Luis Armando González1
Máxima: Que tenga derecho a una opinión no la hace cierta
Máxima: Creer y propagar algo falso no es un derecho, es un fraude
D. R. Altschuler
I
En las sociedades contemporáneas las encuestas de opinión pública llegaron para quedarse. Desde que hicieron su irrupción, en las primeras décadas del siglo XX, como instrumento de investigación social -con el triple objetivo de explorar, moldear y orientar las percepciones y comportamientos de las personas- las encuestas de opinión no han dejado de estar presentes tanto en los estudios sociológicos, políticos, culturales, psicológicos e incluso económicos como en el debate sociopolítico, especialmente en coyunturas preelectorales, electorales y postelectorales. Es decir, los sondeos de opinión, desde hace un buen tiempo, dejaron de ser un recurso exclusivamente académico (esto es, acotado al ámbito científico) y pasaron a ser también un recurso de incidencia social, cultural y política. Y el tránsito de un plano al otro ha dado pie a que la realización de los mismos no este únicamente en manos de instituciones y equipos académicos, sino que otras instancias no ligadas al quehacer científico -como, por ejemplo, empresas de comunicación- se dediquen también a la exploración de las opiniones y percepciones ciudadanas utilizando la metodología y las técnicas de las encuestas de opinión.
Ahora bien, las pretensiones de cientificidad (propias de las investigaciones académicas) suelen estar presentes en los sondeos de opinión realizados por instancias no académicas; más aún estas últimas buscan legitimar su quehacer apelando a la cientificidad, que presuntamente respalda sus procedimientos y resultados. No se puede dejar de anotar que en las ciencias sociales las encuestas de opinión son un valioso instrumento para la investigación de fenómenos, que por su singularidad es difícil comprender sin ese instrumento. Nos referimos a fenómenos que involucran comportamientos humanos cuyas motivaciones o razones no se ofrecen directamente al investigador, pero que conviene tener en cuenta como factores explicativos de aquellos. Las acciones y comportamientos individuales son la expresión de motivos, creencias, convicciones, valoraciones e ideas que al ser develados contribuyen a una mejor comprensión de esas acciones y comportamientos.
Es claro que investigar esos factores supone hurgar en la subjetividad de las personas, lo cual es un terreno ciertamente resbalizo, para el cual ninguna precaución es inoportuna. De ahí que a medida que el sondeo de opinión se ha ido estableciendo en las ciencias sociales, como un instrumento de exploración de la subjetividad humana (el ámbito de las creencias, opiniones, motivaciones, razones, percepciones) se han ido afinando en primer lugar, las técnicas de elaboración y aplicación del instrumento; en segundo lugar, los criterios de interpretación de los resultados obtenidos en cada sondeo; y en tercer lugar, los requisitos de investigación social que complementen, completen o moderen los resultados obtenidos de los estudios de opinión.
En este último aspecto es claro que una encuesta de opinión recoge información que atañe a la manera cómo las personas entrevistadas ven la realidad -sus creencias, percepciones y opiniones acerca de tal o cuál asunto concerniente a la realidad- pero que no necesariamente esa visión debe ser coincidente con fenómenos reales, independientes de la subjetividad de las personas. Los aportes de otras ciencias sociales y naturales se hacen imprescindibles como marco de referencia para ponderar la distancia existente entre opiniones y percepciones de los individuos, y la realidad económica, social, política, histórica, física, química y biológica, que tiene sus propias dinámicas y leyes.
Así las cosas, en un ejercicio científico de investigación de la opinión pública lo prioritario es explorar los resortes subjetivos del comportamiento de las personas -violentos, electorales, de consumo, de convivencia cotidiana, religiosos, etc.- a partir del diseño de un instrumento (el sondeo de opinión) del cual se sabe que arrojará información –las respuestas de las personas— de carácter fuertemente subjetivo, por lo general poco coincidente con las dinámicas reales que afectan su vida. Cuando esta animado por criterios estrictamente científicos, lo prioritario en un estudio de la opinión pública es la búsqueda (exploración) de factores explicativos que permitan la comprensión más razonable de los comportamientos humanos, y no la promoción o incentivación de determinados comportamientos ni en las personas entrevistadas ni en quienes lean los resultados de la investigación.
