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“Clementina Suárez, Zelié Lardé, y los muñecos”. Tania Primavera

Honduras es un país al que conocí y visité muy seguido cuando mi hermana logró estudiar agricultura en la prestigiosa universidad llamada Escuela El Zamorano, ubicada entre abundancia de recursos, entre bosques, agua, suelos. Después, ella se quedó viviendo un tiempo ahí, en el campo.

Cuando íbamos a la ciudad Tegucigalpa, me gustaba recorrer sus callejones, la curva de la Leona, catedral, el parque central, ver salir agua como de manantial de una callecita inclinada, comer en unos lugares antiguos del centro histórico en el segundo piso, o escuchar sus historias. Me gustaba conversar con Rodrigo Acosta, un bohemio y culto, hijo del célebre poeta y diplomático Oscar Acosta. Ahí, en una azotea frente al restaurante Don Quijote, con un poco de vista a la ciudad, se podía conversar muchas cosas de Honduras.

El nombre de Clementina Suárez sonó en mi oído, alguna vez pasando cerca de un puente en la ciudad llamado Comayagüela, caminábamos no recuerdo con quien, alguien que sabía, y cerca de ahí dijo, “por ahí vivió la poeta Clementina a la que mataron en su casa, en un atentado siendo ya una mujer adulta mayor”. Tenía una gran colección de autorretratos, fue muy pintada, solicitaba ser pintada. Ella procedía de Olancho, nació el 12 de mayo de 1902. Y viajó, vivió, conoció mundo, bohemia, madre soltera, se casó y divorció. Vivía sola esos últimos días.

En 2003, cuando revisé y transcribí cartas de Zelié Lardé (1901-1974), que envió a Nueva York entre los años 1946-1958, a su esposo Salvador Salazar Arrué “Salarrué”, en varias de ellas, recuerdo sus quejas, le decía: Clementina, nos pidió obra, pinturas de Mayita (María Teresa “Maya”), o mías y mis muñecos de barro, no me los regresa, por eso no me gusta darle nada. Eran algunas de las cosas que Zelié le decía en cartas a Salarrué, Maya, su hija producía pinturas naifs o primitivas, como su madre. Cartas constantes, contándole hasta los últimos detalles de su vida cotidiana en El Salvador, la falta de zapatos, la falta de un refrigerador o detalles de la vida del arte, viajes a hacer mandados al centro de la ciudad.

En esos años, leí la biografía de Clementina, escrita por Janet Gold.

Zelié, modelaba esculturas de barro que describe como sus “indios” u otras figuras, desconozco donde se encontrarán, ni quién las compró, recuerdo a María Rosenthal. Zelié, las trataba de vender, para poder ganar “unos centavos”. Porque para ella, la vida no era tan holgada económicamente. Maya y Zelié vivían solas en la Colonia América, mientras Salarrué trabajaba en Nueva York. La pintura y el arte les dio de comer, por el estilo. Maya pintaba primitivo, un estilo casi folclorista, que gustaba, para poder tener algo de dinero también, y vender su obra, necesitaban ese dinero.

En las exposiciones de su Rancho del Artista, que la poeta y promotora cultural hondureña, Clementina Suárez realizaba en El Salvador, promovía a diversos artistas. Es así, como también, se quedó con pinturas y esculturas, según las cartas de Zelié Lardé. Porque coleccionaba arte.

Su mundo y el mundo del ensueño de quien fue su esposo unos años, a finales de los años cuarenta, y principios de los cincuentas, el magnífico pintor José Mejía Vides, parecía que de alguna manera en algún tiempo congenio, pero después ya no, y terminó separándose. Lo que sí es verdad, es la ardua labor que se empeñó en realizar en El Salvador, su recuerdo pervive en poemas, memorias, y en el tabú de su muerte el 9 de diciembre de 1991.

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A la izquierda: Clementina Suárez, poeta hondureña. A la derecha, Zelié Lardé, pintora, esposa de Salarrué.

 

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