Álvaro Rivera Larios
Escritor
Hay modelos explicativos del cambio literario –el enfoque generacional, sildenafil por ejemplo– que al ser mal utilizados dificultan la comprensión de aquello que presuntamente intentan explicar. Dichas utilizaciones deficientes de una determinada teoría no siempre son meros errores de razonamiento. A veces, la adopción de un punto de vista estético mezclado con cierto interés grupal lleva a que se subrayen unos determinados hechos literarios y a que se silencien o minusvaloren otros. Y en otras ocasiones, a pesar de la buena voluntad de los investigadores, la limitación de su enfoque teórico los lleva a plantear de manera simplista un problema complejo.
Un conocido ensayista salvadoreño, al hablarnos de su generación literaria –la de los años noventa– la propone como el principal “agente” que rompió con las inercias que habían gobernado nuestra poesía durante los crudos días de la guerra. A su tesis, a su creencia, no le opondré una negación cerrada, sino que un matiz. De ninguna forma voy a negar el gran aporte que hizo la generación de Osvaldo Hernández Alas a la apertura temática y estilística de nuestra poesía en los años 90, simplemente diré que la transformación de la lírica salvadoreña en esa época tuvo también otros actores. La hipótesis que planteo es que dicho cambio fue intergeneracional. Pero mi objetivo no es decir que, en vez de haber sido solo una, fueron dos las generaciones que alteraron el paisaje de nuestra lírica. Ni siquiera un cambio protagonizado por escritores de diferentes edades explica lo que sucedió en la lírica salvadoreña en la última década del siglo pasado. Por eso un objetivo que persigue mi reflexión es el de señalar las limitaciones e insuficiencias de un enfoque –el generacional– cuyas tesis no siempre son capaces de explicar los procesos y la dialéctica del cambio literario. No todo lo explica la aparición de una hornada de jóvenes príncipes que con sus frescas espadas decapitan viejos reyes e instauran nuevas reinos. Este esquema explicativo, más bien propio de la leyenda o el mito, para que funcione ha de traicionar en muchas ocasiones la complejidad de la historia literaria.
Para que tenga fuerza retórica el relato de los príncipes renovadores que aparecieron en la posguerra y trastornaron para siempre el paisaje de nuestra lírica, ha de convertirse a los poetas de los 80 en un grupo estático y conservador que nunca se movió de sus posiciones estéticas iniciales. Un breve repaso a la historia de nuestra lírica demuestra que no todos los poetas de los 80 encajan en ese perfil. No siempre los primeros textos de un poeta guardan el que será su verdadero aporte renovador a la lírica de una época. Es por eso que las auténticas contribuciones de algunos creadores que vivieron el conflicto hay que buscarlas en la última década del siglo XX, ya en la posguerra. Su madurez la alcanzaron entonces y no antes. No se les puede catalogar, por lo tanto, como escritores que hubiesen quedado atrapados en “la poética de los 80” porque es un hecho innegable que sus búsquedas formales continuaron en la década siguiente. “Diario de invierno” de René Rodas (Toronto, 1997), “La casa en marcha” de Carlos Santos (San Salvador, 1998) y “Comarcas” de Miguel Huezo Mixco (Panamá, 1999) son textos escritos por poetas que sobrevivieron al conflicto y sin lugar a dudas son textos centrales y fundamentales de la lírica de la posguerra.
Si uno ve más allá de su correspondiente ombligo generacional se da cuenta que a la revitalización de nuestro panorama literario contribuyeron autores de distintas edades y que, por ende, un rasgo del cambio poético que tuvo lugar en la última década del siglo XX fue su carácter inter-generacional. Si el cambio de nuestras letras en los años noventa fue inter-generacional, está claro que han de buscarse explicaciones más sutiles que den cuenta del ensanchamiento plural de nuestra poesía en esa época. Si poetas jóvenes y maduros contribuyeron juntos a una ruptura estética resulta obvio que las causas del cambio no estan vinculadas mecánicamente con la edad
¿Por qué no pensar que lo decisivo fue la transformación gradual del escenario en el cual escribían los poetas y el cambio de la forma en que interpretaban su rol y su voz en el teatro de una nueva época?