II
Sin embargo, en algunos ámbitos de investigación de la opinión pública, la incidencia de los resultados obtenidos en el comportamiento de las personas es prácticamente inevitable. Esto es evidente en el ámbito político electoral, aún en el caso de que los equipos de investigación no tengan la pretensión expresa de generar influencia alguna cuando se divulgan los resultados de sus estudios de opinión. Se trata de algo así como un “defecto de fábrica” del instrumento: cuando a partir de una investigación de opinión pública se divulgan las creencias, ideas u opiniones de un grupo social, quienes se ven expuestos a esa información no pueden menos que sentirse interpelados si los temas explorados les afectan de una u otra manera.
Es el caso de los asuntos políticos que en las sociedades contemporáneas -aunque la apoliticidad se proclame como un valor supremo- no es indiferente para amplios sectores ciudadanos. Y es que la apoliticidad, alimentada por desempeños políticos cuestionables y por campañas que denigran a la política, es secundada por proclamas permanentes que responsabilizan a la política y a los políticos de los males que asolan a las sociedades.
O sea, la política no es irrelevante para las personas; y lo es menos en coyunturas en las cuales -como los procesos electorales- se generan expectativas acerca de giros drásticos en el destino de las sociedades. En coyunturas de ese tipo, las encuestas de opinión sobre preferencias electorales (y los tópicos asociados a ello, como las simpatías políticas y la intención de voto) casi inevitablemente terminan siendo parte del conjunto de influencias que reciben los ciudadanos para su conducta política.
Hay que insistir en que los criterios de cientificidad de la encuesta de opinión electoral no incluyen la pretensión de influir en el comportamiento ciudadano en una u otra dirección. Y ello no por un afán cientificista de no “quemarse”, sino porque si se busca con una encuesta influir intencionadamente en las personas se corren varios riesgos que un científico social debe evitar hasta donde le sea posible: manipular los datos, sesgar la interpretación de los resultados, inflar o forzar algunas conclusiones (ocultando o debilitando otras), y en el límite convertir la encuesta de opinión en un oráculo que “determina” con certeza absoluta unos desenlaces electorales que solo son probables.
Son estas prevenciones las que, por lo general, no son tomadas en consideración por instituciones o equipos de investigación de la opinión pública que no se rigen por exigencias, normatividades y objetivos científicos. Es más: en no pocas ocasiones esas prevenciones son violadas flagrantemente, lo cual sucede cuando con una encuesta de opinión electoral lo que se pretende, principalmente, es inducir o incentivar en los ciudadanos determinados comportamientos políticos. Es claro que si es esto lo que se busca como objetivo prioritario, las exigencias y criterios científicos propios de la encuesta (y de cualquier otro instrumento de investigación) pasan a ocupar un lugar secundario o en el peor de los casos desaparecen de las preocupaciones de los “investigadores”. Cuando esto sucede las falacias reemplazan a los argumentos lógicos; y la manipulación al manejo prudente de los datos. La encuesta se convierte, por tanto, en un instrumento más de propaganda electoral, que se añade a los que compiten por influir en el comportamiento de los ciudadanos.
III
Se produce así una bifurcación en los estudios de opinión pública: por un lado, están los estudios que buscan explorar las creencias, ideas, valoraciones y percepciones de las personas para, en primer lugar, comprender sus comportamientos y las consecuencias de los mismos; y en segundo lugar, establecer su “distancia” o “cercanía” con las dinámicas de la realidad (natural, social e histórica); y por otro lado, están los sondeos (llamarles estudios es un exceso) que buscan posicionar socialmente determinadas ideas, creencias o valoraciones para -desde ellas- suscitar determinadas conductas. En estudios de este tipo, es casi que inevitable la propensión a violentar criterios científicos y éticos mínimos, pues estos suelen convertirse en un estorbo para quienes buscan fijar en el imaginario colectivo ideas o creencias específicas.
Uno de los caminos tradicionales para este propósito es la repetición permanente de la idea o creencia que se quiere implantar en la subjetividad de las personas, lo cual es refrendado por el presunto respaldo “científico” que tienen los resultados de las encuestas. Otro camino que en tiempos recientes ha comenzado a mostrar su eficacia, es la multiplicación de encuestas de opinión que “confirman” y refuerzan sus propios resultados2. A propósito de esto último, es casi inevitable que encuestas de opinión elaboradas al por mayor (o cuyos resultados más llamativos se repiten insistentemente) ayuden a configurar, aunque no en exclusiva la opinión pública.
