Luis Armando González
En sus clases de filosofía, el P. Ignacio Ellacuría compartió con sus alumnos, en más de una ocasión, su inquietud a cerca de cómo era posible que la ideología se filtrara en la inteligencia de las personas. Su pregunta era por las fisuras que podía haber en aquella para que la ideología se introdujera en la mente. Su teoría de la inteligencia –tomada de Xavier Zubiri— le decía que los humanos no solo estamos en la realidad, sino que la forma primordial de inteligencia –el primer acceso de los seres humanos a la realidad— es sentiente, lo cual quiere decir que tenemos una aprehensión primordial de realidad que es previa a cualquier otra construcción mental.
La ideología, en la concepción que a Ellacuría le preocupaba en ese momento, es justo lo opuesto a esa aprehensión primordial; es una visión distorsionada de la realidad que, como tal, nos impide aprehender la realidad en sus distintos niveles de estructuración. De no haber sido asesinado en noviembre de 1989, es seguro que el P. Ellacuría hubiera elaborado mejor sus ideas sobre esta problemática, dejando una formulación más esclarecedora al respecto.
De todos modos, su preocupación sigue teniendo vigencia, sobre todo a juzgar no tanto por la permeabilidad de la mente humana a las ideologías, sino a algo más básico (y a partir de lo cual es probable que las ideologías y las religiones encuentren su puerta de entrada): la pasmosa credulidad que manifiestan muchas personas (quizás una gran mayoría de ellas) ante planteamientos (ideas, afirmaciones, etc.) que no resisten una contrastación somera con la realidad o la revisión a partir de criterios lógicos elementales.
La prudencia y el buen sentido –dos características de cualquier persona medianamente ilustrada— sugieren que para abrazar cualquier causa –humanitaria, ideológica o política— se deben tener buenas razones, es decir, razones adecuadas por su realismo y coherencia lógica. Dejamos de lado aquí las religiones, pues las mismas se arraigan individual y colectivamente gracias, precisamente, a la credulidad extrema de la gente. Pero en asuntos ideológicos o políticos las cosas deberían ser distintas: las personas deberían hacer suyas causas de ese tipo por las razones correctas.
Sin embargo, es eso justamente lo que no sucede: sobran los que se suman a causas políticas o ideológicas por las razones equivocadas. Y esto no lo hacen solo quienes poseen unos bajos niveles educativos, sino gentes de las cuales –por los títulos de los que hacen gala— se esperaría una mejor capacidad de juicio. Tampoco se trata de una credulidad que se justifique por una falta de acceso a la necesaria información o a unas habilidades de manipulación extraordinarias por parte de los gestores (protagonistas, líderes, o como se les quiera llamar) de determinadas causas.
En no pocas ocasiones, bastaría un mínimo esfuerzo racional (y de buen sentido) para caer en la cuenta de que lo que esos líderes o protagonistas (políticos o ideológicos) dicen o prometen no tiene viabilidad alguna o está en flagrante contradicción con la realidad.
Por otra parte, lo que debe ser motivo de preocupación no es que haya líderes que digan cosas faltas de sentido o de realismo, sino que haya personas –no una o dos, sino muchas— que lo crean y que, a partir de esa creencia, estén dispuestas a comprometerse decididamente en el seguimiento de la persona generadora de las ideas que tanto les han cautivado.
O sea, el problema es el de la credibilidad extrema de la que hacen gala amplios sectores sociales, entre los cuales se encuentran individuos de los cuales cabría esperar una mayor capacidad crítica. Esa credulidad –es decir, la facilidad con la que se cree cualquier cosa, incluyendo planteamientos faltos de realismo e incoherentes— hace a las personas crédulas fácilmente manipulables política e ideológicamente (y también religiosamente).
Un par de ejemplos recientes ilustran esa credulidad que, a ratos, parece una grave tara colectiva. El primero hace referencia a la facilidad con la que se acepta que alguien cuya trayectoria política ha estado ligada a un determinado partido decida presentarse, de un día para otro, como una persona “apolítica”, es decir, ajena a los partidos y, por tanto, con las credenciales para encabezar una renovación política a partir de una política “apartidaria” (o para renovar el Estado desde la Sala de lo Constitucional). Insistimos: siempre habrá personas que –no importa si se lo creen o no— se presenten como ajenas a la “bajeza” y “podredumbre” de la política y los partidos; lo que llama la atención es que, aunque esas personas hayan sido hasta el día de ayer miembros de partidos (hayan tenido o tengan vínculos evidentes con determinado partido), quienes los escuchan y los siguen se crean a pie juntillas su “apoliticidad” de toda la vida.
El segundo ejemplo hace referencia también a la facilidad con la que mucha gente se cree el planteamiento que anuncia la creación de un partido político absolutamente distinto a todos los partidos que existen y que han existido. Un somero razonamiento permite caer en la cuenta de lo ficticio de esa propuesta. Si nace un partido político necesariamente tendrá algo –sobre todo lo esencial— propio de todos los partidos, y especialmente su sometimiento a la “ley de hierro” de las oligarquías (R. Michels). Y si es algo absolutamente distinto a los partidos que existen y han existido, será otra cosa y no un partido político.
De nuevo, lo preocupante no es que haya quienes proclamen sus intensiones (y seguridad) de crear un partido político que no será un partido político, sino que haya personas, incluso con formación en ciencias políticas o equivalentes, que se lo crean sin rechistar.
Por supuesto que hay más ejemplos. Pero los apuntados son suficientes para los fines de esta reflexión sobre la pasmosa credulidad que caracteriza a sectores significativos de la sociedad salvadoreña. ¿Cómo atacar esa credulidad? Con educación, pero cuidándose de no identificar educación con títulos, sobre todo en estos tiempos en los cuales los grados académicos se han devaluado exageradamente. Una educación con firmes cimientos críticos, los cuales descansan en la lógica y la razón científica y filosófica, es vital para ese propósito.
Quizás una educación crítica, sólida en lo científico y los filosófico, sea el requisito para la formación de actitudes personales que excluyan asumir causas por razones equivocadas. Y aunque las personas con esas actitudes hagan suya la causa de alguien que dice disparates, serán conscientes de ello y tendrán otras razones, menos disparatadas, para seguir dando su apoyo a esa causa.