¿Cómo se explica que algunos poetas que atravesaron los años del conflicto mudaran de piel en los años noventa? El final de la guerra supuso el abandono de la movilización política para muchos “trabajadores de la cultura”. Al incorporarse los rebeldes izquierdistas a la vida institucional, un poeta guerrillero como Miguel Huezo Mixco cambió la intemperie de la montaña por la cotidianeidad sin sobresaltos de una casa en la ciudad. A salvo ya de la gran tormenta histórica, esa casa fue para muchos escritores el emblema de la recuperación de la esfera personal. En el guion de las letras de la guerra, esa esfera casi no había existido. A partir de ahí, instalado de nuevo en su intimidad, el poeta recuperó unos vínculos más amplios con el lenguaje. Roto el contexto que había condicionado previamente su escritura, Miguel Huezo Mixco pudo fijar su atención en los aspectos lúdicos, míticos e imaginativos de la lírica. Y esa nueva circunstancia que permitía otra relación con la palabra quedó reflejada en Comarcas. En pocas palabras, aflojada la presión política e ideológica en el ámbito de la cultura, se generó un nuevo horizonte que abrió otras posibilidades a los poetas novicios y también a los poetas maduros con talento. Pero, tal como veremos adelante, el cambio de la situación fue más complejo.
Miguel Huezo Mixco no encaja en el perfil del “poeta que se formó leyendo únicamente a Roque Dalton”. Miguel llegó a conocer las últimas luces de un periodo de nuestra literatura (el de la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado) en el que convivieron autores representativos de distintas poéticas (Salarrué, Claudia Lars, Geofroy Rivas, Roberto Armijo, José María Cuellar, Rafael Mendoza, David Escobar Galindo, Alfonso Kijadurías etcétera). La relación que Huezo Mixco entabló con la lírica procede de ese momento plural que vivió nuestra literatura; momento que por diversas razones se fue agrietando en la primera mitad de los años setenta.
Escritor culto y formado en un clima de relativo pluralismo poético, no creo que Miguel Huezo Mixco haya tenido problemas para adaptarse a la diversidad poética de la posguerra. En todo caso, se internó en una etapa nueva de nuestras letras que tenía ciertas semejanzas con el paisaje literario hasta cierto punto plural que Miguel llegó a conocer en su primera juventud. La guerra podría verse como un corte sangriento entre la diversidad literaria fracturada en los setenta y la diversidad literaria emergida en los noventa.
Sin embargo, sería un error creer que el pluralismo estético de los noventa fue una mera reanudación del que hubo tres décadas antes. Entre una época y la otra se dio el quiebre de la confianza en el futuro que había movido las aventuras formales de muchos escritores salvadoreños a partir de los años cincuenta del siglo XX. El pluralismo de los sesenta se movía animado con el espíritu de la modernidad, el que se abrió paso en los noventa ya era posmoderno.
Ya dije antes que el final de la guerra introdujo un cambio en la circunstancia en la cual creaban los escritores salvadoreños, ya dije que esa nueva situación permitía otras formas de relacionarse con el lenguaje. Pero esta manera de enfocar el contexto sería muy pobre, si no la ampliamos, si no introducimos en su horizonte el impacto histórico que supusieron la caída de los socialismos reales y la difusión del escepticismo posmoderno que denunciaba el gran relato de la fe en un progreso lineal y sin interrupciones. Cambió el contexto en el cual se escribía y paulatinamente cambió también la forma en que los escritores visionaban su papel en ese contexto.
