Autor: José Martí | [email protected]
El cuarto respira libertad. Sobre la mesa, repleta de cartas, de muestras de cariño que no se publican jamás, de pruebas tristes de la vanidad y el interés humanos, de pruebas mayores de abnegación y grandeza, apenas hay espacio para los brazos flacos del hombre que escribe. Presidiéndolo está, sobre la cornisa del bufete, un retrato de Páez a medio pintar, de Páez de las Queseras y de Carabobo, con el dolmán amarillo de muchos alamares, y dos alacranes por bigote, y la nariz oliendo guerra, y los ojos muy anchos y apartados, y el pelo hosco y rizoso: de San Martín, el libertador de las tres repúblicas del Sur, hay otro retrato al lado, con el cuello de canuto por las quijadas fuertes, y los pómulos como dos lanzas, por debajo de los ojos aguileños, y el pelo pegado a la sien como por mano de domador; y al pie de San Martín está una granada que los españoles echaron cuando la guerra a un campamento cubano y que el Camagüey mandó al bufete de New York, para que hable, por su boca de bronce, –para colgarla al cuello de los que olviden ¡que vayan por el mundo así, los cobardes, los egoístas, los ingratos, con la granada al cuello!– En lo alto del bufete, con la ley en la mano, está una estatua de Hidalgo, el libertador de allí a solas, con un poco de sol de invierno en el cuarto lleno de libertad, habla un cubano con un hombre de la guerra: la guerra está a mano: ¡se la atará, o se la desatará, según convenga a la patria!
Agradecer es un gusto. Al que peca se le olvida; se le deja caer; se le da tiempo a que vuelva en sí, se le tienen las puertas abiertas para que vuelva sin bochorno al cariño y a la honra; al que sirvió a sus hermanos, al que dejó la comodidad impura por el peligro creador, al que se puso de raíz de su tierra, y dio a su pueblo el derecho de codearse con los hombres, se le quiere, como a cosa de las entrañas, se mima su recuerdo, se le hace hueco en nuestro asiento, se le abre, para que por él se entre, nuestro corazón, se le arropa con el corazón ensangrentado. Se hablaba de Agramonte.
«Aquel era valor», decía el hombre de la guerra, «¡y lo que lo queríamos! Verlo no más, con aquellos ojazos y aquellos labios apretados, daban ganas de morir por él: ¡siempre tan limpio! ¡Siempre el primero en despertarse, y el último en dormirse! A su mujer, ¡cómo la quería aquel hombre! ¡Se conocía cuando pensaba en ella; porque era cuando se paseaba muy de prisa, con las manos a la espalda, arriba y abajo!
Cuando nos regañaba, no lo hacía nunca delante de los demás; ¡era demasiado hombre para eso! Nos llevaba a un rincón de su rancho, o a un tronco de árbol, allá lejos, y nos echaba un discurso de honor, y como con su manaza tenía él un gesto, al hablar vivo, como quien echa sal, ya decía la gente, cuando lo veían así a uno con él: “¡Hum! ya lo está salando el Mayor!” –Así era como le decíamos siempre: el Mayor. ¡Y valiente! El creía que cuando estaba con los rifleros de las Villas y la caballería del Camagüey, ¡no había España!– ¡y no había España!».