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Cooperación Internacional al Desarrollo: Los dilemas de las ONGD

Iosu Perales

Tras más de cuatro décadas de existencia, el muy variado mundo de las Organizaciones No Gubernamentales de Cooperación al Desarrollo (ONGD) europeas, vive hoy profundos dilemas. ¿Ayudar a la mera sobrevivencia de las mayorías sociales del Sur o apoyarles decididamente en la transformación de su forma de vivir? Esta interrogante debería ser el núcleo de toda reflexión y debate acerca del presente y futuro de la llamada Cooperación al Desarrollo, y por consiguiente del papel de las ONGD de los países ricos.

Las ONGD de los países del Norte desempeñan un papel importante en el sistema internacional. Manejan más del 10% de la ayuda al desarrollo que circula por el mundo. Con el término de ONGD me refiero aquí a instituciones con un grado de profesionalización y que al menos cuentan con una oficina y una o más personas profesionales en nómina. En los países europeos, la OCDE tiene referencia de unas 4000 ONGD. Estos miles de ONGD cuentan con recursos financieros provenientes de los gobiernos, municipios y otros fondos privados recolectados entre la población.

Sobre este universo de ONGD, desde redes, movimientos sociales y publicaciones alternativas, se vierten críticas al lugar que ocupan y a la función que ejercen de manera global. Estas observaciones son generalmente razonables en la medida en que expresan una preocupación respecto a la posible subordinación al papel que las instituciones económicas y políticas más poderosas que adjudican a las ONGD la función de bomberos de la pobreza y ejército humanitario destinado a sellar un hipócrita consenso moral en las sociedades del Norte.

Entre las críticas, las siguientes son las más recurrentes: las ONGD dependen de las donaciones de las gobiernos y agencias que subvencionan los proyectos; crean estructuras burocráticas y clientelares en los países del Sur donde intervienen; contribuyen a vaciar y desnaturalizar los movimientos sociales tradicionales; sustituyen al Estado en aquellas funciones sociales que le deben ser propias; generan en las poblaciones del Sur una cultura de la dependencia; compiten entre sí. La presunción general de que las ONGD son un instrumento político, económico y mediático de los gobiernos que tratan de incluirlas en sus ámbitos de dominio no es una exageración.

Coincido en estas y otras preocupaciones, a las que hay que añadir la precariedad derivada de las políticas laborales de sustitución de personal cualificado por jóvenes contratados de acuerdo con el marco de la reforma impuesta por el Partido Popular en España. Muchas ONGD han descapitalizado recursos humanos y profesionales en aras de bajar sus costes mediante despidos.

Sin embargo entiendo que no puede interpretarse el trabajo de las ONGD de forma unívoca, y que es preciso distinguir entre la variedad de las mismas para localizar un buen número de organizaciones que sí están comprometidas con procesos sociales y luchas por el cambio político en clave popular. Ciertamente, un grupo de ONGD del Sur y del Norte trabaja en el impulso de procesos organizativos que articulan a bases campesinas y urbanas, a mujeres, indígenas, jóvenes, con un enfoque democrático, autogestionario y anti neoliberal.

Precisamente, es en este punto donde las críticas generalistas al fenómeno de las ONGD tienen su punto más débil: al no identificar en la variedad de ONGD la existencia de experiencias netamente positivas, se comete el error de emitir sentencias poco inteligentes y poco justas. Hay ONGD que pese a las dificultades actúan como independientes; son realmente solidarias y co-responsables de los problemas del Sur; están arraigadas en la sociedad; cuentan con bases sociales; tienen aspiraciones de hacer de su trabajo un elemento de transformación social.

En todo caso mi crítica a la llamada cooperación al desarrollo parte de la certeza de que sus resultados son excesivamente limitados. A este hecho contribuye el que las ayudas han descendido notablemente. La Unión Europea y la Agencia Española de Cooperación han bajado sustancialmente los montos de donación, sobre todo vía ONGD.

En el fondo de este declive se encuentra una realidad alarmante: el que las instituciones económicas mundiales, los gobiernos y los organismos internacionales, hace mucho tiempo que han renunciado al desarrollo real de los pueblos del Sur. En realidad, el Norte tiene la convicción de que su propio modelo de vida, su bienestar, siendo impracticable a escala planetaria, se sostiene gracias a la desigualdad creciente entre regiones del mundo. Es por eso que de la apoteosis de las ONGD se ha pasado un escenario en el que la mayoría de ellas son prescindibles, ocupando su lugar las empresas. De hecho tanto la UE como la AECID española  vinculan cada vez más la ayuda al desarrollo funcional a los tratados de libre comercio. La ayuda es enfocada como herramienta para paliar los daños colaterales de tratados lesivos para las poblaciones del Sur. Dando un paso más, la época actual está poblada de trampas: se llama solidaridad a lo que es en realidad una modalidad de mercantilismo en forma de créditos o de penetración empresarial o, como mucho, un asistencialismo incapaz de afrontar el problema estructural de la pobreza.

La estrategia de los grandes donantes tiene bastante lógica si consideramos que la cooperación para la producción, desarrollo de infraestructuras y transporte, comercialización, etc., es proclive a ser utilizada por distintos ministerios de los gobiernos del Norte en la búsqueda de ventajas, para lo que es más propio ir dando protagonismo a empresas y otros entes privados que a las ONGD. Por otro lado, es cierto que en momentos de catástrofes colocar a las ONGD en acciones televisadas tiene una triple ventaja: las ONGD tienen mayor credibilidad que los gobiernos locales en la distribución de la ayuda; son representativas de una sociedad que ve en su actuación un bálsamo moral; se sitúa a las ONGD en un plano de acción en el que difícilmente pueden incidir sobre procesos sociales y políticos, e impulsar movimientos sociales locales allí donde intervienen.

Hasta el momento, múltiples experiencias con organizaciones y movimientos sociales indican que sí es posible una cooperación alternativa desde la consciencia de las grandes limitaciones de este tipo de solidaridad y de internacionalismo; pero también desde la certeza de que las ONGD de vocación alternativa pueden impulsar con sus medios una matriz que articule, entre otros muchos, esfuerzos de economía popular con otros de poder local y democracia participativa; esfuerzos de lucha por el acceso a la tierra con otros de desarrollo de agricultura sostenible y cuidado de la biodiversidad; esfuerzos de organización social en la medida en que los proyectos no deben ser vistos como espacios separados y ajenos a las luchas generales.

Seis principios básicos: 1) La población pobre y el principio de su empoderamiento del desarrollo; 2) El principio de asociación con los socios locales. Con ellos se debe establecer una relación entre iguales, no jerárquicas; 3) El impulso de procesos sociales. La cooperación que propongo pretende animar y fortalecer procesos y movimientos sociales; 4) El Desarrollo como construcción interna Esto es lo que llamo Desarrollo Endógeno Participativo que sitúa la economía popular, social y solidaria, en el centro de la intervención, lo que constituye no una técnica sino una opción política; 5) El impulso de la democracia en todas las dimensiones de la cooperación al desarrollo; 6) La igualdad de género como principio y política transversal en todas las esferas de la vida.

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