Luis Salazar Retana,
Miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Las musas, desde los oscuros y a la vez luminosos siglos de la antigüedad, han estado al lado de los más brillantes ingenios, pero ello no significa que sólo están; son, al contrario, la fuente en donde los creadores disfrutan la divina ambrosía de la inspiración, porque ellas en su quehacer semidivino, hijas de Zeus y Mnemosine, con su belleza cautivante, su elocuencia, su inagotable fantasía, son capaces de descubrir en la mente de aquellos que caen bajo el embrujo de su mágico efluvio, la fuente misma de donde surge toda la creatividad de aquellos privilegiados que nacen con el don de pintar, de escribir, de poetizar; en fin, con la divina habilidad de pulsar las más exquisitas cuerdas de la sensibilidad humana, de extraer del alma las más puras esencias de la eterna belleza.
Consuelo Suncín fue, en el siglo pasado, nuestra musa por excelencia, adelantada de su tiempo, extrovertida, ingeniosa por donde se la vea, libre como los pájaros que amaba en su infancia florida de Armenia, en el bucólico paisaje de principios de siglo que nos obsequiaba todavía una naturaleza virgen, exuberante y resplandeciente. Mujer voluptuosa, volcánica como aquel Faro del Pacífico que ella añoraba en su ancho mundo exterior; artista y musa de desbocada fantasía, poseía la rara virtud de mezclar la realidad con la fábula de forma genial, y encantaba con su cuerpo y su verbo y su prestancia intelectual, a los más ilustres hombres de su tiempo; fue no sólo una artista propia por naturaleza, sino una encantadora, no sólo de hombres, sino de todos aquellos y aquellas que quedaban dentro del área de influjo de su capacidad de narradora sin igual, que llevó al gran Vasconcelos a llamarla Sherazade Tropical, emulando con creces –creo yo- a aquella maravillosa mujer que cautivó durante mil noches y una noche al sultán Shahriar.
La condesa de Saint-Exupéry fue una mujer sin igual en su tiempo, libre como los vientos de octubre, bella como un colibrí; la imagino suave, etérea, veleidosa, pero bella como las musas que pintó el gran pintor del simbolismo francés Gustave Moreau, casi transparente, ambigua, como las hadas, pero incansable en su empeño de conocer y dominar el universo sin llegar jamás hasta el fin, como ella bien decía: «Soy de aquellos que han escogido de una vez para siempre el camino hacia el tesoro, más que el tesoro mismo……».
Y esa fue su vida, una búsqueda tenaz, incesante, de lo nuevo, del amor, de los caminos que llevan al tesoro que para ella era, y así lo hizo toda su vida: ayudar a los demás y a sí misma «a alcanzar algún día algo más elevado que nosotros mismos». Lo hizo con Vasconcelos, lo siguió buscando con Gómez Carrillo y lo llevó a la perfección con Antoine de Saint-Exupéry, a pesar de las adversidades, a pesar del mundo y del vacío de reconocimiento que padeció en su vida y sigue padeciendo. Quiso siempre alcanzar el camino perfecto, recorrer con esperanza plena el sendero que la llevaría al tesoro, el cual, por sus palabras antes mencionadas, deduzco que no se encontraba en este mundo, que era y es, simple camino, sino en otro en donde ahora debe disfrutar lo que persiguió con afán de diosa tropical en este mundo terrenal. Todos estos argonautas de las letras, del espíritu, encontraron en Consuelo, sin ellos saberlo, el Velloncino de oro. Ella no pudo encontrar el suyo, quizás nadie lo merecía, o necesitaba algo más que una persona, quizás una villa, una ciudad o un Universo, que es el que ahora le ofrecemos con nuestro recuerdo y nuestra admiración.
Bien es cierto que ha existido cierta marginalidad literaria; pero Consuelo supo en su campo que la armonía universal era romper todas las barreras, raciales, idiomáticas y de procedencia para incorporarse con pleno derecho y encanto en la gran sociedad internacional de principios del siglo XX, y así fue como de la mano de José Vasconcelos, destacado mexicano en la política, humanista y filósofo, y de Enrique Gómez Carrillo, el llamado en su época «Príncipe de la crónica», reconocido en nuestra joven América y en la vieja Europa. Consuelo entró con paso firme en el mundo de la intelectualidad parisina, que a la sazón era la más distinguida, culta y dinámica del orbe. Pero en alguna medida se le ha marginado, hoy menos que antes; pero fue difícil que los franceses aceptaran la deuda que Saint-Exupéry tenía con Consuelo en la creación de su obra maestra «El Principito», aunque el propio autor lo había dicho ya con claridad, y quedó evidenciado en el libro de Alain Vircondelet, talentoso escritor francés, quien en su obra pretende, como lo dice con meridiana claridad: «Hacer por fin justicia a Consuelo, introduciéndola tal como merece, en la vida y obra del conde».
Consuelo Suncín fue una mujer absolutamente extraordinaria. De su encuentro con Saint-Exupéry, encuentro de dos mundos, surgido de la más extravagante locura y del más temerario comportamiento, en la musa originaria del corazón de América nada detuvo ya su desarrollo intelectual, y se transformó de profesora surgida de un pueblo perdido en el centro de América, en la luz exótica de la estrella que iluminaba las sesiones parisinas e internacionales de su marido y que habría de sostener, con su fuerza espiritual, la voluble voluntad de su Principito.
