Luis Armando González
Recién acabo de terminar de leer el libro de Violet Moller, titulado La ruta del conocimiento. La historia de cómo se perdieron y redescubrieron las ideas del mundo clásico (Madrid, Taurus, 2019), libro ciertamente estupendo por el tema que aborda y por el estilo narrativo de la autora. Uno de sus temas centrales es el papel jugado por los eruditos, estudiosos y dirigentes árabes en la conservación, traducción y transmisión de la tradición intelectual –especialmente científica— del mundo clásico (elaborado en la Grecia de los siglos V, IV, III y II, antes de nuestra era común, y en los siglos I-II-II-IV y V, después de nuestra era común) a las generaciones que en la baja Edad Media prepararon las condiciones para la llegada del Renacimiento y las transformaciones culturales subsiguientes. Sin las traducciones árabes de textos de Aristóteles, Euclides, Hipócrates, Ptolomeo y Galeno –entre otros— la cultura científica e intelectual hubiera perdido muchos de los soportes conceptuales y analíticos que, a partir del Renacimiento, se convirtieron en el punto de arranque de la ciencia moderna.
En estas líneas me quiero referir a otro de los temas recurrentes en la obra de Violet Moller: la fragua y transmisión, vía traducción del legado clásico, de los conocimientos y los tratamientos médicos. Y es que, en ese legado, que encuentra en Hipócrates (muerto en 371 a.C.) y Galeno (130 d. C-210 d. C) una base imprescindible, pero que se enriquece con aportes decisivos como los de Avicena (980 d. C-1037 d. C.), se establecen algunos de los principios para la comprensión de la salud y la enfermedad que, cuando son olvidados –y lo son frecuentemente— se traducen en malestar y sufrimientos en los seres humanos.
Uno de estos principios es la vulnerabilidad del cuerpo ante agentes patógenos (que comenzaron a ser investigados en los tiempos clásicos, luego lo fueron por los médicos árabes y la tradición continuó en la medicina renacentista, y llega hasta el día de ahora), que amenazan permanentemente a los cuerpos humanos. Ahora se conocen con bastante exactitud bastantes de esos agentes, pero queda un mar de desconocimiento acerca de cómo operan, mutan y se reproducen millones de ellos. Se sabe que lo seguirán haciendo no por maldad o encono hacia los seres humanos, sino por la dinámica química y biológica que gobierna sus procesos internos reproductivos.
Entonces, de lo que se trata es de hacer menos vulnerables a los cuerpos humanos, siendo este otro de los grandes principios establecidos por la medicina clásica. Ya en aquellos tiempos se hizo claro que la salud corporal, entendida como una condición de fortaleza física y mental –es decir, de bienestar integral—, era una clave para reducir la vulnerabilidad del cuerpo ante la enfermedad. Aspectos esenciales para alcanzar una condición de salud corporal son el deporte, el descanso, la alimentación balanceada, las ocupaciones creativas y la reducción de los agobios, los temores y el pánico. Mente sana en cuerpo sano: esta era (y es) la clave para encarar las enfermedades. Ahora bien, la salud mental y corporal es algo a ser cultivado para resistir mejor las amenazas de los agentes patógenos, no para eliminar esas amenazas ni para impedir que en algún momento de nuestras vidas la entropía imponga sus fueros.
Los autores clásicos, lo mismo que quienes construyeron la historia de la medicina posterior –como lo relata Violet Moller—, no tenían optimismo alguno acerca de la presencia permanente de la enfermedad en la vida humana. De hecho, vivieron tiempos de terribles pestes y también de visiones apocalípticas. De ahí sus esfuerzos por identificar, con los pocos recursos que tenían a su disposición, los factores que causaban enfermedad, dolencias y sufrimiento en el cuerpo y la mente de las personas. Se hizo claro desde aquellos tiempos de que cuerpos débiles, mal alimentados y cansados –no saludables— eran más vulnerables que otros a determinados agentes patógenos, y sólo eso: cuerpos saludables resistían mejor los tratamientos encaminados a atacar a esos agentes una vez que los mismos habían sido contagiados por determinado agente patógeno.
Hay algo, pues, que se sabe desde hace un buen tiempo, y que poco se ha practicado y practica: que la condición de salud debe ser cultivada como la mejor resistencia para las amenazas permanentes e inevitables de agentes patógenos que, sin tener como finalidad afectar a los humanos, terminan causándoles daños irreparables cuando éstos no tienen las mejores condiciones de fortaleza, alimentación y bienestar.
Los virus y las bacterias han acompañado la vida del ser humano desde que este comenzó su andadura en la tierra hace unos 150 mil años. Son sobrevivientes de los inicios de la vida en la tierra y no es realista pensar en exorcizar su influencia en las personas y en otros seres vivos (y entre ellos mismos). Más bien, hay que posicionar, en la agenda de los Estados y los sistemas de salud –y también en los círculos empresariales— la importancia de contar con poblaciones sanas, fuertes, bien alimentadas, no sometidas a presiones laborales o financieras innecesarias, y optimistas, aunque con realismo, acerca de las posibilidades y capacidades humanas.
El deporte, las caminatas, el descanso oportuno, la comida balanceada, la lectura, las actividades creativas –música, poesía, danza, teatro— son la mejor fórmula para tener cuerpos sanos en mentes sanas, como lo enseñaron los sabios griegos, romanos y árabes. Esa es la mejor fórmula para hacerle frente a los factores causantes de enfermedad, no para eliminarlos, sino para disminuir o inhibir sus impactos más perniciosos. Para quienes tienen preocupaciones estrictamente económicas: deberían saber que poblaciones débiles, mal alimentadas, poco saludables y asoladas por la enfermedad son el peor factor de producción con el que se pueda contar. Y este razonamiento aplica, más allá del Coronavirus, para las mil y una amenazas que se acechan la salud humana ahora mismo, y lo seguirán haciendo en el futuro.
En fin, esa la lección que ha podido obtener del libro de esta inteligente mujer Violet Muller. Ella se suma a mi particular galería de mujeres intelectuales brillantes, entre las cuales destacan Marie Curie y su hija Iréne Jolit-Curie, Lisa Randall y Mary Beard.