Luis Armando González
En 2008, siendo Director del Centro de Información, Documentación y Apoyo a la Investigación (CIDAI) de la UCA, di una charla sobre comunicación política en la inauguración del “Diplomado en comunicación política”, ofrecido por la Maestría en Comunicaciones de dicha universidad. Al releer el texto, veo que, en conjunto –salvo algunos matices puntuales— siendo básicamente las mismas de entonces. Comparto con los lectores y lectoras esas reflexiones.
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En El Salvador, el tema de la comunicación política ha cobrado una enorme relevancia desde el fin de la guerra civil. Sin embargo, eso no quiere decir que antes el tema no fuera importante. De hecho, durante la guerra civil, la comunicación política fue parte esencial de la estrategia político-militar tanto del gobierno de Napoleón Duarte (1984-1989), y después del gobierno de Alfredo Cristiani (1989-1994, como también del FMLN.
En esos momentos, ambos contendientes cayeron en la cuenta de que los medios de comunicación podían ser usados a su favor en el desenlace de la guerra. Es decir, cayeron en la cuenta de que los medios podían ser un importante vehículo no solo para ganar legitimidad, sino para imponerse en la batalla ideológica que se libraba como trasfondo de la batalla militar.
Se trataba, no obstante, de una comunicación política encaminada a apuntalar la exclusión –e incluso el exterminio— de quienes eran considerados enemigos. Con la firma de los Acuerdos de Paz se abre paso la discusión sobre la democratización del país y, en ese contexto, el tema de la comunicación política comienza a ser asociado con la democracia.
Eso sí, no con los grandes contenidos del proyecto democrático –por ejemplo, fortalecimiento institucional, inclusión socio-económica, transparencia, amplia participación social en los distintos ámbitos de la vida pública—, sino con un aspecto de la democracia que, sin dejar de ser relevante, no la agota: la competencia electoral.
En este punto, conviene traer a cuenta las tres características que algunos especialistas asignan a la comunicación política en un contexto democrático: “en primer término, debe contribuir a identificar los problemas nuevos a través de los políticos y los medios; en segundo lugar, abrir canales de participación ciudadana para que la jerarquía y la legitimidad de los temas de la agenda política resulten de un juego de negociación; y, por último, marginar las cuestiones que han dejado de ser objeto de conflictos o respecto de las cuales existe un consenso temporal” (R. Winocur, “Comunicación política”. En L. Baca Olamendi, J. Bóxer-Liwerant, F. Castaneda, I. H. Cisneros, Germán Pérez Fernández del Castillo (Comps.), Léxico de la política. México, FCE, 2000, p. 76)
Pues bien, en El Salvador de la postguerra esas características no lograron cuajar en la comunicación política que comenzó a practicarse en el marco del proceso de democratización potenciado por los Acuerdos de Paz. Si durante la guerra civil lo que se comunicaba políticamente –lo que comunicaban a la sociedad y se comunicaban entre sí los principales actores socio-políticos sirviéndose de los recursos mediáticos con los que contaban— eran contenidos discursivos, simbolismo e imágenes de destrucción recíproca, así como de la superioridad del propio proyecto sobre el proyecto del enemigo político y militar, en la postguerra lenta, pero casi de forma inexorable, lo que se comunica políticamente se va reduciendo a contenidos discursivos, simbolismo e imágenes que ayuden a promocionar a partidos y candidatos en vistas a capitalizar la mayor cantidad de votos.
En esta dinámica, los contenidos discursivos van perdiendo la primacía, siendo relegados a un tercer plano (o a veces desapareciendo) por el simbolismo y las imágenes, que es a lo que se ha visto reducida la comunicación política (o lo que se entiende por ella) en El Salvador desde la década de los años noventa; es decir, a la difusión masiva de emblemas e imágenes casi vacíos de contenido o para los cuales el contenido se considera innecesario pues se presume que emblemas e imágenes hablan por sí solos.
Obviamente, esto no hubiera sido posible sin la contribución de las grandes empresas mediáticas que no solo han hecho lo suyo para convertir la comunicación política en marketing político –por la vía de las asesorías directas o por el propio tratamiento que ellas hacen de los temas socio-políticos—, sino que han sido la plataforma privilegiada para la difusión de imágenes y emblemas políticos.
Tanto se ha afianzado está lógica que prácticamente todos los actores políticos asumen que su éxito electoral se juega en los grandes medios de comunicación, y no precisamente por la calidad de lo que sean capaces de ofrecer a través de ellos, sino por la destreza con la que sus asesores en marketing publicitario sepan promocionar la imagen de partidos y candidatos. O sea, dar la espalda a los medios y al juego de imágenes que ellos hacen posible significaría el fracaso político-electoral. O, por la contra, el boicot de los medios a un partido o a un candidato supondría igualmente su fracaso en la competencia electoral.
