Grego Pineda
Escritor
Llueve suavemente y la tarde es gris. Sentado al final del establecimiento con un café, buy cialis discount americano por su tamaño pero caribeño por su espesor, purchase click siento que mi verdadero y auténtico ambiente es este. Una abundante variedad de libros, colocados en perfecto orden, me separan de la única entrada del negocio. Es tal la limpieza y el orden que obligan a mantener gesto solemne y cierta compostura. Me gustaría nuevamente entrar y dar un portazo. Me divertía pensar en la escena: algunos gritarían, saltarían otros y quizá más de uno reiría. Pero lo más probable es que todos desaprobarían esa inconveniente manera de cerrar la puerta.
En la mente llevé a cabo lo recién descrito y con ello sentí un secreto goce. De pronto me sentí pícaro y ¡cosa curiosa!, me gustó. Miré a la derecha, había allí otro humano que también tomaba café y leía. Somos dos personas iguales, pensé.
Nuestra igualdad se rompió cuando aprecié sus hermosas piernas cubiertas por una minifalda, como exponiéndose o exhibiéndose. Me sentí codicioso. Pero el pudor me impedía mirarla con descaro y tuve que contentarme con imaginarla: ¡eran preciosas sus piernas!
De pronto noté, con el rabillo del ojo derecho, que ella comenzaba a escribir sobre una servilleta, sobre el reverso de alguna factura o quizá sobre alguna hoja publicitaria. Eso no llamó la atención pero sí el que ella escribía con la concentración con que yo imaginaba sus blancos muslos.
Esos muslos, pensé, deberían estar aquí junto a mí, quizá no amablemente, sino apretándome, ahorcándome, pero junto a mí. Me sorprendí deseando esas piernas y me recriminé.
Ella seguía escribiendo y noté, sí, que me miraba con el rabillo del ojo izquierdo y que también observaba mis piernas, lejos de la exquisita presencia de las de ella.
Me incomodó advertir que miraba con insistencia y me sentí escrutado. De pronto se levantó y preguntó a la empleada que dónde estaba el baño. Luego siguió instrucciones.
Maquinalmente me levanté y fingí que buscaba algún libro de los que estaban en un estante, detrás de su pequeña mesa. En un instante espié lo que escribía: lo hacía en inglés, pero logré leer y entender antes que se escuchara que abrían la puerta del baño.
Volví a mi circular mesa y recordé la forma del párrafo espiado: era de caligrafía firme y decidida, más bien rabiosa. Había dibujado en el margen izquierdo un ojo, con pestaña y con mirada dura. Entonces continué escribiendo, pero esta vez no mi relato, sino el de ella.
No lo copiaba, simplemente lo continuaba. Ella escribía sobre su padre y decía, en el párrafo leído, que en la mañana él le confió, con sombrío aspecto, que había decidido morir este día por no poder superar la realidad que en la última guerra había perdido sus piernas.
Ella amaba a su padre.
Ella codiciaba mis piernas.
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