René Martínez Pineda *
No puede ser y sin embargo lo es. Esta ciudad es de mentira, es una ilusión, pero es la vecindad donde habito, donde pernocto, donde me engaño hasta el suicidio gramatical, sin duda alguna. Deambular descalzo y distraído por el centro histórico de la ciudad y sus arqueológicas ruinas que carecen de la historia contada, un sábado sin sabatistas, siempre convoca a los fantasmas errados… y entonces se confunde todo en el imaginario para no morir de impotencia o de hastío medieval y eso nos lleva a confundir los días y las palabras y los hechos y las cosas con sus antónimos fenoménicos, pues se lían en una ilógica lógica del descubrimiento que no llega a ningún lado.
Esta tarde, por ejemplo, confundí una sonrisa pura con una caricia carnal que podría causar algún daño o efecto secundario irreversible en los glóbulos blancos de la cordura; confundí el beso sublime que el mendigo planta con agonía en la mejilla izquierda de los peatones, con el rasgar de uñas y dientes y gritos clavados en la espalda… esta tarde de hojarascas escrupulosas que me tapan la boca, confundí el cariño cierto con el orgasmo abierto, copioso y desenfrenado; la despedida final de la muerte, con la promesa del regreso de la tormenta tropical en las campiñas del pecho a flor de piel; confundí el palco de las ilusiones pueriles de la ópera de París que se ejecuta sin fantasma, con el escenario de la realidad real de los hombres blancos y amarillos y rojos que purgan el pecado de la amnesia; confundí el gesto amable y sin morbo de la Caperucita Roja, con la lujuria premonitoria del hombre-lobo…
Esta tarde de pronósticos médicos reservados con cautela, y sin invocar razones locas ni locuras cuerdas, los ojos se me han puesto azules de venérea vergüenza, como si vinieran de mirar pasillos legislativos; el alma me ha sudado a cántaros como perro callejero en el asfalto del mediodía, como si la pobre viniera de combatir, a muerte y desarmada, contra los alacranes verdes del intencional olvido o se hubiera ahorcado hasta el agotamiento irreversible con los caracoles blancos y surrealistas que la nicotina dibuja en el territorio en negro de la habitación de paso, solitaria y secreta, de la fugaz inspiración renacentista que, con la artritis de la escasa inteligencia, inventa constelaciones y dragones voladores; como si la pobre viniera de escalar a uña limpia la tetera del diablo desde su fondo mismo.
Pero todo ha vuelto al lugar donde debe estar. Acá y allá. La lujuria acá cerca para que no se desboque donde no debe ni con la persona equivocada; lo sublime y lo bello del otro lado; las muchachas lindas allá lejos, fuera del alcance de las manos irreverentes; los monstruos grotescos acá cerca para que no asusten a las utopías; los cigarros en el colectivo de las dudas y las deudas de besos; los pies lindos en la privacidad de la certeza; las pastillas contra el insomnio; el jarabe para curar la tos de los malos pensamientos; los barquitos de papel que transportan las buenas nuevas de la insurrección de las almas; los libros usados que hablan de las mil y una noches de la guerra civil; el gallo mañanero que se levanta tarde; todo ha quedado allá y acá, cada cosa en su lugar predestinado y esta tarde no sé si me deseaban con lujuria indecible o si amistosamente la ciudad sólo quería toparse conmigo en el limbo de cuatro paredes somnolientas y ardientes que le dan territorialidad.
En el escritorio ordenado caóticamente de norte a sur: un libro de sociología habla de realidades ignoradas y escuadroneros de la muerte que se han hecho políticos de profesión; el diario de hoy con los muertos de mañana dice paz; la sala de lo constitucional ataca de nuevo; Messi se retira de la selección porque ya es mucho joder y el fútbol se pone triste; los diputados sin instrucción notoria ganan como si fuesen premios Nobel; y el salario mínimo se incrementó en diez centavos al año, antes de los respectivos descuentos.
Una cortina de humo abraza a la ciudad en la vecindad del país; la bella durmiente vuelve a su cama de terciopelo; un indigente y feo poeta tiembla de frío en la esquina de la muerte. Ella –la innombrable utopía en la sociedad de la hipocresía- entra y sale de mi pecho cuando quiere y lo desea sin pedir permiso; sube por la escalera de mis costillas a su antojo como un campanero que quiere despertar a las estrellas que han quedado detenidas en el tiempo mientras el otoño llega y le escribe coartadas antes de que sea traicionado o denunciado por la primavera que condena a las hojas marchitas.
En la mesa, el café trata de seducir a la leche tibia aunque sabe que no lo logrará porque los gustos son dispares. En la ventana sin rostro y sin rastros, la hojarasca de unos gatos en brama amenazan con tomarse por asalto mi biblioteca donde oculto las metáforas y los códigos ocultos más tontos e inocuos que, por dura y pura ignorancia, creen ser los miles de duendes enamorados que deambulan por una sutil y curvilínea cartografía humana en la que ríen, beben, comen, sueñan, hacen el amor, corren, dibujan, cogen y juegan para sentirse en casa.
Entonces, las dudas, sin duda, no caben: esta ciudad, estas calles donde me confundo y confundo las cosas y las palabras y los hechos son mi casa entrañable; estas vecindades donde millones de inquilinos se aburren de pobreza y tienen pesadillas de movilidad social y ataques de nervios son mi casa, y no importa si en ellas me confundo y confundo todo a discreción. Esta es mi casa. Todos los perros callejeros y los campanarios de mártires pasan frente a ella por la mañana. Pero a esta que es mi casa la azotan a diario los rayos cancerígenos del vendedor de minutas que escribe la historia sin conocerla ni haber sido parte de ella; la hacen vibrar los dicterios de la vendedora de moronga que manipula a su antojo la ingenuidad ajena… y un día se va a partir en diez pedazos si la dejan sola, y yo no sabré dónde cobijarme ni dónde confundir las cosas y las palabras porque todas las puertas darán afuera de la conciencia.
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales