José M. Tojeira
En la tradición cristiana siempre se ha dicho que la conciencia es más importante que la ley. Debemos obedecer las leyes, nadie lo duda. Pero la conciencia, en caso de confrontación con la ley, tiene prioridad. A los Estados, especialmente a los autoritarios, nunca les gustó este tipo de pensamiento. En las democracias, sin embargo, la importancia de la conciencia se ha abierto camino. El caso de los objetores de conciencia que se niegan a prestar el servicio militar, se respeta cada vez más en los países democráticos. E incluso se legislan diversas formas legales para superar el enfrentamiento entre la conciencia de algunos ciudadanos y las normativas vigentes.
En El Salvador, con una tradición militarista y autoritaria en el modo de ejercer el poder político, el tema de la conciencia se deja con facilidad en el olvido. Todos recordamos la facilidad con que se obedecían, durante la guerra civil, las órdenes ilegales de matar. Todavía hoy hay gente que no tiene ninguna dificultad a la hora de matar. El caso del asesino de Chalchuapa y la facilidad con la que se le ofrece criterio de oportunidad muestra lo fácil que es negociar con la vida humana. La tendencia a obedecer al poder va con frecuencia no sólo más allá de las leyes, sino también más allá de la conciencia. Especialmente los legisladores, y salvo contadas excepciones, han sido en nuestra historia más obedientes a la voluntad del líder político de turno que a la propia conciencia. En la actualidad, la relación entre la obediencia al líder y el seguimiento de la propia conciencia se ha decantado por la obediencia absoluta. Ni siquiera se examinan leyes o incluso deseos que vengan de la cúpula del poder. El asentimiento y los aplausos sustituyen rápidamente al debate. La rapidez con la que aparecen leyes, decretos y novedades contrasta con la complejidad de los problemas existentes, que permanecen presentes y sin mayor transformación. Cambian las imágenes, las promesas, las monedas, los tweets, pero la pobreza, el miedo y las diversas formas de inseguridad continúan idénticas y sin cambio.
El ser humano siempre ha buscado el bien y la verdad. Sobre esos dos valores se construye la conciencia moral. Pero cuando el bien y la verdad se confunden con la obediencia ciega o con la imagen o la opinión exaltada del líder, la conciencia se deforma y la moralidad se pierde. Las instituciones del Estado, de diversas maneras compensatorias en una democracia, están llamadas también a buscar el bien y la verdad. Son fuente de moralidad indispensable en un Estado de derecho. Pero cuando esa búsqueda se sustituye, aunque sea parcialmente, por la voluntad del líder, se entra rápidamente en un proceso de deformación de la conciencia que daña tanto a la persona como al Estado.
Es cierto que la humanidad ha desarrollado una moralidad laica externa al poder, supervisada por la ONU, que normalmente llamamos “derechos humanos”. Pero El Salvador tiene una larga trayectoria de incumplimiento de esa moralidad. Todavía hoy cargamos con profundas deudas respecto a tanta víctima del pasado. Y todavía hoy, también, seguimos negándonos a ratificar protocolos y convenios con los que la humanidad quiere avanzar en la construcción de una moralidad cívica y estatal.
Exaltamos la ley penal, pero dejamos en el olvido, o al menos en cámara lenta, preceptos constitucionales que exigen al Estado educación y salud de calidad, bienestar económico y justicia social. E incluso en la ley penal ponemos más confianza en la dureza del castigo para los pocos que son enjuiciados, que en la lucha y trabajo en contra de una impunidad demasiado generalizada. El único camino hacia el desarrollo humano y moral se encuentra en la capacidad de mirar críticamente la realidad, tomar conciencia de nuestras responsabilidades y desarrollar la propia conciencia en armonía con el bien común y la verdad de la igual dignidad humana. La fiesta del aplauso unánime que impide el diálogo racional y el pensamiento crítico, nos deja en el mismo sitio, o incluso peor, en el que nos dejaron los “mismos de siempre”.