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Criminalización de la protesta (3)

René Martínez Pineda

Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Todavía en la década de los 70 (en pleno debate sobre la necesidad de la lucha armada) se creía que la democracia electoral podría frenar los desmanes del capitalismo y hacer retroceder la pobreza, absoluta y relativa, pero los fraudes en las elecciones de 1972 y 1977 desmintieron esa creencia con la cual se lograron pequeñas dádivas, en materia social, promovidas por los militares bajo el mando directo de la oligarquía que buscaba modernizar algunos rubros de la sociedad. Para sorpresa de muchos (con la tinta de los Acuerdos de Paz aún fresca y con el FMLN en la Asamblea Legislativa) en la década de los 90 esas pequeñas dádivas fueron confiscadas a plena luz del día: se privatizó la energía eléctrica, las pensiones, las telecomunicaciones, se desfinanció la educación pública, se dolarizó, etc., y fue una sorpresa porque veníamos de una guerra civil audaz que suponía una acumulación de fuerzas políticas que impediría ese tipo de medidas. Eso reafirmó que la democracia electoral no sirve para cambiar la esencia expropiadora del capital ni su forma de distribuir la riqueza, el que para mantener su poder al respecto elige presidentes y diputados leales al sistema o convertidos en tales. Perifraseando a Mark Twain digamos que: “nuestros poderes legislativo, ejecutivo y judicial son los mejores poderes que el dinero puede pagar”.

Seguramente por tal razón, la principal consigna organizativa de los grupos emergentes es “democracia real ya”, sin que tengan claro lo que ello significa, pero sí saben que es distinto a lo que tenemos. El movimiento popular de los 70 y 80 sí tenía clara la idea de democracia, la que hasta entonces era un artículo de lujo que solo la burguesía podía comprar y usar, y por eso para el pueblo no pasaba de ser una leyenda urbana apenas reflejada en las urnas y en los desfiles de independencia. En el marco de las nuevas protestas sociales a nivel mundial (sobre todo en México con el fenómeno AMLO), desde hace diez años la democracia vuelve a florecer en el imaginario popular que vuelca su mirada en otro tipo de movimientos sociales y partidos políticos, poniendo en jaque a los tradicionales de derecha e izquierda. No obstante, la sociología aún se pregunta si es posible la democracia real por la vía electoral (institucional) sin trastocar significativamente las bases del capitalismo, y si los simples actos de protesta pueden construirla o, al menos, avanzar en ese camino.

De lo que sí estamos claros es de que los gobiernos, en su inmensa mayoría, han sido tomados de rehenes por dictadorzuelos, por corruptos, por oportunistas, por lambiscones, por un dinero sin rostro, y lo único que queda a disposición de los grupos emergentes, por no estar colonizados aún, son las calles, las plazas y las redes sociales. Estamos hablando, entonces, de que lo que queda es la toma de esos espacios públicos y organizar desde ellos un movimiento social emergente, políticamente claro, que como en los 70 proteste, proponga y luche desde abajo para combatir las perversidades que se cometen desde arriba y demuestre que la gente está interesada en la política porque su vaso de tolerancia o de triste apatía “ya rebalsó”, y está dispuesta a salir de su casa o de sus absorbentes trabajos para apropiarse de la lucha por la dignidad y para demostrar que la protesta ya no puede ser criminalizada, pues incluso aquellos que nunca han participado en política –de ningún tipo- están convenciéndose de que es necesario actuar y dejar atrás la condición de súbdito.

¿Qué significa, ideológicamente, que la protesta social genere grupos emergentes que cuestionan a los partidos políticos y a la política? Lo primero es la aceptación de que la democracia electoral ha sido comprada por el capitalismo, convirtiendo a los partidos en filibusteros y a los políticos en mercenarios. Lo anterior significa que el capitalismo es el límite real e inamovible de la democracia, o sea que por la vía electoral no se puede arribar, pacíficamente, al socialismo. Para ello se necesita que el capitalismo colapse antes de que asuma la forma de un fascismo de nuevo tipo que someta a las instituciones democráticas hasta vaciarlas en los moldes del poder económico que se transforma en político.

Lo segundo es que las protestas y grupos emergentes -con la bandera de la dignidad que es criminalizada por el capital- obligan a la sociología a construir nuevas teorías sobre la revolución social como un proceso que puede ser distinto a la toma del poder por la vía armada, pero no por ello inenarrablemente lento o temeroso. Para eso se necesita echar mano de la creatividad y de una audacia organizativa que parta de los rasgos culturales y biografías nacionales que son siempre específicas, biografías que no podemos dejar que sigan siendo escritas por los patéticos y mansos historiadores neoliberales que pretenden robarse las banderas de lucha del pueblo organizado para ponerlas en las manos de la burguesía. Sin duda (debido a la pérdida de rumbo de muchas izquierdas) la clase dominante está usando las históricas consignas populares para quemarlas en el altar del populismo con la coartada de la llamada “derecha social”, la cual es en sí misma una contradicción.

En el país, las elecciones de 2019 darán la posibilidad de inaugurar una nueva etapa de la democracia electoral y responder a la eterna interrogante: ¿qué podemos hacer? En principio, los grupos emergentes (las pre-izquierdas) y las izquierdas históricas que, por crítica y autocrítica, recuerdan que el futuro está en su pasado, deben crear nuevas esperanzas y nuevas ilusiones en el pueblo, todo en función de redimir la dignidad colectiva y reconstruir la identidad sociocultural. De ser así, si bien la democracia real empezará como un período turbulento y lleno de dudas, la visión de revolución será una tarea cotidiana, gradual y sobre todo estructural para no caer en el asistencialismo.

Esa turbulencia se deberá a que la construcción de una democracia real entra en pugna con la democracia ficticia o electoral que sufrimos, y a que para caminar en esa ruta será necesario recurrir a formas de lucha que pueden ser violentas e ilegales. Serán pequeños cambios estructurales, pero serán cambios al fin. Sinceramente creo que las elecciones de febrero de 2019 abrirán otra etapa del sufragio nacional, independientemente de que nos guste o no nos guste; independientemente de que nos convenga o nos convenga como individuos… pero, la realidad es objetiva y lapidaria.

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