Myrna de Escobar
Solo, abandonado en el patio polvoriento de una casa lo divisaba cada mañana mientras me dirigía al parque. Vive en su pequeño mundo rodeado de pavos, patos y gallinas. Viste de traje celeste con manchas oscuras. Tiene extremidades finas y su cuerpo estilizado por la pobreza se asemeja al de un enorme pescado seco. La mirada triste, curiosa y esquiva contrasta con su porte altivo y arrogante. Saluda con grave acento y husmea a todos sin pretender recordar rostros. Es lo más parecido a un Dálmata, pero en versión celeste.
Anoche lo encontré camino a casa, iba erguido, saboreando como todos está libertad que hoy vivimos. Contemplaba fascinado la sombra de su silueta en el pavimento. De movimientos sobrios, pero elegantes, con su collar de luces caminaba el ahora célebre can al lado de una joven.
Lo reconocí al instante, su flaco costado mostraba sus vértebras. Parecía recién bañado. Pregunté si era el mismo al cual siempre he admirado camino al parque, su nombre y su raza.
— Es una mezcla de Gran Danés— dijo la joven. Él alzó la mirada y sostuvo la mía con orgullo, luego prosiguió jugando con su sombra bajo una radiante luna llena. Le lance un piropo, pero no fue de su agrado. Ella lo llamó: ”Rodolfo” y eso sí le encantó.
Con la luna como testigo, proseguimos el camino. Las estrellas parpadeaban a mi paso. Me miró como si me recordará al fin. Yo vi en sus ojos brillosos refugiarse las estrellas. Él sonrió y movió su esquelética colita.
Al llegar a casa, comenté a mi vecina:
—Acabo de conocer a Rodolfo— Para mi sorpresa, ella respondió:
—el perro flaco del vecindario.
— No, el Gran Danés de la cuadra. — Ella, al instante añadió:
—!Ese si es un perro!