JOSÉ ROBERTO RAMÍREZ
Escritor
Él sabía ya de esta sensación. La reconoció desde el primer instante con la misma rapidez que sus manos fueron embargadas por una remota ola fría, ambulance y su antiguo corazón de criatura antediluviana, por una galopante e incontrolada palpitación. Parecía que era una ironía de la vida. Cómo podía imaginar que de forma impredecible, a este nivel de su adultez, cayera como una presa incauta en las redes de una sensación lejana, casi olvidada, obsoleta, pero con la misma intensidad de agrado y la misma emoción de inexperiencia vivida en su prehistórica adolescencia.
Todo el proceso de conocerla a ella había sido lento e inadvertido. Siempre la había visto como una mujer elegante y bonita, pero muy distante e imposible, y nunca jamás la había concebido como una persona tierna, ni mucho menos sensible, como para poder creerse capaz de captarle, aunque sea un instante, su atención. Así es que ahora, tenerla frente a él era todo un milagro, una coincidencia casualmente divina y literaria que los había dejado indefensos con una confianza infantil, única e inverosímil, solo propia de niños juguetones recién conocidos.
Quién diría que un pequeño libro de poemas de Neruda, escrito hace muchísimo tiempo, tuviera la energía y la magia tan fresca para descubrir y emocionar personas, como lo hizo -sin dudas- hace más de cincuenta y tantos años… Y hoy, esto había sucedido. Él, considerado a sí mismo como un tímido e iluso soñador de poeta, lector aficionado y engañado con su tendencia a escribir, tenía casualmente en su escritorio ese pequeño libro, cuando ella llegó. Ella no pudo contener la emoción que le proporcionó el libro en el escritorio, y él no pudo contener el regocijo que le proporcionó el tener frente a su escritorio una atractiva mujer que se emocionara –como muy pocas en la actualidad-, ante a un libro de poesía. Hablaron del libro, del autor, de poesía y el rostro se les iluminó a ambos sin poder ocultarlo. Le confesó -con timidez-, que él escribía, y obviamente sintiéndose microscópico a la par de Neruda, se armó de valor y le leyó un corto y recién escrito poema.
Fue así como ella, con la sensibilidad de niña soñadora, sus ojos suspendidos de emoción, su voz y sus maneras suaves y melodiosa, fueron las espadas de agudo filo que lo atacaron a él, perforando súbitamente su tímpano con notas musicales que le estremecieron las paredes de su cabeza, como un inolvidable talan de campana de iglesia gótica impreso en la misma partitura, que sin darse cuenta, a ambos los estaba envolviendo; produciéndole inmediatamente una atracción repentina y una agitación desmedida por verla nuevamente…
Así es que el día que se dirigía a encontrarse con ella, como lo habían acordado, se había sentido inquieto, nervioso y su boca parecía una árida caverna, donde la ansiedad lo oscurecía todo. Pero esta sintomatología era normal, principalmente si la consideramos producto de la curiosidad innata de los humanos. Lo que de verdad era anormal – y él lo sabía- , es que reaccionara como un adolescente atolondrado y que tuviera que hacer gran esfuerzo para levantarse de ese estado febril en el que recién había caído.
Reaccionando por inclinación hormonal, se aprovechó del clásico mito social para saludarse, y osadamente sus instintivos labios rompieron el telón de la distancia hasta llegar a su mejilla. Acto que fue completado con éxito, gracias a la bondadosa complicidad con que ella expuso su rostro. Sus manos, un poco más controladas, sujetaron la de ella y se extravió por unos segundos en medio de los puntos cardinales de su rostro resonante. Por un momento sintió un leve golpe tibio, que le hizo traer a la memoria una cita de las Sagradas Escrituras. Fue un hálito revelador, como para ver más de cerca y entender de manera más personificada la poesía del rey Salomón. Recordó del Cantar de los Cantares… y ganas no le faltaron para musitárselo al oído: “Hermosas son tus mejillas entre los pendientes, (…)”
Pero ahora ahí estaban, frente a frente, como piezas irremediables de ajedrez al fin en directa confrontación, como una desconocida conjunción planetaria apresuradamente improvisada. Parecía que todo era una casualidad o algún designio aún no descifrado en el corto tiempo en que sus pupilas penetraron mutuamente, con la única intención de satisfacer la intriga germinada en el deseo por reencontrarse.
Él no imaginaba con certeza el nerviosismo de ella. De hecho, ella irradiaba una plena seguridad y una elegancia definida, que lo inquietaba y le hacía sentir que su propio corazón era un enemigo ruidoso y delator encerrado en su pecho. No había nada que pudiera percibir con sus pupilas dilatadas, sino solo la incertidumbre del momento. Así que por segundos guardaba silencio para poder apreciar y almacenar en su quimérica memoria sus luminosos ojos y su radiante estampa; y cuánto habría disfrutado el proceso, si no hubiera sido porque de repente lo atrapó esa adolescente inseguridad de sentirse extraño, otro, apenas conocido y sobre todo, expuesto a ser evaluado bajo la óptica de la apariencia estética, de la semblanza física. En perder la partida, que según su teoría, consiste en usurpar la mitad más uno de los cinco sentidos para considerarse aceptado por una mujer. Pero en ese instante, de manera simultánea, reconoció que toda ella también estaba expuesta a los ojos de pájaro asustado de él. Entonces, con un poco más de tranquilidad en sí mismo, confirmó algo ya sospechado: El rostro de ella, el porte, su piel, la sonrisa y esa inquieta pupila, fueron para él cualidades tan llenas de clamor, tan armoniosas y tan súbitamente atractivas e idénticas a la sensibilidad que percibió el mismo día que ella no pudo contener la emoción que le proporcionó el libro de Neruda en el escritorio. Se sintió atraído hacia ella física y espiritualmente como nunca. Fue el mismo efecto embriagador desde que la vio por vez primera, esto hace más de siete años, pero que hoy se convertía en un efecto real, visual, auditivo, palpable y con consecuencias narcóticas incluidas también, y que ya no podían pasarse inadvertidas.
Hablaron como queriendo no dejar al descubierto sus propias historias, pero en el fondo como queriendo agigantar y perpetuar el breve tiempo de conocerse, como queriendo abonar con urgencia clínica las menudas palabras, para que instantáneamente se convirtieran en lirios monumentales inundando el espíritu; pero fue el mismo tiempo quien se transformó en un silenciador forzoso y depredador que acabó –sin que ellos se dieran cuenta-, con las palabras… Y en su estremecido interior, él se quejó: “¡Ah tiempo, cómo arrasas cuanto los momentos son agradables!”
Ella se bajó del automóvil y se alejó… Él recorrió su cuerpo con una mirada minuciosa, lenta, desde su cabellera oscura hasta bajar con placentera solemnidad por sus torneadas pantorrillas. El insinuador beso de despedida en la mejilla y el acuerdo definido de volverse a ver lo lanzaron al vacío y al abismo atormentador de la inspiración. Él inició la marcha manejando por inercia, con la automática costumbre de hacer las cosas sencillamente porque siempre se han hecho; pero en realidad venía distraído, endeble, distante de la realidad, y con una petrificada incertidumbre y la carga candente de versos apilados, en desorden y golpeándole insistentemente el fondo de su corazón:
Yo empezaría / desnudándole y amándole los pies / Recitándole perversidades antiguas al oído / Abocándola inmisericorde / al pozo infinito de la poesía… / Ah mujer de laurel / …perceptible de fábulas y cuentos…
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