La proliferación de estudios de opinión orientados a la promoción de determinadas ideas y creencias (y determinados comportamientos) es parte –una parte esencial— de un perniciosa estrategia de manipulación colectiva que, políticamente, amenaza la democracia y arrincona (hasta casi anular) los esfuerzos científicos encaminados a indagar las creencias e ideas de las personas para establecer su congruencia con la realidad y las consecuencias, que se siguen de los comportamientos orientados por esas ideas y creencias: “es muy difícil -anota Daniel Altschuler- que una creencia no tenga una consecuencia social, ya que nuestras creencias determinan nuestras acciones”3. En la misma línea se puede decir que es muy difícil que en las creencias no se distorsione, en menor o mayor medida la realidad. Ambos asuntos son un problema de investigación científica. Ambos asuntos no preocupan a quienes buscan prioritariamente manipular las opiniones de las personas. En este sentido:
“La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las masas es un elemento de importancia en la sociedad democrática. Quienes manipulan este mecanismo oculto de la sociedad constituyen el gobierno invisible que detenta el verdadero poder que rige el destino de nuestro país. En casi cualquier acto de nuestras vidas, sea en la esfera de la política, de los negocios, en nuestra conducta social, o en nuestro pensamiento ético, estamos dominados por un número relativamente pequeño de personas que entienden los procesos mentales y los patrones sociales de las masas. Son ellos quienes manejan los hilos que controlan la opinión pública”4.
IV
Una pregunta interesante es si las casas encuestadoras (académicas o no) son parte de ese “gobierno invisible”, que detenta el verdadero poder en distintos países o cuando menos una parte importante de ese poder. Más allá de cómo se responda esa pregunta en particular, una segunda pregunta sale al paso: ¿son las encuestas de opinión un instrumento de manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizados de las personas? Es posible que la respuesta a esta interrogante no sea afirmativa para todas las encuestas que se hacen en un determinada nación o en una determinada coyuntura. Se puede sospechar, asimismo, que quizás sean las encuestas no académicas las que más se inclinen hacia prácticas manipulatorias.
En cualquier caso como apunta Daniel Altschuler, “el antídoto contra este mecanismo invisible es el pensamiento crítico, el cual consiste en cuestionar sistemáticamente las premisas implícitas sobre las cuales se apoya nuestro tejido de creencias, muchas veces implícitas y difíciles de reconocer, evitar los sesgos emocionales y cognitivos, analizar la validez de la información obtenida y de los razonamientos empleados, y contrastarlo en lo posible con la prueba empírica” 5.
En lo que se refiere a las encuestas de opinión pública, la utilización del pensamiento crítico es una tarea urgente, dado el peso que tienen no tanto como herramientas de análisis psicosocial, sino por su contribución a la configuración de las ideas, creencias y opiniones ciudadanas, y a los comportamientos que se derivan de ellas.
Es necesario “cuestionar sistemáticamente las premisas implícitas” de las encuestas, así como analizar la validez de la información obtenida y de los razonamientos empleados, y contrastarlo en lo posible con la prueba empírica”. También es importante determinar el peso que tienen las encuestas en una determinada sociedad. Ambos asuntos son básicos para dar sostén a la hipótesis de que las encuestas de opinión, en el presente, juegan un papel nada despreciable en la configuración de las opiniones y creencias de las personas; lo cual quiere decir que no son precisamente un instrumento de análisis objetivo, neutral y aséptico, como proclaman no pocos valedores de las encuestas-propaganda difundidas en las campañas electorales.
Para cuestionar críticamente algo (unos argumentos, unas creencias, unas ideas, etc.) se requieren unos criterios específicos que además de ser razonables y lógicos, puedan ser contrastados (o respaldados) empíricamente. Las ciencias naturales y sociales han acumulado a estas alturas un conjunto de criterios epistemológicos y éticos pertinentes para el examen crítico de las encuestas de opinión. Y ello porque las mismas son, ante todo, un instrumento de investigación científica, por lo cual cualquier encuesta –sin importar su procedencia, temas de indagación o intenciones de los autores- no puede escapar al escrutinio crítico a la luz de las exigencias que la ciencia se hace a sí misma. Alan Sokal apunta, entre otros criterios, algunos que conviene no perder de vista a la hora de examinar críticamente las encuestas de opinión, pues esos criterios sirven de medida para establecer cuando una encuesta tiene legitimidad científica y cuándo esa legitimidad es dudosa.
