Álvaro Darío Lara
Mis inicios en el aprendizaje de la escritura, allá por el primer grado, me traen a la memoria el Colegio “Nuestra Señora de los Ángeles”, fundado por la educadora Vicenta Ángel (la niña Chentía), una notable maestra, ya nonagenaria en aquella lejana época, quien dirigía –férreamente- ese pintoresco templo de las primeras letras, situado a inmediaciones de la Iglesia del Perpetuo Socorro en San Salvador.
Ahí, conocí el lápiz mongol, número 1 y número 2; y desde luego, la pizarrita, el pizarrín, el tintero, y el noble canutero de madera, con sus infaltables plumillas metálicas. A esto hay que agregar, el papel secante. Y es que, en ese colegio, el tiempo se había detenido, a pesar que ya soplaban, algunos vientos modernizadores más allá de sus persianas, puertas y ventanas -verdes muy verdes- que daban al recordado pasaje Aguilar.
Fueron las plumas de ave (de las alas de un ganso principalmente, aunque también se admitían otras especies), el gran instrumento gráfico desde el siglo VI hasta el XIX, según los entendidos. Este mundo fue extinguiéndose lentamente, con el surgimiento de la pluma estilográfica; y luego, con el bolígrafo. Sin embargo, en nuestro medio, repito, los viejos artefactos continuaron utilizándose. Incluso, se consideraba -y se considera aún en ciertos círculos- como un elegante distintivo, el empleo de las plumas estilográficas de cartucho; o recargables, directamente del depósito de tinta.
Los tiempos idos, registran a los admirables calígrafos, especialistas en aquella letra gótica, la gran preferida para los diplomas y títulos. Todavía algunas universidades y otras instituciones educativas, siguen encargando esta rotulación manuscrita, a los escasos artistas de la letra, que aún sobreviven.
Pero no sólo para escribir se han empleado plumas. El arte plumario, esto es, la creación de objetos con fines utilitarios y artísticos, ha estado presente en muchas culturas. Este arte tuvo entre los aztecas, quizás a sus más altos cultores, quienes crearon bellísimos cuadros, tocados y atavíos, con las plumas de las fabulosas aves de la América prehispánica. Basta recordar el famoso Penacho de Moctezuma, que exhibe -además de las plumas- oro y piedras preciosas, y sobre el cual existe una encendida controversia acerca de su autenticidad. Por cierto, no se encuentra en el nacionalísimo México, sino en el Museo Etnográfico de Viena, donde constituye una enorme atracción.
Y finalmente- en la devoción por las plumas- la primera vez que escuché el término “plumífero” era un niño. Mi padre lo decía con frecuencia, cuando leía a algunos articulistas en los periódicos locales. Siendo un infante, por mi mente pasaba la imagen de un hombre-gallo o de un pájaro parlante; tiempo después, de su venerable instrucción, me enteré que se dice así, de aquellos que escriben por encargo del multicolor y diverso poder: panfletos, discursos o toda suerte de himnos laudatorios, a cambio de constantes y sonantes dracmas.
En esos años de gris periodismo, eran muy ridículos y descarados; como ahora lo siguen siendo en los medios digitales llegando hasta la vomitiva grosería.
Continúan por todos lados –ya orquestados en sólida institucionalidad- y devengando en los presupuestos. Siempre estomacalmente incondicionales, disfrazados de analistas, religiosos, comunicadores o académicos “independientes” montados en la industrial y salvaje propaganda de los gobiernos. En fin, cosa de plumas.