Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
“Como hijo de pobre” se titula una popular prosa del escritor, ed periodista y empresario uruguayo Constancio C. Vigil (1876-1954), shop fecundo responsable de medio centenar de libros, dedicados a los niños, y exitoso fundador de la Editorial Atlántida, que tantas revistas produjo, entre ellas, la muy apreciada “Billiken” (1919).
Dos personajes extraordinarios nacieron de la pluma y de la imaginación inagotable de Vigil: “El mono relojero” y “La hormiguita viajera”, que hicieron la delicia de generaciones de pequeños lectores.
La composición citada, la conocí, en la infancia, gracias al celo de mis padres, que no sólo me la hicieron memorizar y recitar, sino colocar en un lugar del comedor de la antigua casa de San Salvador. Decía el referido texto: “Es absolutamente necesario que se comprenda el error de aquellos padres que se proponen darle al hijo felicidad, como quien da un regalo. Lo más que se puede hacer es encaminarlo hacia ella, para que él la conquiste. Difícil, casi imposible, será después. Cuanto menos trabajo se tomen los padres en los primeros años, más, muchísimo más, tendrán en lo futuro. Habitúalo, madre, a poner cada cosa en su sitio, y a realizar cada acción a su tiempo. El orden es la primera ley del cielo. Que no esté ocioso, que lea, que dibuje, que trabaje, que te ayude en alguna tarea, que se acostumbre a ser atento y servicial. Deja algo en el suelo para que él lo recoja; incítalo a limpiar, arreglar, cuidar, o componer alguna cosa, que te alcance ciertos objetos que necesites; bríndale, en fin, las oportunidades para que emplee sus energías, su actividad, su voluntad, y lo hará con placer. Críalo como hijo de pobre, y lo enriquecerás; críalo como hijo de rico y lo empobrecerás para toda la vida”.
Y bajo estos preceptos transcurrió mi educación y crianza. A pesar de provenir de un hogar donde jamás faltó lo necesario, pues mi padre fue siempre un profesional y funcionario de gobierno, muy trabajador y dedicado al ámbito familiar, rara vez se me prodigó en exceso. Mis padres trataron, en lo posible, de inculcarme (como se decía antes) el valor del orden, el aseo y la bondad de levantarse temprano para emprender las tareas diarias.
Juguetes, diversiones, entretenimientos, nunca me fueron negados. Pero siempre, bajo el criterio que en el mundo existían personas menos afortunadas, a quienes debíamos apoyar, volviendo su vida menos difícil.
Por otra parte, se me estimuló el trabajo, en alguna temporada navideña; y luego, al alcanzar los dieciocho años, hice mi ingreso laboral, en forma. La experiencia fue enriquecedora, no sólo por el desarrollo del sentido de seguridad personal y de autonomía, sino por todas las buenas prácticas sociales e individuales que el trabajo genera.
Es lamentable, que en la actualidad, pongamos exageradas cortapisas – institucionales o laborales- para que los niños y los jóvenes tengan reales oportunidades salariales. El trabajo educa y dignifica.
Por desgracia, el mal uso de las remesas -enviadas con tanto sacrificio- y el peligroso facilismo de las actividades delictivas, están perdiendo a nuestra juventud, alejándola de la vida honrada, que construye esforzadamente su presente y porvenir.
Urge, que como país y como familia, pongamos de moda, nuevamente, el amor al trabajo; volviendo a una formación más realista, como decía don Constancio C. Vigil.