José M. Tojeira
El juicio del expresidente Saca y algunos de sus funcionarios ha creado conmoción en El Salvador. El escándalo y la indignación son buenos, ante un hecho tan lamentable como condenable. ¿Pero dará la indignación frutos positivos de cambio? Esa es la gran pregunta que debemos hacernos. Hoy podemos echar la culpa de la corrupción a un partido, mañana a otro y al día siguiente a todos los políticos. Pero entre nosotros tenemos una situación más grave que los hechos particulares de corrupción de algunos políticos. Estamos inmersos en una cultura mundial que da más derechos a los fuertes y poderosos que a los débiles. En las guerras mueren cada vez más mujeres, ancianos y niños, llegando a veces a superar el número de los combatientes. Los débiles son maltratados en sus países por las guerras y la pobreza, y continúan maltratados por los traficantes de personas y por los países adonde quieren emigrar para iniciar una nueva vida. Algunos salen adelante, muchos fracasan y otros quedan con heridas graves en su vida.
Entre nosotros la corrupción es sistemática. Abundó en el tiempo de la colonia. Y siguió presente en la historia política y económica del país. Los poderosos y los vivos despojaron de sus tierras a los indios. Muchas de las grandes familias de El Salvador tienen historias de despojo de los pobres, de sobornos a funcionarios públicos y de enriquecimiento ilícito cuando sus parientes ejercieron de ministros o gobernantes. Aunque hay militares honestos no han faltado los que se enriquecieron mientras proferían discursos de amor a la patria y odio al prójimo. La corrupción ha sido una tradición. Ha habido presidentes corruptos, algunos honestos pero muchos de sus funcionarios no lo eran. Todavía hoy hay empresarios que defienden con pasión los paraísos fiscales y por supuesto sus empresas de fachada y sus cuentas voluminosas y protegidas de cualquier tipo de impuesto. A la corrupción ilegal se añaden con frecuencia favores, negociaciones y modos de proceder que son formas reales de corrupción aunque sean legales. La privatización de la banca a principios de los noventa fue un acto claro de corrupción, aunque estuviera amparado en la legalidad de una ley. El reconocimiento de la corrupción por parte de Saca pudiera ser, nada más, que la punta del iceberg.
Es cierto que los políticos deben cambiar y deben ser supervisados con mayor exigencia y eficacia. Pero es toda la sociedad la que debe cambiar. La desigualdad, cuando es muy grande, como entre nosotros, no solo es injusta, sino que tiende a reforzar la corrupción. La política impositiva de El Salvador es necesaria no solo por razón de justicia sino como combate contra la corrupción de los poderosos. Los gobiernos deben abandonar todo ese sistema de fondos discrecionales o semi discrecionales que sirven para dar sobresueldos a los funcionarios, para financiar ilegalmente a un Organismo de Inteligencia del Estado que debía aparecer en el presupuesto y no aparece. La transparencia es necesaria. Y precisamente porque hay una historia de turbiedad larga y grande, por lo mismo sería necesaria una legislación de transparencia que fuera más allá de lo normal. La cultura de la ley del más fuerte en el tráfico, en la calle, en la economía, en las relaciones de género debe cambiarse por una cultura del servicio, la responsabilidad, la transparencia y la rendición de cuentas.
Mientras no estemos convencidos que la corrupción ha penetrado demasiados ámbitos de la vida económica, política y cultural es muy difícil que cambiemos la situación. A Saca y a quienes llegaron antes o vengan detrás de él en estos procesos contra la corrupción se les ha podido detener porque la prepotencia del poder había sido tan grande y tan abusiva que se confiaron demasiado. Pero desde el poder se inventan siempre nuevos métodos para favorecer y proteger la ambición desatada y la trampa. Hoy tenemos cada vez más personas que buscan la honradez y saben protegerla. Más jóvenes dispuestos a luchar en favor de valores. Pero también tenemos diputados lentos e irresponsables a la hora de elegir magistrados de la Corte Suprema, o empresarios empeñados en manejar el agua como un negocio mientras otros mueren de sed. Juntar fuerzas contra la corrupción, crear cultura, institucionalidad y legalidad adecuada para vencerla es una tarea indispensable.