Rafael Lara-Martínez
New Mexico Tech, online
Desde Comala siempre…
El 24 de marzo de 1980, advice la madre de F. T. asistía a una misa de cuerpo presente. Junto a varias amigas, de rodillas oraba por el alma de su compañera entrañable. Por tradición, todas ellas vestían de luto impecable. Algunas usaban mantillas en resabio de tiempos abolidos que perduraban en su proceder. Sin influencia notable del mundo moderno, entonaban el “yo pecadora” a coro femenino unísono. Luego del evangelio, las reconfortó el vehemente sermón que el sacerdote les dirigió al exaltar la memoria de la fallecida. Animaba la esperanza cuyo pleno sentido implicaba lo terrestre y lo celeste. La confianza era terrena, porque no había otra “residencia” corporal que “la Tierra”, en una sociedad injusta por mejorar. Era inmaterial, porque la verde ilusión jamás se extinguiría en hechos sin ideales. Por una metáfora vegetal, la homilía imaginaba que cada vida individual la representaba un árbol. Exhibía las raíces subterráneas del arraigo y el ramaje aéreo de la espera. La motivó la imagen de la semilla sembrada que sólo al “deshacerse produce cosecha”. El cimiento temporal lograba el florecer celestial sin exigir una militancia. Su colega difunta había realizado una noble labor al “animar aquellos que podían trabajar”. En ese denuedo vivaz —pensó— establecía su proceder personal. Había engendrado varios hijos como si su propio cuerpo esparciera semillas hacia el entorno en el cual crecían. Empero esa partición no le había bastado. Superando los sueños domésticos de su generación, se volvió profesional. Había creado fuentes de empleo para trabajadores sin recursos, a quienes les ofrecía un salario justo y prestaciones sociales. Así reflexionó durante la prédica, cumplía “sus horas de esperanza y de lucha”, alentando el trabajo y la justicia. A su progenie le correspondería proseguir esa labor o, de radicalizarse, devolvérsela a los empleados. Lo dudaba, ya que jamás se extremarían las decisiones como rumoraban que había ocurrido hacia el norte, en una nueva “lamentación de Dido”. La entrada repentina de unos intrusos enmascarados la sustrajo de su concentración. Las otras señoras también se inquietaron; se levantaron sorprendidas ante la interrupción. El asombro creció al resonar unos disparos hacia el altar. El clérigo cayó fulminado duplicando el réquiem hasta el paroxismo. Estupefactas, todas se persignaron en coral exaltadas. Empero, ella permaneció lívida, desmayada y casi sin aliento. Parecía haber perdido toda conciencia de sí. Quedó inerte como si encarnase la alegoría vegetal del sermón. Las balas no habían afectado su cuerpo, intacto luego del disparo dirigido al sagrario. Pero la crueldad de su orla la interiorizó, hasta inscribirle el dolor físico del párroco en el alma. Se volvió arbusto. No murió. Su cuerpo continuaba latiendo con la misma energía anterior, ahora replegado hacia adentro y adormecido. Por años languideció sentada en una silla de ruedas cuya vista la orientaba hacia el crepúsculo. El ocaso de la vida coincidía con ese único instante del día en el cual, al alzar la cabeza, observaba el descenso vespertino de Xolotl. El astro oscurecido bajaba a su imaginación sin palabras, a conservar la memoria de hechos abolidos. En un mundo afónico, el ayer quedaba tan oculto como los hijos marchitos por la lejanía. Salvo la hembra menor, cuyo eterno retorno oficiaba el Stabat Mater de lo doméstico y femenino. Siempre a la custodia del alma vivaz en su cuerpo apático. Lo remoto subsistía tan retirado como la profesión caduca a su edad senil. De la vivencia pasada sólo permanecía ese celaje diluido entre las nubes sin lluvia. En un halo aminorado a trasluz. No había más humedad que las lágrimas del rocío regando el torrente primaveral del mañana. De un porvenir deshecho de su presencia. Ya para ese entonces de la esperanza, ella estaría muerta.