Rafael Lara Martínez. Fotografía de El Faro/ tomada de https://literaturas.fandom.com/es/wiki/

Con-juro

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…

Ignoro cómo se rompió el conjuro. Tenía una vía asignada y todo transcurso proseguía ese trayecto en péndulo. Ida y vuelta entre Aztlán y Cuzcatlán. No había otra alternativa posible. Entre la comarca de la Siguanaba y el país de La Llorona, el afamado Camino Real (Real and Royal) guiaba mis pasos en giro constante. Llegué a creer que se trataba de un sino ineluctable. Se hallaba tatuado en la piel, indeleble como la señal umbilical. La del origen, “al mezzo del camin de nostra vita” corporal.

Los viajes acontecían a manera de reloj. En vuelta inmutable entre los días y las estaciones de la vida —las del año— siempre fluían en círculo. Empero, esta vez sucedió lo inesperado. Quizás una ruptura. Un cambio súbito como el clima natural y social que se tambaleaba hacia la incerteza. En desconcierto atonal. Por un instante, sólo una semana, perdí el balance en secuencia repetitiva. El coro del inicio y su término desentonó el rumbo. Quizás se debía a una escisión, original también. Había dislocado el principio. Fluía hacia un desvío momentáneo, jamás prescrito. Palpaba el azar objetivo en el cual se encontraban versos aún sin rima.

Sin consonancia con mi entorno, la diseminación no la percibía lejana en las estrellas. Su distancia inasible la observaban los telescopios vecinos. VLA (Very Long Array), uno situado aquí mismo, junto a la ciénaga de La Llorona; otro hacia las antípodas, en el desierto de Atacama de Chile. La dispersión la vislumbraba junto a mí. En este entorno árido y silvestre. De la altiplanicie a las montañas, extendían vivencias nómadas, en desafío de la estática sedentaria. Su lema íntimo no lo dictaba el ser estable, Tampoco lo regía el estar inmóvil en un lugar preciso.

Esas vidas distantes carecían de raíces ya que no eran plantas. A lo sumo, si proseguían siendo flora en el arraigo, semejaban enredaderas y trepadoras. Esos arbustos a bulbo distante —a hojas perennes— sólo se erguían lejos, pero muy lejos del origen. Quizás al observar esa vocación vegetal de madeja, se provocó en mí este cambio de rumbo.

A vuelo furtivo, me conducía a un departamento desconocido de mi propio país. Lo llamaban “Departamento 15”, pero yo lo imaginaba Gulag tropical, desplazado hacia el confín del Mundo. Acaso un castigo —una condena, en giros rotatorio—‘ a diario se revertía hacia la certidumbre de la cosecha. Hacia el florilegio albo, brotaba pese al rechazo entre edificios en forma de panales. Florecía en nieve y viento de otoño. En lluvia fina y en hojarasca de abono.

 

Entre MAL-etas

Jamás había caminado tanto entre árboles tornasoles a manera de flor. Ya había olvidado el motivo del otoño. El matiz de vestirse en arco iris ante el deceso. En mi rutina diaria, salvo el uso casual de la corbata, toda la demás indumentaria omitía los matices encendidos de la luz.

Los últimos años, mi vida transcurría a paso lento entre arbustos opacos. Su silencio sustituía las espinas del nopal, condimento del sueño. De su encurtido al natural, me alimentaba casi a diario para reducir la anemia. La voracidad suya me carcomía hasta el pétalo. El vientre hueco imitaba una cueva profunda, inexplorada. Se hundía en la historia familiar.

Un pasado tan remoto se emparentaba con la Muerte. Entre el recuerdo de la abuela a vientre calado; su marido en las andanzas. Yo mismo deshojado, no temía el sino de la repetición. En cambio, su presencia la había aceptado como una nueva encarnación semejante a la original. La convención la llamaba nacimiento. En este lugar placentero, un breve instante, un fulgor en celaje animaba el aliento.

Me sentía renacer en el desdén del páramo. De zarza adormecida, emergía a hoja perenne y fruto amargo. Sin deleite al paladar, pero suave al tacto. Así sucedían los días, en línea recta sin intervalo. De la zanja del nuevo encierro inicial concluía en la gruta del estudio y del servicio. No había palabra ni lengua que me insinuase el saludo. Toda frase resultaba inútil. Aún menos ocurría la conversación diaria. Había de bajar la vista si alguien se acercaba. Tal era la venia de la cortesía. Fingía distracción o, al contrario, me absorbía en una tarea falsa. Simulaba el trabajo. Saludar era una afrenta; estrechar la mano, insulto grave. La mirada al suelo la fijaba en la excusa electrónica que establecía la
comunicación lejana. Lo remoto sellaba la única noticia posible. La distancia marcaba la cercanía. Vivía el encierro acalorado, en un horno frío. El trayecto de la rutina lo encauzaba la reclusión solitaria entre matorrales sombríos.

Me absorbía el horizonte sinfín de la estepa desolada, más vasto que el mar. Un nuevo soplo (ijiyu) en neblina le inspiró aliento a la coraza que lo recubría. Me sentía recubierto de una doble envoltura. Arropado e irreconocible. No sólo en cuerpo vivo —MAL-eta del viento iniciático— sino en el vestido y trasporte diario que lo movilizaban. Quizás el azar en rima diluía lo dispar. Insinuaba consonancias de sentido por la identidad de sonido. El microbús era mi segunda MAL-eta, pensé. Tal vez la tercera, luego de la ropa y el Mall, el sustituto de mi afición caminante, a camino trazado de antemano. No lo sabía, aun si reconocía la falta de enlace entre los varios Malls —MAL-etas a tamaño diverso— y el Mal (Evil) que me encerraba en lo material. Cuerpo-ropa-microbús-Mall, Las MAL-etas de mi atavío.

El ideal era dormir o callar. Pasar del ensueño a montaña rapada hacia el silencio en barrancos resecos. Las estrías de la memoria alzaban el lomerío del olvido. Apenas reverdecía en pasto por el interés de la acacia, arbusto espinoso en anticipo del humano. A lado contrario, la planicie empañada y mustia. El silencio del humo distante diseñaba la recepción ajena. Tan escindida de lo propio que lo ignoraban el tacto y el olfato. Junto a mí, sólo brillaba la mudez. El balbuceo indiferente había volcado en ingenio en ingeniería. La pasión artística —“la gaya ciencia”— en simple mecánica de los pasos. Cada quien debía arrinconarse en su MAL-eta y ensimismarse. Nos envolvíamos todos en papel sin regalía que declarase la vocación de isla.

Empero, por un intervalo fugaz, este día, caminaba por el arco iris florido del recuerdo. A lo mejor alucinaba al atravesar una cañada sonriente, cuyo río me declaraba el amor eterno por el color en celaje. Pese a la ausencia de sol. En su deseo ferviente, latía de habla sin idioma. Los susurros y tintes imaginaban escritos. Los glifos cíclicos se sucedían al giro perenne de las estaciones. Acaso este instante indicaba mi propia temporada. Abría un breve paréntesis que hacía de mis MAL-etas un estallido en estrella. Los verdaderos colegas —los árboles que se deshojaban sobre mi tumba— me saludaban con himnos y faroles encendidos. Al fin, alguien entonaba el réquiem de la nueva Luna. Desde entonces alimento la noche con igual obstinación que los árboles se nutren de mi cuerpo en lo hondo. Esta nueva MAL-eta me recubre de arbolario.

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