Eduardo Badía Serra,
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
He escuchado en estos últimos días del año recién finalizado, hablar de los nuevos propósitos para el que comienza. Estos propósitos son múltiples y variados, y los hay para las personas en su carácter de individuo, como para las colectividades, el país por ejemplo. Se espera inexcusablemente lo mejor para el país, tanto en su desarrollo económico, como en lo social, lo educativo y lo cultural. Uno de los propósitos que no suele faltar en los albores de todo año nuevo es el de los valores. Todos deseamos “recuperar nuestros valores”, que estos se enseñen en la escuela y se practiquen en la sociedad, que volvamos por los valores eternos, el amor, la solidaridad, el bien común, la fraternidad, la justicia, etc. Quisiera entonces, aprovechando este momento de exaltación de los valores, y de tan buenos deseos, hablar particularmente de lo que se conoció como la “reforma moral” de Confucio, expresada ya hace más de ocho siglos por este gran pensador chino. Creo que esta reforma podría ayudar a meditar mejor sobre eso que deseamos tanto recuperar, y que sólo débilmente solemos expresar en nuestra cotidianidad.
La agitación interna que sufrían los pueblos chinos debido a su dispersa situación política y social, y que se prolongó entre los siglos XII y III a.C., hizo que surgieran esfuerzos unificadores, sobre todo bajo el emperador Ch’in, (221 a.C.), y promovió el conocimiento y la difusión del pensamiento de grandes sabios, particularmente de Confucio, (551-479 a.C.), Mo Tsé, (479-438 a.C.) y Mencio, (370-290 a.C.). Para estos esfuerzos unificadores, la reforma de la sociedad por medio de la educación y el desarrollo moral fue fundamental, y ello había sido la característica principal del pensamiento de estos hombres, y además, de Lao Tsé, el famoso autor del Tao Te-Ching.
En opinión de Confucio, la reforma que se requería era fundamentalmente de naturaleza moral. La estabilidad y la armonía de la sociedad, tanto en la familia como en un grupo mayor, dependía de las cualidades morales de los individuos que formaban la sociedad en cuestión. Confucio apreciaba la tradición y el respeto a las costumbres y ritos antiguos, y pensaba en términos de la estructura jerárquica de la sociedad feudal. Para él, la familia era la sociedad básica, y el Estado ideal era precisamente la familia. Pero la posibilidad de una reforma moral y educativa de la población partía de la aceptación de dos supuestos: En primer lugar, reconocer que el hombre es bueno por naturaleza, nace con la necesaria capacidad para distinguir entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, y tiene inclinación natural hacia la virtud, aunque también el hombre podía volverse malo, y para evitar eso había que educarle en el cultivo del bien y de la virtud; en segundo lugar, aceptar que los criterios morales no son puramente convencionales sino que son reconocidos por el hombre y no producidos por él. De hecho, las normas y valores éticos tenían para Confucio una base metafísica, emanaban del cielo, de un señor supremo universal, aunque no de seres espirituales o espíritus de los antepasados o de vidas después de la muerte. Confucio, “después de aceptar los ideales morales tradicionales, los puso en el universo y posteriormente los tomó del cielo”. El hombre es, pues, moralmente bueno, y la sociedad bien organizada y el hombre se encontraban siempre en armonía con el universo y con el cielo. Para el confucionismo privaba la idea de que hay que hacer lo correcto simplemente porque es lo correcto, practicar la benevolencia o el amor sin un sentido utilitario, buscar el beneficio general como forma de lograr el particular. “Ama y serás amado; haz daño a lo demás y los demás te harán daño a ti”. “Erra intensamente el que condena sin vacilar; pero erra aún más intensamente el que vacila en perdonar”. Consejos lapidarios, frases inigualables que contienen un alto sentido moral. Confucio fue muy especial en cuanto a expresar sus ideas bellamente.
El confucionismo ha vuelto ahora para constituirse en una especie de filosofía de Estado en China, aunque esto no es la primera vez que sucede. Ya en el año 136 a.C. el emperador Wu de la dinastía Hau le confirió tal estatus, con lo cual se convirtió, con algunos cambios y modificaciones, en la base de las tradiciones sociales de ese enorme pueblo; en el siglo IX, Han Yu, de la dinastía T’ang, por su parte, reafirmó el confucionismo como filosofía oficial del Estado; y el neoconfucionismo se manifestó con fuerza incluso hasta los períodos Ming y Manchú, (1619-1692). Ahora de nuevo, esa Nación retoma las ideas morales y los valores del confucionismo y los coloca a la base de una inmensa y masiva campaña de educación cívica que busca el retorno a las ideas tradicionales.
Se trata de ocho mandamientos dados a conocer oficialmente con el propósito de reinspirar a una sociedad que ha transformado a ritmo vertiginoso los valores éticos tradicionales de las enseñanzas confucionistas. El impresionante crecimiento de la economía china con las reformas del libre mercado introducidas progresivamente a partir del fin de la era maoísta ha traído consigo los beneficios de una mayor riqueza, pero también los males del egoísmo y la corrupción. Los ocho mandamientos que se están oficializando son los siguientes: Ama, no dañes a tu patria; sirve a la gente, no la abandones; defiende la ciencia, no seas ignorante; trabaja duro, no seas perezoso y no odies el trabajo; mantente unido y ayuda a los otros, no te beneficies a costa de los demás; sé honesto y digno de confianza, no busques los beneficios a costa de tus valores; sé disciplinado y cumplidor de la ley, en lugar de caótico y sin leyes; y conoce la vida sencilla y las dificultades, no te sumes a los lujos y a los placeres.
Como puede verse, la forma en que están redactados dichos mandamientos permite identificar los valores que promueven y sus respectivos contravalores. Así se identifican como valores, (y señalo entre paréntesis el respectivo contravalor), los siguientes: El amor, (el desamor); el servir, (el egoísmo); la verdad, el saber, (la mentira, la ignorancia); el trabajo, (el ocio); la solidaridad, (la insolidaridad); la honestidad, la dignidad, ( la deshonestidad, la indignidad); la disciplina, el respeto a la ley, (la indisciplina, el irrespeto a la ley); y la sencillez, (la soberbia, el orgullo).
No es difícil advertir que estos mandamientos son compatibles por naciones y sociedades de diferentes culturas, y son comunes a muchas filosofías. Ello les afirma su sentido de universalidad y de atemporalidad. Buscan, en este momento, “insuflar un poco de ética en una sociedad en la que el culto al dinero se ha convertido en religión, y los sobornos y la corrupción en un factor más de los negocios”. Es importante reconocer cómo ese Estado reacciona ante las desviaciones que el desarrollo económico va produciendo en su propia cultura, sus efectos sobre las tradiciones, sobre el comportamiento, sobre la forma de ver la vida, sobre el idioma incluso. Pueblos milenarios esos que saben leer los signos de los tiempos y apuntar de tales lecturas su futuro, con visión de eternidad, visión que sólo puede darla la cultura, porque, como debe reconocerse de la lectura de la historia, “los pueblos ricos, antes de ser ricos, fueron cultos”. Lo contrario no se presenta en la realidad.
Sería un buen propósito para nosotros en este nuevo año reconocer la validez de los mandamientos de Confucio, y llevarlos a la práctica. No es necesario decir que son actuales, y que por lo tanto se aplican a nuestra realidad.
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