Y es que la musa brillaba con luz propia; su capacidad de fabular, siempre alabada por todos, su alegría desbordante, transformaban una reunión en un acontecimiento memorable; su inigualable espíritu cristalino y vivaz encendía sonrisas en los rostros de las mujeres y deseos en los hombres que la contemplaban. Consuelo poseía el don de ejercer siempre sobre el sexo opuesto una extraña fascinación, una fascinación tan evidente que el mismo Antoine se admiraba de ella.
Ese es el privilegio de las musas: la fascinación, el encanto, la voluptuosidad, que sacude a los inspirados y los somete a los turbulentos ríos de emociones y de sensaciones emanadas de esos cuerpos mágicos y de esas mentes privilegiadas de las propias musas, que confunden a los inocentes y vuelven genios a los que saben dosificar el impulso vital inyectado en sus mentes por esos fabulosos seres que siempre existen al lado de los iluminados.
Consuelo gozó de ese privilegio, pues con él pudo acceder con galanura y prestancia al mundo de los grandes creadores del siglo XX, ya que contaba entre sus amistades a genios de la talla de Picasso, Dalí, Maeterlink, D’annunzio, de quien contaba historias descabelladas y ridículas, como correspondía a este hombre, anciano ya, de grandes excesos, y también contaba de otros que ennoblecieron el arte y la creación del siglo anterior, siendo hoy símbolos indiscutidos del mismo.
Muchos se enamoraron de ella, pero pocos recibieron de esta mágica mujer el aliento auténtico de su gran espíritu. Las musas, aunque atrevidas, poseen una intuición especial que les permite escoger; pocas veces son escogidas.
Vasconcelos, una de las más preclaras mentes latinoamericanas de principios del siglo veinte, cayó anonadado ante el embrujo de Consuelo, que volvió literalmente loco a un hombre, un maestro, que sucumbió ante la fascinación de la joven musa, a quien aún en el abandono la recuerda con nostalgia y amor. ¿Cómo sería esa pasión que trastornó a aquel que un día pronunció la mágica frase «Por mi raza hablará el espíritu»? Consuelo encarnó la raza por la que el gran maestro perdió el espíritu, la razón, y entró, fascinado por la Sherazade Tropical, en ese mundo de la ensoñación que nubla el entendimiento y nos lleva a las inestables pero alucinantes llanuras del amor prohibido.
Gómez Carrillo era un guatemalteco universal, erudito, hombre galante, virtuoso de la palabra y amado por la sociedad europea, que lo elevó a los más altos niveles sociales e intelectuales. Consuelo provocó en él una loca pasión irrefrenable, tan irresistible que huyendo de ella a Buenos Aires, cuando regresó sólo fue a verla de nuevo para caer bajo su inexorable embrujo; se casaron y vivieron furiosamente felices once meses, hasta que el 29 de noviembre de 1927 Gómez Carrillo murió de un derrame cerebral, dicen que de resultas por su agitada vida.
A los veintisiete años, Consuelo, viuda, se aprestaba a enfrentar la fama, la eternidad, y a ser la reina que un día de pequeña le había profetizado a su amiga Carmen Brannon, pues a la vuelta de la última esquina de sus amores se encontraba el astro de la aviación francesa: el noble y culto conde de Saint-Exupéry, el autor del inmortal El Principito. Consuelo iba a ser la rosa que lo inspiraría, la musa con la que ascendería a las alturas que ningún aeroplano podía elevarlo.
Consuelo, la pequeña salvaje de América, frente al poderoso intelecto, frente a la élite intelectual europea, específicamente francesa, en vez de sucumbir o de sentirse inferior, se mantuvo, ganó adeptos, y con los años ha sido aceptada como la musa inspiradora de aquellos que tuvieron el privilegio de gozar de su amor y de su compañía. Y eso ella lo sabía en el fondo de su alma visionaria.
Todos hombres de genio, brillantes, famosos, eso no es poco para ninguna mujer, y sólo algunas privilegiadas mujeres brillantes, como Consuelo, logran una victoria tan rotunda y elevada en sus vidas. Lo logró porque era por sobre todas las cosas una mujer auténtica, natural, que escuchaba con sinceridad y obedecía con naturalidad los más íntimos impulsos de su alma; detestaba las intelectualidades que dirigen el mundo de la mente como una casta sacerdotal, con leyes y preceptos que anquilosan el alma y adormecen cualquier sensibilidad genuina.
Es indudable que somos un país con una memoria histórica enferma, pues recordamos los horrores de cualquier tipo con pasión patológica, pero nos olvidamos con irreverente y desconsoladora facilidad de nuestras luminarias. ¿Dónde admiramos las obras de nuestros creadores?, ¿cómo las damos a conocer?, ¿quién lee a Francisco Gavidia o a Masferrer?, ¿quién sabe quiénes fueron Consuelo Suncín o Claudia Lars?
Unos pocos, y lo sabemos mal, sin comprender su importancia y los valiosos que son estos personajes para conformar el sentido de pertenencia a este suelo venturoso, de orgullo por una patria escasa de verdaderos héroes intelectuales, que sean fuente de inspiración y de reafirmación de nuestro real valor, cuya ausencia ha propiciado una sociedad desarraigada de los principios morales y éticos, tan necesarios para la armonía social.
Parafraseando a Saint-Exupéry en una de sus últimas cartas, creo que nosotros podemos también exclamar, desde la distancia del tiempo: «Cuando vemos hacia atrás en la oscura, exigua presencia de grandes mujeres, distinguimos una luz a lo lejos: es nuestra pequeña Consuelo; y con auténtica ternura dirigimos nuestra mente, con cierta nostalgia en el corazón, hacia esa luz, hacia esa pequeña luz que se extinguió hace algunos años, para renacer en la eternidad que le corresponde».
Que los dioses la arropen con sus mantos divinos.
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