“Con ciencia me refiero, en primer lugar –dice Sokal-, a una visión del mundo que da primacía a la razón y a la observación, y a una metodología orientada a alcanzar un conocimiento preciso del mundo natural y social. Esta metodología se caracteriza sobre todo por el espíritu crítico: se compromete a verificar constantemente los enunciados mediante observaciones o experimentos…, y a revisar o desechar las teorías que no superen las pruebas. Un corolario del espíritu crítico es la falibilidad: la asunción de que nuestro conocimiento empírico es provisiorio e incompleto, y que está abierto a revisiones si datos nuevos o argumentos más convincentes lo exigen” 6.
A esos criterios se añade el realismo, en el sentido de que “el propósito de la ciencia es dar una descripción verdadera (o aproximadamente verdadera) de la realidad”7.
Así la falibilidad -es decir, la incompletud del conocimiento científico- es inseparable de la verdad como aproximación -no hay verdades definitivas ni absolutas en la ciencia- y del realismo -la verdad científica es una verdad aproximada sobre cómo funciona la realidad, que es distinta al conocimiento que se pueda tener de ella-. O dicho de otra forma: “conocer las cosas tal como son es la meta de la ciencia; esa meta es difícil de alcanzar, pero no es imposible (al menos, en lo que respecta a algunas partes de la realidad y a ciertos grados de aproximación)”8. En el caso de las encuestas de opinión, debido al ámbito de la realidad explorado por ellas -la subjetividad humana-, la meta de “conocer las cosas como son” se convierte en algo sumamente difícil. La aplicación del cálculo de probalidades a opiniones, creencias, valores o ideas añade incertidumbre a los datos recabados y a las conclusiones inferidas a partir de los mismos.
La conciencia del falibilismo, de la verdad como aproximación y del realismo debe estar siempre presente en quienes se dedican a esta forma de investigación, pues son el mejor correctivo no solo para las conclusiones apresuradas, sino para convertir a la encuesta en algo que no es, es decir, un oráculo que revela el curso inexorable, por ejemplo, un proceso electoral. Ninguna contribución o investigación científica es un oráculo, y eso aplica sin duda alguna a las encuestas de opinión pública (tanto a las más serias como, obviamente, a las que se elaboran con la finalidad de manipular a las personas).
V
A los criterios anteriores, se añaden otros pertinentes –como prohibiciones- para las encuestas de opinión, que tienen que ver con lo que Alschuler llama “saltos a la conclusión” no debidamente fundamentados. Esos saltos a la conclusión erráticos se dan en primer lugar, en la generalización precipitada, cuando “un caso particular o accidental, o una muestra que no es del tamaño suficiente como para ser representativa se utiliza para llegar a una conclusión general. Los datos en lo que se basa la inducción son meras anécdotas. Subyace de algunos prejuicios que surgen al saltar de ‘algunos’ a ‘todos’”.
Y, en segundo lugar, en la generalización desmesurada en la cual “el error consiste en ir más lejos de lo que permiten los datos, olvidando alternativas. Un conocido ejemplo ilustra esta falacia: un sabio estudia pulgas y las ha entrenado para que a la voz de ‘salta’ ellas salten. Lugo hace un experimento y le quita las patas traseras a una pulga y a la voz de ‘salta’ la pulga no salta. Repite esto con varias pulgas con el mismo resultado y concluye con lo siguiente: cuando se le quitan las patas traseras a una pulga, deja de oír” 9.
Esos errores crasos pueden verse acompañados de otros no menos graves: (a) la identificación de la parte con el todo; (b) la atribución un resultado particular (referido a una parte de la muestra) al universo; (c) la generalización determinista; (d) el énfasis en los aciertos; (e) la falacia de la falsa analogía; y (f) la falacia de la monocausalidad.
En el primer caso (la identificación de la parte con el todo), desde los resultados obtenidos a partir de una muestra se de el salto de aplicarlos automáticamente al universo del que fue tomada esa muestra, obviando que las conclusiones pertinentes se refieren directamente a esta última y solo de manera probable al universo.
