Katy Álvarez
Escritora
Nací en un país tercermundista con sueños de primer mundo, sueño con vivir del arte de la literatura, sueño con crear mundos como los que existen en los libros que he crecido leyendo, escribir me permite ser quien quiera, cuando quiera por el tiempo que quiera. Escribir me da una libertad que no experimento de ninguna otra manera, como si de alguna forma existiera más cuando me encuentro ante esta tarea; sin embargo, raras veces la gente logra ver esta parte de mí, porque la escritura es para mí un placer que disfruto en solitario, que me permite no solo exponer mis sentimientos, si no reescribirlos, disfrazarlos y editarlos a mi antojo, todo tras bambalinas.
Hasta ahora para mí, la libertad que me da escribir, la sensación de volar, era algo que creía exclusivo, como si solo yo poseyera este super poder, este secreto tan maravilloso. Franz Kafka decía que “Un libro tiene que ser el hacha que rompa nuestra mar congelada”, esto es porque la literatura es arte, el arte debe despertarnos de un impacto, debe sacarnos de nuestra soledad de un golpe, sin saber como ni cuando paso. Esto fue lo que me paso la semana pasada, mientras me sentaba entre los espectadores de la función de ballet de la obra Giselle, que se escenifico en el Teatro Presidente los pasados veintidós, veintitrés y veinticuatro de Julio, me di cuenta que no era la única que al encontrar su pasión volaba y que a diferencia de cuando yo lo hacía, otros estaban dispuestos a hacerme testigos del momento en que se alzaran del suelo.
Hay algo muy particular y especial en el arte que se manifiesta en el baile, una particularidad que a excepción quizás de un concierto o una sinfónica (tema que retomaré más adelante), no lo tiene ninguna otra forma de arte, y es que podemos apreciar el momento en que el artista está creando, el momento en que se vuelve libre. Usualmente cuando estamos ante el arte, la grandeza de las obras nos impactan cuando están terminadas, una frase bien compuesta en un libro, una melodía, una pintura. Pero hay algo en el baile, de manera específica en el ballet, que te permite ver la transformación de una persona normal en artista. En el Ballet encontramos la posibilidad de que haya un error en escena sin importar el número de veces que la obra se haya ensayado, está posibilidad que hace al artista humano, la misma que abre la puerta a improvisar y retomar el camino, la misma que pasa a veces desapercibida ante el público y que aún estando presente, incluso si el error no llega nunca a manifestarse, forma parte de la perfección y la belleza del ballet.
Asistir a esta función originó en mi algo más que admiración, algo más parecido a la esperanza, la cual nació en la certeza de que en El Salvador hay verdadero talento y desembocaba en la esperanza de crear con mis palabras en mis lectores, los mismos sentimientos que los bailarines crean en los espectadores con sus cuerpos. Darle la posibilidad al público de verlos convertirse en algo más trascendente que los humanos, de tomar lo abstracto de los sueños y volverlos materiales durante esas dos horas.
Como la función me dejo queriendo más, decidí que si tenía a mi alcance la oportunidad de ver el arte tomar forma en un escenario y personificarse, no sería yo quien la desperdiciara, así que el lunes pasado, entre tráfico y el cansancio del inicio de una nueva semana, me dirigí al Concierto de Cierre del II Encuentro de Músicos Salvadoreños Radicados en el Extranjero, en el cual, la Joven Camerata de El Salvador, realizó su debut bajo la dirección del Doctor Raúl Munguía, quien es originario de Honduras y también, Director de Orquestas y Profesor de violín y viola de la Universidad Estatal de Pittsburg en Kansas.
Cuando comenzó el concierto estaba demasiado consciente aún del ballet, tan visual como es; pero, conforme fue avanzando me di cuenta que había otro sentido por el que debía dejarme llevar y en un determinado momento, parecía que la música ya no venía de los músicos que estaban frente a mí sino que salía de mi interior; en más de una ocasión, entre pausa y pausa de los movimientos de las Sinfonías de Bach, Edvard Grieg y Mozart, encontré que sin tan siquiera notarlo había estado conteniendo la respiración. Si bien en el ballet vemos a sus artistas volar con una singular belleza, en la sinfónica el público es el que con cada intensidad de las notas siente el hilo que lo amarra al suelo hacerse más y más delgado.
Es ahora que me doy cuenta que lo que nos hace tercermundistas no es la falta de talento, es el que teniendo tanto talento no asistamos a presenciarlo, que no nos enteremos de estos eventos por la comodidad de no hacerlo, porque la grandeza exige sacrificios, exige tiempo, exige ir contra corriente y sentarnos en el público nos hace parte de la resistencia contra todo lo que se nos ha enseñado, que aquí no hay progreso, que las estadísticas están en nuestra contra, tantas excusas que en un par de horas de música y baile se pueden superar. Saquémonos la etiqueta del tercer mundo del alma, porque cuando el alma quiere bailar, utiliza el ballet y cuando quiere hablar, utiliza la música.
Termino invitando a los salvadoreños a que se acerquen a este tipo de eventos, a que inviertan en su cultura personal y en la cultura de su país, a llegar a los conciertos, al teatro, al ballet y las danzas, puedo asegurar que saldrán esperanzados como yo, inspirados a crear y a creer, creer en el talento que hay en nuestros compatriotas, pero más allá de eso, a creer en el talento que hay en nosotros mismos y que de tanto creer, terminemos por crear.