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“Con la misma piedra y con el mismo pie”. Myrna de Escobar

Por Myrna de Escobar

Vivir con el enemigo es un suicidio del cual pocos pueden escapar y para la pobre Lila era una regla de vida a la que no podía renunciar, estaban ligados por lo genes.

Su amor irracional y enfermizo transgredía todo su bienestar, como prueba de ello, sus días transcurrían en completa soledad, desanimo, ira, frustración. Había desarrollado artritis degenerativa, bipolaridad, desnutrición y demás trastornos de personalidad. Huía de todos y de todo, pasaba días enteros sin salir del cuarto o solía tomar el sol hasta quemarse la piel. Otras veces caminaba sin rumbo, hablaba sola, y hasta olvidaba para dónde se dirigía. Luego recobraba la cordura y volvía a soñar despierta, suspiraba o tarareaba una canción, se arreglaba con coquetería y se perfumaba el pelo.

Salir de la casa de sus verdugos no le había devuelto la paz ni un tan solo momento, se reservaba los tormentos vividos al lado de su hijo y pareja por considerarlo perjudicial. Protegía el honor de Diego y lo justificaba. “Es mejor que no sepas más de él, sino lo vas a odiar y yo no resistiría ese odio. Es mi hijo y no puedo permitir a otra mujer sufrir sus maltratos. — decía a Lina cuando le preguntaba por un ojo morado o un pómulo hinchado. Otras veces su piel amoratada por los golpes parecía carne oreada. Lo triste era saber qué, en su pensar, las mujeres que aman se someten a sus maridos, son mujeres fieles a su amor, sin importar nada.

La última vez que Lina habló con ella fue tras una de tantas palizas, como siempre, de madrugada. Diego llegó ebrio y la encontró tirada en medio de un gran desparpajo. Una crisis de celos la había llevado a arrojar todo al piso, destrozar el colchón y las almohadas por haber encontrado un sostén bajo su almohada. Hasta se e cortó las venas con un güiste y sangraba. Diego la sacó del cuarto a tirones y le hablo a su abuela para decirle que la llevaría a pasar unos meses con ella. Lina mostró su compasión, quiso ayudar, recogió a su amiga indignada, y le vendó las heridas. Él se encerró en el cuarto y prendió la radio, Leodan cantaba, la Lila lloraba. Luego se volvió a la pieza de al lado; su marido llegaba. Era hora de atenderlo.

Una semana más tarde llegó el camioncito de la mudanza. Lila se negaba a separarse de su Diego. Él se deshizo de ella por unas semanas, hasta que volvió a trabajar donde sus antiguos verdugos. Carecía de todo al lado de su madre, sus hermanos resentían tener que alimentar una boca más. El padre, quien una vez se quiso propasar, había abandonado a su madre en la más absoluta miseria. Ya ni el sol descendía en aquél inhóspito lugar de la quebrada, los árboles y demás arbustos ocultaban la fría casucha al fondo del abismo. Los perros de la casa habían emigrado. Un velo de telarañas servía de puerta a la sencilla morada. Lila volvió una vez al lugar del cual salió hacía más de 55 años y tropezó de nuevo con la misma piedra. Diego se acompañó y a petición de la arrendadora, dejó el cuarto. Con el tiempo volvió a alquilar otro pequeño cuarto en la zona. Su sueldo de maestro de colegio no le permitía vivir mejor. Lila, por su parte, necesitaba el dinero para ayudar a su anciana madrecita. Obtenía el doble de dinero, por su silencio, y una salida cada fin de semana, para asistir a Diego y a su nueva pareja. Lina se separó por fin de su monstruosa relación y la paz volvió al edificio de apartamentos.

FIN.

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