En el segundo caso (la atribución un resultado particular -referido a una parte de la muestra- al universo), se trata de un error más sutil: de los distintos resultados referidos a la muestra, se extrapola uno de ellos al universo, como cuando, por ejemplo, en una encuesta electoral el 45 % de las personas entrevistadas afirma rechazar (o simpatizar) con un partido (o un candidato) y se concluye que (toda) la población de un país rechaza a (o simpatiza con) un partido (o candidato) determinado.
En el tercer caso (la generalización determinista), lo que se hace es concluir que lo indagado por la encuesta sucederá inexorablemente, dejando de lado el carácter probabilístico del instrumento. Los argumentos que acompañan, casi siempre, a esta generalización determinista son del tenor siguiente: “si la encuesta lo predice, sucederá”, “la encuesta ya dijo quienes serán los ganadores y los perdedores”, “las encuestas nunca se equivocan”, “los datos de la encuesta son concluyentes”, etc. Sin embargo, que en una elección los resultados coincidan fuertemente con lo previsto por determinadas encuestas -y aunque eso suceda regularmente- no anula su carácter probabilístico, que viene dado por el cálculo (o previsiones) que se hace de acontecimientos futuros a partir de un conjunto de datos parciales, recogidos al azar y referidos a creencias, valores, opiniones e ideas. O sea, el instrumento “encuesta de opinión” en sí mismo impide hacer generalizaciones deterministas.
En el cuarto caso (el énfasis en los aciertos), lo que se hace es insistir triunfalistamente en los aciertos (cuando se tienen y de preferencia en los más gruesos), dejando de lado el modo cómo se llegó a ellos –y en la ciencia no importa sólo el resultado sino cómo se obtuvo- y ocultando los desaciertos, en los que seguramente radica lo más sugerente y digno de reflexión, y quizás también de estudios más finos. Así por ejemplo, si de cuatro grandes predicciones electorales se le acierta a una, esta se proclama por todos los medios como el golpe de autoridad de la encuesta, obviando el grado de acierto (y sin este está avalado estadísticamente) y ocultando –con la complicidad de medios de comunicación, analistas y opinólogos- el desacierto en las restantes tres predicciones.
En el quinto caso (la falacia de la falsa analogía), se comparan dos situaciones o hechos que tienen poco o nada que ver entre sí y concluye que lo que lo propio de uno es un atributo del otro. Por ejemplo, cuando se concluye –sin la evidencia empírica correspondiente- que un segmento del electorado que se negó a votar en una elección en un año lo hizo por las mismas razones (o motivos) en un año distinto. Argumentativamente esto puedo presentarse más o menos así: “en esta elección los ciudadanos volvieron a manifestar, con su abstencionismo, el rechazo a los partidos, tal como lo hicieron en eventos electorales anteriores”, con lo cual lo que se afirma es que todas elecciones son análogas por tener todas en común el rechazo ciudadano a los partidos, pero sin ofrecer una prueba de que en todos los casos la propiedad compartida por todos los votantes que se abstuvieron fue su “rechazo a los partidos”.
Por último, en el sexto caso (la falacia de la monocausalidad), se concluye sin pruebas empíricas firmes, que una consecuencia (un resultado, un efecto) obedece a un factor en exclusiva. Hace un tiempo en el marco de las elecciones presidenciales salvadoreñas, un titular de una nota digital (y el contenido de la misma) hizo evidente esta falacia: “UCA: los dirigentes de los partidos han debilitado la credibilidad en los mismos”, o sea, que la débil credibilidad en los partidos es causada por los dirigentes de los partidos. Las “pruebas” ofrecidas son los porcentajes de una encuesta de opinión, que en todo caso constatan la baja credibilidad partidaria, pero no ayudan a explicarla. Es decir, no se indican los mecanismos mediante los cuales lo partidos han sido debilitados en su credibilidad por los dirigentes. Ni hay mención alguna a otros posibles factores, ajenos a las dirigencias, que también podrían estar contribuyendo a debilitar la credibilidad en los partidos.
En una encuesta de opinión esta falacia puede tomar una forma argumentativa, más o menos, de este tipo: “el 51 % de votantes que dio el triunfo al partido o candidato “X”, lo hizo porque sueña con un país distinto”, es decir, que el factor causal exclusivo que permitió el triunfo de ese partido o candidato fue el “sueño” con un país distinto de cada uno de los individuos que son parte de 51 % de votantes. Si no se ofrecen pruebas empíricas que respalden esa explicación monocausal, se esta ante una falacia monocausal.