Nadie dice que esto sea absolutamente cierto, aunque algo de verdad hay en la tesis de quienes sostienen que, en la actualidad, el éxito electoral de un partido o un candidato pasa por los medios de comunicación. Como sea, no es eso lo que está a discusión aquí, sino la creencia firme de casi todos los actores políticos de que sin los grandes medios no es posible asegurarse el apoyo electoral de la gente y de que, en consecuencia, sus posibilidades de éxito se juegan en las argucias publicitarias permitidas por aquellos.
Esto se traduce en una actitud obsequiosa y servil de muchos actores políticos hacia los grandes medios, así como a una actitud de prepotencia por parte de estos últimos hacia los primeros. Prepotencia que suele ocultar las pingües ganancias que se embolsan los dueños de los grandes medios en concepto de publicidad política, comprada por los propios partidos o por sus mentores en el ámbito privado.
Como es natural, esta visión de la comunicación política suele alcanzar su mejor perfil en las coyunturas electorales. Es en ellas donde los “comunicadores políticos” –en verdad, publicistas, asesores de imagen, relacionistas públicos y mercadólogos— ponen en juego todas sus destrezas para “vender” al mejor precio al candidato o al partido a los cuales sirven. Y, por su parte, los partidos y los candidatos hacen cuanto pueden para atraer a los mejores asesores de imagen y publicistas políticos, así como para ganarse y/o comprar el “favor” de los grandes medios de comunicación.
Estamos, pues, ante una comunicación política que prácticamente no comunica nada sustantivo (o comunica poco) a la sociedad en materia política, económica o social. Más aún, se puede cuestionar seriamente que se trate de comunicación política en el sentido estricto de la expresión. Veamos esto.
Desde un punto de vista antropológico, la comunicación humana tiene como uno de sus pilares fundamentales el lenguaje (hablado y escrito). Gracias al lenguaje, el ser humano no sólo puede hacer memoria de su pasado y conectar ese pasado con su presente, sino diseñar proyectos de futuro.
La comunicación humana en sus niveles más reflexivos y críticos pasa por el lenguaje. Por supuesto que hay otras dimensiones esenciales de la comunicación humana: simbólica, ideográfica, alegórica, visual, gestual…, pero que no reemplazan lo que se puede comunicar argumentativamente.
Es decir, la argumentación es la que hace posible la comunicación de contenidos que serán tanto más ricos en cuanto más anclados estén los argumentos en la realidad. Y también la argumentación abre la posibilidad de la contrargumentación, con lo cual se crean las condiciones para la discusión, el debate, el diálogo, el disenso y el consenso. Sin nada de esto puede haber democracia, aunque no basta con ello para darla por establecida (como en algún momento creyó Jurgen Habermas con su Teoría de la acción comunicativa).
En la misma línea, la comunicación política, en sentido estricto, tendría que comunicar argumentativamente contenidos políticos, es decir, propuestas de organización y dirección de la sociedad desde el Estado; estrategias encaminadas a enfrentar los principales problemas de una nación; definición de sus compromisos fundamentales en materia de gestión pública…
Volviendo a El Salvador de la postguerra –y aunque suene como algo demasiado tajante—, lo que se considera comunicación política realmente no es tal, debido a su reducción a mero mercadeo político. Y eso ha terminado por ser aceptado por casi todos los actores políticos, que se han rendido a las argucias de la publicidad para conseguir el respaldo ciudadano en las urnas.
Y si los actores específicamente políticos no comunican políticamente nada importante, sino que juegan con imágenes, emblemas y símbolos, ¿quién lo hace? Pues en El Salvador actual algunos sectores ajenos a los partidos –universidades, medios de comunicación independientes, organizaciones sociales, grupos religiosos—, pero sin el poder suficiente para revertir esa reducción de la comunicación política a marketing.
Pero, son los actores propiamente políticos los principales responsables de hacer que la comunicación política comunique argumentativamente contenidos políticos. Son ellos los que han sido atrapados por las redes del mercadeo publicitario; son ellos los que han aceptado que la política se rige por las mismas reglas del mercado; son ellos los que han reducido la democracia a una mera competencia en la cual deben ofrecerse a los votantes (compradores) como el mejor producto.
Sin embargo, la verdadera existencia de una comunicación política no debe dejarse en manos exclusivas de los actores políticos. Y es que la sociedad no es solo la destinataria de la comunicación política, sino que es (debería ser) parte activa –dialogante, interpeladora— de la misma. Es decir, la sociedad debe también comunicar políticamente –qué tipo de país desea, cuál es el modelo económico al que aspira, cuáles son los costos que está dispuesta a asumir por las necesarias reformas económicas, sociales y políticas—, pero no podrá hacerlo mientras renuncie al compromiso con los asuntos públicos. No podrá hacerlo mientras renuncie a hacerse presente, de manera organizada, en los espacios –que no son solo mediáticos— en los que se juega el presente y el futuro de El Salvador.