Carlos
Girón S.
Salí un día de estos con mi esposa a un rato de distensión a una playa de la costa del Sol, pero debo confesar que, al menos a mí, cada bocado de comida y cada sorbo de bebida se me hacían amargos al paladar. Esto principalmente a la hora de la cena. ¿Por qué eso?, se preguntarán. Sencillamente porque los empleados (para no decir simplemente meseros) que nos traían el qué comer y qué tomar lucían extenuados. Y claro, cómo no iban a estarlo (como seguirán estándolo ahora) después de más de 15 (quince) horas de andar para arriba y para abajo, de las cocinas a las mesas de los clientes, y de las mesas a las cocinas, llevando y trayendo.
A más de eso, los empleados tienen que acarrear pesadas cajas con las bebidas, gaseosa, cervezas, vino y demás, pues del lugar del que hablo es de un hotel de los que se consideran de lujo o poco menos, pero sí, de esos que además de los tiempos regulares de comida ofrecen “la hora del snack”, donde los mismos empleados se encargan de despachar, después de acarrearlo todo.
Encima de eso, métale pluma: para ese trabajo pesado de halar cajas pesadas no hay distinción entre hombres y mujeres. Ambos lo hacen…
Otro detalle interesante es que el mismo personal, sin señales de rotación, atienden eventos de entretención como karaokes y baile, donde sirven de todo para ingerir. Y métale pluma otra vez: los servicios de restaurant y de tales eventos tienen localizaciones distanciadas eso de al menos 500 metros, o sea entre lo que es una bahía y la playa del mar. Porque del lugar del que estoy hablando es de uno denominado “Bahía del Sol”. Es ahí en donde he podido apreciar ese trabajo con jornadas de las 7 a.m. (o antes) a las 10, 11 y 12 de la noche. ¡Y con el mismo personal! Sin variante alguna. Nada de establecer lo que sería justo, tres turnos con personal diferente.
Para no amargarme todavía los alimentos no me atreví a preguntar a ninguno de las amables personas que nos atendían (hombres y mujeres) si les reconocen horas extra. Tuve temor de que la respuesta fuera negativa. Me iba a poner a llorar. Sin duda. Y no sabría decir si todos los clientes les ofrecen propina alguna. Y aunque así fuera, aunque todos ellos les dejaran muchas, eso no compensa el grado de extenuación que se les advierte. Seguro, ellos no se dan cuenta de que lo demuestran. Pero al observador no se le escapa. ¡Y miren el estoicismo de nuestra gente! Una de las muchachas que atendía aquí y allá mantenía (y mantiene de seguro) una amable sonrisa que obsequia a los comensales.
Al margen le comentaba entonces a mi esposa que allí podía verse palmariamente los casos concretos de explotación que se hace de los trabajadores en esa clase de empresas, como seguramente será en otras de las diversas clases.
Lo que duele también es ver cómo hubo una férrea y contumaz oposición a que se mejorara en una cantidad mínima el salario mínima en los diferentes sectores de trabajo y ocupación en nuestro .país. ¡Ahh! Y no dejemos atrás lo de las pensiones que les esperan de las AFP cuando toda esa gente ya no pueda trabajar una vez consumida su fuerza laboral al llegar a edad avanzada. Ver y pensar todo eso fue lo que me desazonó y amargó la comida y bebida que ingerí en el mencionado lugar con ¡más de 200 habitaciones!
Imagino que cuadros similares al aquí descrito se dan en otros o muchos de los otros hoteles orilla de playa en nuestras costas.
No, me dije, no hemos avanzado nada desde la era manchesteriana. Siguen vívidos tus cuadros que describías de aquellos tus tiempos –que lamentablemente siguen siendo nuestros tiempos–, querido Charles Dickens. ¡Ah caray!