VI
En definitiva las encuestas de opinión deben ser sometidas a un escrutinio científico, pues la incidencia negativa de algunas de ellas cuando expresan una “manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones” de las personas, vulneran un derecho irrenunciable: el derecho a la verdad y a la información que va más allá de recibir conjunto de datos o números, así como en aceptar la interpretación ofrecida de los “especialistas” cuyos procedimientos y credenciales –o el prestigio de las instituciones para las cuales trabajan- serían suficientes para aceptar que sus afirmaciones y conclusiones se corresponden con la realidad.
Quienes realizan encuestas de opinión y divulgan sus resultados no dudan en ampararse en el artículo 19, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas que dice: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión: este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitaciones de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Sin duda, ese artículo está en su mayor parte del lado de los agentes de las opiniones y las informaciones, salvo la parte mínima que se refiere al derecho de “recibir informaciones”, que insinúa los derechos de quienes están del lado opuesto a aquellos.
Ciertamente los investigadores de la opinión pública se ubican del lado de los emisores, y su derecho a la libertad opinión y expresión ha alcanzado en algunas sociedades –como en El Salvador- cuotas extremas de protección, a tal grado que las posibilidades del abuso de ese derecho –que muchos medios de comunicación occidentales vienen realizando desde hace varias décadas- se han abierto camino dando lugar, por parte de algunas instituciones encuestadoras, a la manipulación y ocultación datos, y a la divulgación de interpretaciones incorrectas, forzadas y sesgadas que se ofrecen a la gente como una “verdad” científica. Es casi que inevitable no ver en estas prácticas una vulneración del derecho de los ciudadanos a recibir información; pero también se puede ver en ellas una vulneración su derecho a la verdad, es decir, a recibir interpretaciones que se correspondan, en la mejor aproximación posible, con la realidad.
Desde los años ochenta del siglo XX, la conciencia sobre el derecho a la verdad y a la información –que se pone del lado de los receptores y no de los emisores- ha ido ganando fuerza hasta dar lugar a un importante cuerpo de experiencias, criterios y normativas, que dada la gravedad de las violaciones a ese derecho en diferentes contextos y situaciones son una herramienta ineludible para orientar una reflexión crítica guiada por criterios de derechos humanos; sobre las encuestas de opinión que se hacen en cualquier parte del mundo y por supuesto en El Salvador.
Así, desde esos criterios cuando en las encuestas de opinión no se respetan el falibilismo, la verdad como aproximación y el realismo; se identifica la parte con el todo; se atribuye un resultado particular (referido a una parte de la muestra) al universo; se generaliza de manera determinista; se enfatizan los aciertos; y se argumenta con falacias por analogía o monocausales, no solo se violan reglas científicas, sino que se violenta un derecho humano fundamental, como lo es el derecho a la verdad y a la información.
Ambos derechos van de la mano. La verdad solo es posible con información, aunque no se identifica con ella. Así entre los significados de la palabra “información” reconocidos por la Real Academia Española están estos: “comunicación o adquisición de conocimientos que permiten ampliar o precisar los que se poseen sobre una materia determinada”; “conocimientos comunicados o adquiridos mediante una información”. Es decir, la información es inseparable del conocimiento, y este último de la verdad, entendida esta como una propiedad de aquellas proposiciones (afirmaciones, argumentos, ideas) que tienen una correspondencia con hechos (procesos, dinámicas, leyes) de la realidad. En palabras de Bertrand Russell:
“el concepto de ‘verdad’, entendido como algo que depende de unos hechos que quedan en gran medida fuera del control humano ha sido una de las vías a través de las cuales la filosofía ha inculcado el necesario elemento de humildad. Cuando ese control sobre el orgullo se elimina, se da un paso más en el camino hacia cierto tipo de locura: la intoxicación del poder que invadió la filosofía con Fichte a la cual son propensos los hombres contemporáneos, sean filósofos o no. Estoy convencido de que esta intoxicación es el peligro más grande de nuestro tiempo y que cualquier filosofía que contribuya a fomentarla, aunque no lo haga a propósito, está acrecentando el peligro de un vasto desastre social”10.