Por Maria Isabel Sánchez
San Salvador/AFP
Cuando mataron al arzobispo Oscar Arnulfo Romero en plena misa el 24 de marzo de 1980, order click María Luisa sintió el pecho atravesado por un doble dolor: moría su guía y defensor de los salvadoreños oprimidos y el dedo acusador apuntaba a su hermano Roberto D’Abuisson.
Aunque ‘Marisa’, cialis como la conocen, usa el Martínez de su esposo, Edín, carga el estigma del D’Abuisson. Una comisión de la ONU señaló en 1993 al mayor del ejército, fallecido de cáncer en 1992, como autor intelectual del magnicidio que conmocionó al mundo y encendió la guerra en El Salvador (1980-1992).
Marisa, de 66 años -cinco menos que Roberto y última de cuatro hermanos de una familia acomodada-, reivindica en la Fundación Romero, junto a su esposo, la memoria del venerado arzobispo, cuya beatificación aprobó el papa Francisco, al reconocerlo el martes como “mártir” de la Iglesia.
En su casa en San Salvador, sencilla como la vida que escogió, habla con AFP entre retratos de quien fue llamado “la voz de los sin voz” por denunciar la injusticia social y la represión militar.
– ¿Cómo valora la causa de beatificación?
La tenían bloqueada, el papa Francisco la desbloqueó. Todavía sectores poderosos, la misma oligarquía, rechaza a Monseñor, pero ahora deben callar un poco. Nuestro pastor está más vivo que nunca.
– ¿Cuándo surgió su interés social y admiración por Romero?
Desde niña. Las religiosas del colegio me acercaron a la realidad del país. Me impactó la pobreza y sus causas. Monseñor puso el dedo en la llaga sobre las condiciones de marginalidad y represión. Fue valiente y coherente.
– ¿Cómo asumía que su hermano fuera militar?
Trabajando en barrios populares supe de la desaparición de jóvenes y angustias de la población, y descubrí que mi hermano estaba en la Guardia represora. Un día lo enfrenté diciéndole que estaban horrorizando al pueblo, me respondió que los militares eran los grandes defensores contra el comunismo.
– ¿Cómo era su relación con él y el resto de familiares?
Difícil. Traté de guardar distancia. Roberto me decía que era una tonta útil, que mi marido era pluma de la izquierda. De la familia tenía rechazo absoluto. Yo era la oveja negra, todos eran fundadores de ARENA (derechista Alianza Republicana Nacionalista), me reprochaban que no apoyaba a mi hermano, decían que los comunistas me habían lavado la cabeza. Pero seguí trabajando con los marginados.
– ¿Cuánto le pesa el apellido?
Ya lo manejo mejor, aunque todavía me cuesta. En el tiempo de la guerra me pesó el apellido. Pero la gente pobre y líderes guerrilleros confiaban en mí, pese a saber que era hermana del fundador de los escuadrones de la muerte.
– ¿Le temía?
Sí. Me daba pánico que desaparecieran a Edín o me detuvieran. Luego pensé que no sería capaz de dañarme. De niños era el hermano con quien me llevaba mejor, nos queríamos muchísimo. Una vez le avisaron que estaba detenida una Marisa en San Miguel (este), ordenó a la Guardia que no le hicieran nada y salió en helicóptero, pensando que era yo. Fue una señal de que si me capturaban no iba a ordenar que me torturaran.
– ¿Qué siente por él?
Sentimientos encontrados, un día le dije: como hermano te quiero muchísimo, como militar te detesto, te aborrezco. Fue en 1979, la represión era brutal. Cuando enfermó de cáncer lo visité y le pedí que entendiera que estuvo equivocado; que no milité en la guerrilla, aunque colaboraba; que mi compromiso era social; que lo quería y respondió que él también, muchísimo.
– ¿Qué sintió cuando mataron a Monseñor?
Un doble dolor: su muerte, que aún me afecta profundamente, y escuchar que fue obra de D’Abuisson. Quería esconderme, que no me señalaran. Una vez en 1986 en un pueblo un joven se acercó y me dijo que mi hermano destruyó su vida, mató a su papá, desapareció a su hermano mayor y a su madre. Pero me dio un abrazo que liberó su rabia. Me impactó.
– ¿Reconoció D’Abuisson en la intimidad familiar responsabilidad en el crimen?
No hablaba de eso. Una día en una reunión familiar mi hermana le contó que oyó a alguien señalarlo de haberlo mandado a matar. Él nos dio la espalda a Edín y a mí y dijo: verán que a quien mató a ese…, dijo una grosería, le van a hacer un monumento en este país.
– ¿Nunca se arrepintió?
Cuando agonizaba en el hospital le tomé la mano y le dije: Roberto, deja que tu espíritu salga. Pídele perdón a Monseñor. Ya no hablaba, estaba muy débil. Me tomó del cuello, me acercó, me soltó y lloró. No sé si de rabia o arrepentimiento. Al día siguiente murió.