Los críticos que han hecho suya la representación de los creadores jóvenes aparecidos en décadas recientes suelen olvidar, por lo general, que el tiempo de la guerra para algunos creadores salvadoreños fue también el tiempo del destierro y los destierros, como ya se sabe, contribuyen en muchas ocasiones a la formación de una conciencia cosmopolita entre los literatos. Ese fue el caso de René Rodas que tuvo la suerte o la desgracia de aprender una dura lección de cosmopolitismo literario y existencial en su destierro canadiense. De ese destierro cosmopolita y enriquecedor nació uno de los poemarios más bellos de nuestra posguerra: Balada de Lisa Island.
En los noventa, como resultado de causas internas y externas, hubo transformaciones en el horizonte político-cultural salvadoreño y hubo cambios en la manera en que “interpretaban” su papel en el teatro del mundo los escritores de distintas generaciones. Y así fue como tuvo lugar una metamorfosis de la que apenas toman nota los escritores jóvenes actuales. Esa mutación silenciada, esa metamorfosis tan poco estudiada, tuvo por protagonistas a los autores más auto-consientes que sobrevivieron a la guerra. Estos, tras una larga temporada en el infierno, se replantearon su relación con la historia, con la sociedad, con la palabra e hicieron, en casos como el de Horacio Castellanos Moya, un balance demoledor de sus experiencias como ciudadanos y creadores literarios en la turbia década de los 80.
El balance histórico que por medio de su narrativa ha realizado Horacio Castellanos Moya es fundamental para entender cómo los escritores salvadoreños se alejaron de la época de la guerra e interpretaron los nuevos tiempos que se abrían en los últimos años del siglo XX. Me imagino que el cansancio y el hartazgo de la política lo compartían por igual muchos creadores jóvenes y maduros, pero fue Horacio quien le dio curso literario al hartazgo de la política o al menos de esa política chata y carente de lucidez en la cual nos enzarzamos los salvadoreños. Ese hartazgo lo simboliza El asco y El asco puede verse también como una declaración de independencia literaria respecto a las lealtades ideológicas mal entendidas. Este punto de vista, que podríamos bautizar como el del melancólico francotirador equidistante, ha pasado a formar parte de la mirada desencantada de muchos escritores jóvenes y ya no tan jóvenes.
Castellanos Moya solo es un síntoma y un símbolo de las metamorfosis que vivieron muchos críticos y creadores de su generación. Rafael Lara Martínez y Ricardo Roque Baldovinos, en el ámbito académico, han propuesto revisiones críticas de Roque Dalton. Y Miguel Huezo Mixco, René Rodas, Carlos Santos, Jacinta Escudos y Rafael Menjívar Ochoa con sus obras literarias de la posguerra se distanciaron de forma implícita de aquello que podamos entender como “La poética de los 80”. Todos ellos vivieron una transformación en los 90 pero esta no puede considerarse solo como un episodio generacional. “Sus cambios fueron la interiorización de crisis históricas e ideológicas que se vivieron en el horizonte del final del siglo”.
Hoy, algunos poetas jóvenes se definen cosmopolitas; déjenme decirles que la poesía salvadoreña de la segunda mitad de los años sesenta del siglo pasado era cosmopolita. Algunos poetas jóvenes consideran que el principal rasgo de la lírica salvadoreña actual es el pluralismo poético; los invito a que abran cualquier ejemplar de la revista Cultura que dirigió Claudia Lars para que corroboren el evidente pluralismo de sus páginas. Algunos poetas actuales se definen como urbanos; déjenme decirles que los bueyes y los periquitos fueron desterrados de nuestra poesía a mediados del siglo XX. Pero, y mi pero es importante, ni el cosmopolitismo, ni el pluralismo poético del presente son una reanudación lineal de aquellos que se vivieron en la segunda mitad de los años sesenta. El cosmopolitismo y el pluralismo actuales portan la huella de la posmodernidad. Hasta cierto punto ya era posmoderna la crítica de la literatura comprometida que se llevó a cabo en los años noventa. Ahora que la posmodernidad está en crisis, convendría repensar la historia y el presente de nuestra lírica.
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