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Conocimiento e independencia

José M. Tojeira
José M. Tojeira

José M. Tojeira

Con una semana exacta de diferencia se celebra el día mundial de la alfabetización y nuestro día de la independencia. Cuando nos independizamos la mayoría de nuestra población era analfabeta. Hoy, ailment troche prácticamente vencida esa plaga, conservamos sin embargo un rezago educativo que hace que nuestra independencia tenga severas limitaciones. Independientes somos, pero no podemos ni siquiera mantener a nuestra propia población. No es casualidad que una cuarta parte de nuestros connacionales viva fuera de nuestras fronteras y que el desangre de la migración continúe, incluso con niños injustamente detenidos en una especie de cárcel en Estados Unidos.

Cuando celebramos con alegría nuestras fiestas de la independencia rara vez pensamos en la profunda relación que existe entre educación y libertad. Y decimos libertad, porque esa fue la palabra clave que repetían nuestros próceres al buscar la independencia. No hay independencia sin libertad, y no hay profundización en la independencia si no se profundiza en la libertad. Pero no en la libertad de los ricos, del comercio o del dinero, sino en aquella libertad personal y colectiva que permite a cada uno de los ciudadanos desarrollar al máximo sus capacidades. Cada uno de nosotros nacemos con capacidades. Desarrollarlas es tarea vital y que da sentido a la propia vida. Sin embargo, muchas de esas capacidades humanas quedan en nuestros países centroamericanos frustradas, disminuidas o simplemente eliminadas por la pobreza, la violencia, la debilidad de las instituciones, la ausencia de redes adecuadas de protección social.

En el desarrollo de capacidades pesa enormemente la educación. Y es ahí donde debemos relacionar educación y libertad, educación e independencia. Si la independencia tiene sentido es precisamente porque se supone que aumenta la libertad de las personas. El diccionario de nuestra lengua define la independencia como la libertad sobre todo de los Estados. Pero esa libertad no tendría sentido si los ciudadanos de los estados independientes no gozaran de libertad. Y hoy, en este mundo globalizado que gusta decir que vive en la era del conocimiento, la educación se ha vuelto indispensable en la mayoría de los casos para el disfrute de esa libertad de opciones en la vida que permite el desarrollo pleno de las propias capacidades. Un niño puede venir al mundo con una extraordinaria inteligencia. Pero si esa misma inteligencia no se cultiva con la educación, el desarrollo de sus capacidades quedará normalmente muy limitado. Hay estudios, tanto en El Salvador como en otros países, que relacionan los niveles educativos y la situación económica. Y muestran que cuanto mayor es el nivel educativo desciende sustantivamente el nivel de pobreza de la gente

En ese sentido la independencia debíamos celebrarla evaluando al mismo tiempo nuestro propio sistema educativo. Un sistema que al terminar la guerra civil dio el salto a la universalización del sexto grado de educación primaria, pero que se ha estancado en el bachillerato, al graduar solamente al 40% de la población en edad de terminarlo. Y que todavía tiene serias deficiencias en la educación preescolar, básica en una etapa de configuración de la inteligencia humana. La calidad educativa, al mismo tiempo, es baja. Y lo que es peor, muy poco equitativa. La diferencia entre algunos bachilleratos urbanos de colegios privados y la mayoría de los bachilleratos públicos rurales es exagerada y por tanto gravemente injusta. El mundo universitario, si bien ha crecido bastante en los últimos 50 años, se mantiene todavía como un mundo muy elitista, si tenemos en cuenta que sólo el ocho por ciento de la población entre veinte y treinta años termina una licenciatura o equivalente.

La fiesta de la independencia debería recordarnos que estamos en tiempo de decisiones ambiciosas. No se puede hablar de independencia en cuanto florecimiento y aumento de libertad y desarrollo de las personas si nuestro sistema educativo margina a una parte de nuestra población. La necesidad de aportar recursos, o incluso crear un impuesto educativo que posibilite la universalización del bachillerato en sus diversas modalidades académicas y técnicas es una necesidad urgente. Dicha universalización no solo ayudará al desarrollo, sino también a la paz social, a la capacidad laboral de nuestros jóvenes, a la productividad y sobre todo a la satisfacción de las personas, con muchas más oportunidades y posibilidades de desarrollar sus propias capacidades. Tenemos un buen ministro de educación, experto en mejorar la calidad de los estudios y aprovechar los talentos de los jóvenes. Y tenemos sobre todo el deber moral de expresar nuestra solidaridad contribuyendo al desarrollo de todos, a la eliminación de la pobreza, y a la convivencia pacífica. La educación es un claro camino hacia esos fines. Pero hay que invertir en ella.   

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