José M. Tojeira
Un sociólogo francés, Gilles Lipovetsky, decía hace algunos años que tal vez los antropólogos del futuro “estudien esta civilización ilustrada en la que el Homo Sapiens rendía culto a un dios tan ridículo como fascinante: la mercancía efímera”. El consumismo es parte no solo de la cultura actual, sino de una especie de creencia y búsqueda de felicidad que en muchos lugares ha suplantado al espíritu religioso, aunque no lo haya eliminado. Convive con la religión pero se pone por encima de ella cuando ambos dinamismos se enfrentan.
Cuando la religión, por poner un ejemplo actual, nos dice que la minería metálica es una amenaza para la población salvadoreña, los que piensan que en el consumo está la felicidad anuncian la universalización del consumo en nuestra sociedad si abrimos las puertas a las empresas mineras. El frenesí consumista en un país de desarrollo medio como el nuestro, y a pesar de tener amplios márgenes de población en pobreza, es fuerte y refuerza las tendencias individualistas de la sociedad.
De hecho, con el apoyo de las remesas, consumimos más de lo que producimos. Y por eso una buena parte de la propaganda de quienes detentan el poder político, consiste en presentar nuevos lugares y formas de consumo. El surf, la ampliación del aeropuerto, la facilidad para la importación de vehículos usados, el centro de la capital convertido en atracción de consumo, la misma Biblioteca Nacional, son factores de consumo. Incluso la erradicación del control territorial de las maras se ensalza porque ahora, además de caminar libremente en las calles, se puede vender, comprar y disfrutar del consumo con mayor libertad.
Contra esta alegría del consumo individual, la solidaridad, la crítica social o la búsqueda de justicia tienen casi siempre poca fuerza. Si entran en choque, pocos son los que deseen hacerse el héroe perdiendo esa felicidad que da el consumo, aunque no sea una felicidad que nos haga más humanos.
La Iglesia católica insiste en que el consumismo, como forma prioritaria de conseguir felicidad, produce una orientación a poner la identidad de la persona más en el tener que en el ser. Y poner la identidad en el tener, se opone a la búsqueda del bien, de la verdad e incluso de la belleza, entendida en un sentido amplio.
En otras palabras, que el afán de tener, o hablando en términos religiosos, la idolatría del consumo, deshumaniza a la persona humana. Frena la capacidad de amar, reduce las actitudes de diálogo y de misericordia, conduce a una existencia superficial y egoísta en la que el prójimo no pasa de ser más que un competidor. Y nadie puede dudar hoy que entender el desarrollo en clave consumista conduce a un deterioro ecológico que amenaza tanto el desarrollo como incluso la vida humana.
En El Salvador el consumismo ha llevado al dominio de la superficialidad. Si antes en la vida política predominaba la hipocresía y el ensalzamiento de valores que no se vivían socialmente, hoy lo que predomina es la ausencia de valores en el debate. Y con tan bajo nivel en la manipulación del lenguaje que un buen número de diputados ya no se atreve a dar declaraciones públicas para que no se rían de ellos. La mentira, el insulto a quien piensa distinto, la agresividad y la condena mutua parecen ser la respuesta y el único discurso posible que se le da a quien quiere entrar en el debate social o político con el poder. No importa quién sea ni desde que óptica plantee problemáticas. Incuso un connotado y serio historiador salvadoreño, que nos informa de experiencias históricas negativas del pasado para prevenir que no caigamos en la misma piedra, se convierte en enemigo de los charlatanes.
Lo fundamental es la propaganda oficial del consumo aunque otros muchos queden excluidos de los bienes necesarios para vivir con dignidad. Reflexionar sobre el consumismo, caer en la cuenta de cómo nos relanza hacia la superficialidad y a la negación de la solidaridad, buscar otro tipo de sociedad y de cultura más fraterna y participativa es uno de los desafíos más importantes de los salvadoreños. Solo así podremos enfrentar con seriedad la actual situación de un crecimiento desigual, cada vez más empeñado en satisfacer a unos y dejar a otros en una esperanza consumista alienada y destinada al fracaso.
Lo que Gilles Lipovetsky bautizó como “la sociedad de la decepción”, cada vez más palpable, mira ahora hacia lo que nos provoca haber suplido a la religión por el mero consumismo. Más allá de la nostalgia edulcorada e idealizada del pasado, y sin querer retomar las religiones organizadas con sus muchas fallas, se hace clara una evidencia: como escribía Dostoievski en Los hermanos Karamazov, “Si Dios no existe, todo está permitido”.