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COSAS DE LAS QUE NADIE QUIERE HABLAR

Gabriel Otero

Las manchas empiezan a brotar en las manos, parecen pecas, son las sombras de la vejez. Que delicia es dormir toda la noche sin  interrupciones, uno es joven porque la vida comienza a los cincuenta y pico, los clises actuales de las nuevas décadas son tan efectivos como la masturbación mental.

Viejos los cerros, y reverdecen, pero ayer al bañarte te dolió un poco el pecho por los músculos entumecidos, fue un mal movimiento al enjabonarte, nada para alarmarse, no es que se te torciera el brazo o que el corazón se te saliera, solo respiraste unos segundos para seguir con tu normalidad.

¿Y qué tal la panza? dejaste de fumar y el universo redondo se te acumuló en el vientre, te volviste elefantiásico, que difícil es agacharte para buscar cualquier cosa y peor para amarrarte las agujetas. De por si eras torpe,     ahora con tu metro setenta y uno y el ombligo reventado, te tornaste rojo y rollizo como un bebé bien alimentado.

¿Y la calvicie? Duraste años contra todos los pronósticos de perder el cabello antes de los 25, el envidioso de tu cuñado, el de pelo ensortijado similar al vello púbico, se burlaba porque te peinabas con pistola para alzarte el copete, y aún tienes pelo, aunque va en retirada.

¿Y la ciática? Ese molesto cosquilleo en el glúteo derecho que se siente igual a un calambre largo, no te acomodas ni al acostarte, lo único que lo disfraza es tomar una gragea de ibuprofeno y con suerte se te quita en unas cuantas horas.

¿Y la dichosa hipertensión? Cumpliste doce años de tomar esa pastilla que te mantiene estable, has ido a parar tres o cuatro veces al hospital con vértigo y náuseas, hiciste un coraje de antología cuando te detectaron la enfermedad, y hoy te cuesta trabajo dominar tu carácter al encontrarte tanto bellaco en el mundo.

Y aunque camines las mismas distancias que un caribú, eso no es considerado un ejercicio si no se hace de manera consciente y deliberada, según afirman los doctores milenials.

Y te causa terror la condena del azúcar, la diabetes, porque tener dulzura en la sangre no debería ocasionar la muerte.

Y hay tantas cosas que pasan de las que nadie, que rebase los cincuenta años, quiere hablar, porque creen que envejecen. Y es cierto.

Pero hay que hacerlo con dignidad.

LA MUERTE EN VIDA   

Para Diana Otero

Decadencia, adverbio resumen del cuerpo trémulo, ya nada tiene la firmeza de antes. Ayer te aparecieron manchas en las manos y los músculos se te derrumbaron pecho a tierra, un dolor por acá, un achaque por allá, dicen que te vuelves pequeño y sabio cuando la muerte empieza a buscarte.

Que compleja es la vida, te tardas tanto en aprender y envejeces tan rápido que estás listo para fallecer cuando naces. Sí, en efecto, lamentable es preparar la llegada  del ocaso, nubes cubren el brillo de la luz que se hunde y se apaga.

Vejez significa el tiempo de coser una mortaja de estrellas y es peor y terrible si la descomposición es acelerada, una enfermedad algo inesperada, es la muerte en vida la que extermina.

Volverse viejo es morirse ¿quién puede afirmar lo contrario?, los optimistas claman por matriarcados y patriarcados falsos colgados en la escala zoológica, algo así como la ancianidad gritando por sus derechos.

Y lo peor, que es donde vive la máxima de las torturas, es que estás lúcido, tremendamente brillante y beligerante, dueño de ti y del mundo lo dominas, todos te llaman don, licenciado o doctor, un respeto genuflexivo por haber llegado hasta ahí y convertirte  sin querer en guía.

Y uno habla y las paredes se caen, porque vivir nunca ha sido de gratis y morirse en público tampoco, los poros se marchitan como las flores, la verdad es que te lo ganaste, es tu lugar que nadie te quita, tus huesos vivos se exhiben como reliquias de alguien que la hizo y sucumbirá pobre y rico y ahora.

Traza algo antes que todo estalle, tienes el derecho de garabatear lo que se te ronque  la gana, di que puedes “escribir los versos más cursis esta noche” (1)  y cobrar derechos por las lágrimas y el recuerdo.

Y tu hijo te observa desde su juventud en la que todo se renueva, lo mismo hiciste cuando viste a tu padre, matarlo a palabras, revivirlo en epitafios y decirle que lo extrañas, y hablarle de tú y decirle que lo comprendes.

Y así te esperan las nuevas generaciones, un tótem con sangre en las venas a quien reconocer como de los suyos, alguien a quien acudir en caso de muerte súbita, alguien a quien culpar de las estupideces propias.

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(1) “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”: paráfrasis de Pablo Neruda.

VEJEZ Y SABIDURÍA

Muchos creen que la vejez es sinónimo de sabiduría como si la experiencia acumulada redimiera los errores de toda una vida, como si llegar a cierta edad nos acercara a la beatificación y luego a la santidad, de súbito olvidamos los yerros y a la gente que lastimamos en el camino, las arrugas son surcos desmemoriados y permanentes en nuestra cara, nuestras manos tiemblan aferrándonos a un tiempo invisible en el que estamos a punto de expirar.

Es cierto que entre más vivimos más conocemos pero eso dista años luz de convertirnos en sabios, nos extraviamos en olores difusos y recuerdos amables, nos ufanamos que si volviéramos a nacer haríamos lo mismo que ya hicimos, la pertinaz satisfacción personal de equiparar logros con estupideces.

El dicho de que “el diablo más sabe por viejo que por diablo” evidentemente fue la expresión de un anciano, un espectro viviente esperando el momento de partir, el abuelo o la abuela casi siempre compasivos, nuestra madre o nuestro padre amados hasta el séptimo cielo. Los parientes arropadores de cariño.

Nacemos pequeños y moriremos pequeños, nos tardamos mucho en aprender entre tropezones y es doloroso crecer pero también divertido, el masoquismo de sentir que el oleaje nos arrastra para escapar de él, hay quien afirma que cosemos nuestra mortaja de estrellas desde el momento en que nos cortan el cordón umbilical.

Y buscamos razones para existir, nos preparamos en el proceso creyéndonos infalibles y escalamos montañas, sorteamos riscos, diseñamos vidas ideales y amores perfectos, nos negamos categóricos a someternos a designios divinos, hemos creado deidades y soberbios proclamamos su muerte y resurrección, según nos convenga.

Y llegamos al ocaso después de arrollar a quién sabe cuántos, tanto corrimos que nos asumimos darwinistas aptos, sapientes y fuertes ¿qué quedará de nosotros cuando nos vayamos? ¿ Si la carne y los huesos vuelven a la tierra para pudrirse?

El ciclo continuará y no se sabe si nuestra energía vital se transformará o si reencarnaremos en hormiga o león o si alcanzaremos el nirvana.

¿Para qué tantas pretensiones de sabiduría? Si nos acosan el lumbago, las cataratas en los ojos, las ulceras y los miasmas.

¿Para qué pensar que somos faros si ni siquiera pudimos iluminar nuestra vida?

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

Ilustración del autor de Jonathan Juárez.

 

Fotografías de Gabriel Cruz Zamudio.

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