José M. Tojeira
Matar a gente por lo que piensa o dice, sick más allá de que me guste o me disguste lo dicho, es simplemente inhumano. En El Salvador tenemos experiencias terribles al respecto, cuando se mataba por pensar diferente, o simplemente por pensar que se pensaba diferente. Esto último se dio con frecuencia en las masacres, pensando que las mujeres, los ancianos, los adultos o los niños podían llegar un día a pensar como las fuerzas insurgentes. Tuvimos terrorismo de Estado durante nuestra guerra civil, del mismo estilo y calibre de quienes ahora han matado a los periodistas de la revista francesa Charlie Hebdo. Y todavía quedan instituciones estatales y públicas que no se han declarado contra ese tipo de terrorismo, asumiendo sus propias responsabilidades, al menos en el campo de la petición de perdón.
El crimen cometido contra la revista francesa es terrorismo puro. No tiene nada que ver con el verdadero Islam. El Corán llama sistemáticamente a Alá “el más clemente y misericordioso”. El Profeta Mahoma decía que Dios ama más que una madre. Y de la misma manera entre nosotros, el terrorismo no tenía nada que ver con la democracia, con la defensa de valores, o, mucho menos, con el espíritu cristiano, aunque muchos de los terroristas se autodenominaban cristianos con toda tranquilidad. Terrorismo es terrorismo, y tenemos que acostumbrarnos a verlo así fuera de nuestras fronteras y dentro de las mismas. Sabiendo además que al ser el terrorismo violencia en grado sumo, engendra violencia de un modo sistemático. El hecho de que en nuestras cárceles en la actualidad tengamos casi tres veces más asesinos que ladrones, muestra un problema cultural grave, en el que sin duda ha tenido incidencia el hecho de valorar tan poco la vida humana a lo largo de la guerra. Y decimos un problema cultural porque nunca quisimos asumir con seriedad nuestro propio pasado, o incluso documentos como el redactado por la Comisión de la Verdad, que nos ofrecía la posibilidad de construir desde él una verdadera reconciliación que no fuera la del perdón y olvido. Gente como Monseñor Rivera, María Julia Hernández, Marianella García Villa y otras personas que defendieron con una enorme valentía la vida de las víctimas de la represión, permanecen hoy olvidadas, mientras se siguen coreando nombres de personas que participaron activamente en masacres o magnicidios. E incluso alguno de éstos se les quiere dedicar una calle, sustituyendo a un santo popularmente venerado por un asesino. ¿Cómo no pensar en María Julia Hernández o en Marianela García Villa antes que en un in citador del odio y la muerte? Pero parece que para ciertos sectores el olvido debería envolver también a las personas que con mayor dignidad defendieron a las víctimas en aquellos difíciles momentos.
Víctima del terrorismo fue también monseñor Romero. Y afortunadamente es de los grandes símbolos que nos quedan para impulsar una cultura de paz en el país. Porque el terrorismo no se combate sólo con las armas, sino, sobre todo, con valores democráticos así como con los verdaderos valores religiosos. Tanto nuestras democracias como nuestras denominaciones religiosas deben profundizar cada día más en sus valores y aportarlos a la convivencia para construir una nueva cultura. Sabiendo además que la paz no se construye sólo con palabras ni promesas, como las que abundan irresponsablemente en tiempo de elecciones. Si el amor consiste más en obras que en palabras, no hay duda que los grandes pasos para crear en El Salvador un modelo de convivencia distinto pasan por una mayor inversión en la gente. Una democracia que da sustancialmente más derechos educativos o de salud a un sector de la población, mientras margina a otros, no construye cultura de paz. Como no se construye cultura de paz con esa absurda ley de salario mínimo que, a parte de su “minimez” económica exagerada, cada vez que hay un ligero aumento, aumenta también la diferencia entre el salario del campo y el de la ciudad. “Divide y vencerás” era uno de los lemas de los combatientes antiguos, muchos de ellos amigos del terror para ganar sus batallas. Y ese mismo lema parecen mantenerlo quienes desde posiciones de comodidad dividen a nuestros trabajadores con la ley mencionada, en obreros con alguna ventaja y obreros en total desventaja.
El terrorismo no tiene justificación posible, ni teórica ni mucho menos religiosa o moral. Pero lo fabrican demasiadas veces las sociedades que marginan, explotan o maltratan a sus ciudadanos, a las minorías o a los migrantes. Otras veces son los mismos privilegiados los que recurren al terrorismo para dominar pueblos o grupos sociales. El fanatismo religioso o ideológico tiende también con frecuencia reaccionar violentamente frente a quien considera enemigo y puede también caer en el terrorismo. Condenar el terrorismo sin paliativos, venga de donde venga, y simultáneamente revisar las posibles causas son dos tareas indispensable para frenarlo. Y esto vale tanto para el primer mundo como para este mundo pequeño nuestro, que aunque ha superado el terrorismo de la guerra, sigue sufriendo las secuelas de una cultura y una estructura social violenta que no hemos enfrentado adecuadamente hasta el presente. Justicia social, relaciones internacionales sin rasgos imperiales, diálogo interreligioso, solidaridad absoluta con las víctimas del terrorismo son los únicos caminos para vencer una plaga que de muy diversas maneras nos sigue amenazando.