bisabuela precolombina y que despertaba todo loco de cigarras cantoras porque yo lo regaba, a medianoche, con el agua bendita que me robaba de la iglesia Aculhuaca; las torrejas en miel de mi tía Chayo, que me enseñaron las trampas que hace el pobre para comer dulcito y en familia; el hechizo amarillo que se murió de tristeza cuando mi abuela se bebió las estrellas, de un sorbo, para no verme sufrir cuando cruzara la esquina de la insurrección; el atrio de la iglesia abandonada donde cambié el misal por el fusil y el rezo sumiso por la consigna rebelde; el rastro municipal donde vi cómo torturaban a los bueyes… y supe del grito sordo de la cárcel clandestina que me esperaría con los brazos abiertos; la lluvia que mató al niño que salió a jugar con sus barquitos de papel para ganarse el cielo de chocolate que don José le juró que existía; la inocencia diáfana que salía corriendo para treparse en el último vagón del tren que pasaba gritando su muerte anunciada; el refugio tibio e imbatible donde vomité mi impotencia, después de estar en una marcha masacrada un 30 de julio; la mesa donde mi abuela me enseñó a compartir el pan, aun a costa de mi hambre.
Era sencilla y misteriosa mi ciudad, misteriosa y sencilla como las leyendas que me arrullaron en las noches de tormentas negras y largas, o como las luciérnagas que mi mamá escondía bajo mi almohada para espantar las pesadillas óseas. Con una sola palabra puedo abrazarte: mágica; con un solo sentimiento puedo retenerte: mía; con un solo pensamiento puedo rehacerte: tuyo. Los crudos temporales que vaticinaba el tío Virgilio, desde su hamaca cadenciosa, te dejaban tiritando de frío, y entonces te acurrucabas en el vaho denso del atol de piñuela que hacía por las tardes la niña Fide, para tener una excusa invencible que le permitiera llenar su casa de invitados tenues. Todos en tus calles sonreían, fuerte, su alegría de pueblo, y en secreto nos veían a los niños como la esperanza de una lucha roja que se había tardado más de lo soportable. A veces, mi ciudad era don Roque, el hombre de hojalata que reparaba las ollas cansadas y me hablaba de la crisis económica mientras hervía el estaño; o don Nico, el barbero inmigrante que me daba charlas políticas mientras me cortaba el pelo estilo “pato bravo”.
Esa es mi ciudad: Ciudad Delgado, que olvidó mi nombre porque decidí ser pseudónimo y dejé abandonadas las procesiones santas porque me cansé de pedir perdón por algo que no había hecho. Que olvidó que yo soy el niño prietito, flaco, parlanchín y correlón que tanto le gustaba recitar poemas de amor y justicia en su lugar secreto y bailar desnudo bajo la lluvia. Hoy… el tiempo es una eterna y sórdida procesión del silencio que no carga con los delitos de los expresidentes ladrones; un dolor agudo de piernas, como si sufrir fuera la única forma de mantenerse vivo… y entonces todos ya están grandes y ya nadie recuerda a “Carrito”, el loco que ganaba maratones con sus botas de hule y su risa muda; a la niña Toya, la señora que tenía el corazón dormido desde que la Guardia le mató a su hijo sólo porque era universitario; al padre “colorado”, que reclutó jóvenes para la guerrilla y, en una sola noche, embarazó a veinte en el barrio San Sebastián, porque era terriblemente humano; a la “Moncha”, el homosexual de ojos bellos que salía a bailar con “los viejos de agosto” para sobrevivir sin pedir limosna.
Así es mi ciudad, ese pedazo de cielo limpio y olvidadizo en el que dibujé mis ilusiones y escondí mis querencias; ese candor calcinante en el que las tristezas me saludaban de lejos porque le temían a la mirada de mi abuela. Mi infancia fue una candela encendida, un griterío, un embrujo que lo embrujaba todo porque en semana santa las nubes amanecían llorando agua bendita, y las chicharras se arrancaban los tres clavos con que crucificaron a un Cristo que prefiere ser recordado con su látigo en el templo. Mi ciudad es la querencia que se me quedó dormida en un poema que tuve que romper.
Apago la candela y cierro los ojos para ver pasar la procesión del silencio que lo llena todo. Digo embrujo… y la mirada se me ilumina porque invoco tu geografía irreal.
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