Roland Membreño
Tomado de Agenda Latinoamericana
La violencia es la partera de la historia (Marx en Das Kapital) concepto y metodología de vastas consecuencias en una visión de cambio de la modernidad cargada de sangre (la historia como una especie de matadero) pero con una convicción religiosa de ejecución del mal necesario desembocando feliz y compensatoriamente en un mundo nuevo. Para entonces se cree que la historia y la economía están regidas por leyes con un destino inexorable e irreversible (determinismo), sustentación del autoritarismo político. No sólo Marx y Engels: una extensa apologética de la violencia cruza los siglos. Se la justifica con razones, pero también sin ellas, exaltando pasiones como el orgullo nacional, la raza, o las creencias y héroes de un partido, dando forma a los mitos políticos modernos. La forma naturalista de explicar esta violencia es que sin ella no hay evolución (darwinismo social) y que es inherente al ser humano.
Los saldos de las interminables guerras internas, externas, de clases, por territorios, mares, recursos naturales o por el motivo más banal, están lejos de construir mundos más felices. Los horizontes utópicos (socialismo) y míticos (fascismo) han devenido, luego de breves jolgorios triunfalistas, en infiernos de ingrata duración como pesadillas que amenazan eternizarse. La nuestra es así una era de desencanto a izquierda y derecha respecto de las promesas de la modernidad y de la violencia como metodología de algún cambio sustentable. Los dos últimos siglos y su record de violencia constituyen una pavorosa ingeniería del mal. Saldos aleccionadores para los movimientos sociales, que bajo la bandera de unidad en la diversidad y de no violencia activa, se orientan en el presente por referencias distintas, convencidos que se trata no sólo de cambios económicos o de incidencia en gobiernos, sino de una transformación de fondo en visiones, valores, cultura, en las pautas de relacionamiento en todos los ámbitos (entorno, comunidad, familia, pareja, trabajo, etc.) y en la creación de nuevas sensibilidades y posibilidades de lo humano.
En el siglo XX la ciencia cambia tan radicalmente que lleva a una revolución de cuyas consecuencias todavía no nos percatamos plenamente. La teoría de la relatividad y la física cuántica desplazan las concepciones mecánicas de la física de Newton que eran muy rígidas y surge así una visión relativista (todo está en relación) y de probabilidades y potencialidades más que de cosas definitivas, lo que aumenta el grado de libertad en la percepción de la energía que sustenta el universo y a nosotros mismos.
Llega así la era digital y de las comunicaciones que potencia el espacio-tiempo de los actores en la gestión de su participación en todos los campos. Por primera vez se cuenta con un soporte tecnológico para la democracia, pero con un sentido de horizontalidad más allá de las expectativas, rebasando con creces las posibilidades metabólicas del aparato político gubernamental de la modernidad, burocrático y no habilitado para una interacción dinámica en tiempo real con la sociedad civil. El mundo mediático y su inmediatez comunicativa trastorna el viejo sistema de representación política. Ahora no solo existen movimientos sociales sino que toda la sociedad está movilizada full time (analogía de la “revolución permanente”). Movilización multi-expresiva a tenor de las circunstancias, con una rapidez de presencia y protesta social nunca vista local e internacionalmente. Los movimientos sociales contemporáneos se sitúan ante sociedades complejas y plurales, sustentadas en la información y la comunicación, por lo que avanzar hacia un mundo viable ya no pasa por conducciones caudillistas, mesiánicas, militaristas, o por reduccionismos clasistas y economicistas, con una metafísica de la historia utópico-mítica, o voraz de la economía sin sentido social o humano en una polarización de actores dispuestos a matarse por el poder y por el botín. Final de una especie que debe reconocer sus límites o desaparecer.Aflora la pluralidad de actores sociales, destacando el movimiento de emancipación de la mujer en sus distintas expresiones, las minorías discriminadas por color, procedencia, religión y que tienden a no ser minorías (tantos genocidios y sufrimientos infligidos a cuenta del supremacismo, del separatismo, de la xenofobia); el mundo indígena latinoamericano en sus demandas territoriales, culturales e identitarias en lucha contra los intereses del extractivismo criollo y transnacional (el Brasil-Amazonas bajo Bolsonaro, la Venezuela de Maduro y el Arco del Orinoco, la Honduras donde es asesinada Berta Cáceres, etc.); el campesinado en todo su olvido como especie en extinción, pero vivo e inventándose de una manera aleccionadora en tiempos del cambio climático, la masa trashumante de migraciones generadas por la misma globalización y trata de personas de todo género y edad como formas de esclavitud moderna y el retorno a una enconada lucha por los derechos civiles fundamentales (la libertad y la vida en primer lugar) ante la amenaza del totalitarismo como respuesta del Estado históricamente desfasado e incompetente, a veces camuflado de democracia y más veces mostrándose sin desenfado con su larga lista de imposiciones, atropellos, activistas asesinados y hasta crímenes de lesa humanidad.
Este déficit estructural perfila el carácter fallido del Estado que activa la respuesta violenta de los gobiernos, criminalizando la protesta ciudadana, los derechos humanos, las libertades, a la vez que parasita en la corrupción en dimensiones colosales (recordemos el corte profundo y transversal de la Olderbrech y la transnacional petrolera Vitol Group) sobre el establishment político latinoamericano, o bien del crimen organizado conformando los narco estados. La lucha por el poder de Estado se convierte más allá de toda racionalidad política en un fin en sí mismo. Sin fundamento en consensos, se recurre a la represión y a una suerte de terrorismo de estado sistemático, una disfuncionalidad en oferta para cualquier camarilla deseosa del poder estatal secuestrando territorios o la nación completa.
El reto transversal de los movimientos sociales es el de la ciudadanía, no como momento electoral, sino como el todo momento en todos los temas, intromisión constante posible por el doble soporte, tecnológico y de la diversidad–pluralismo, en la matriz de la comunicación, configurando en la práctica cotidiana una ciudadanía exprés multifacética o si se quiere una expresividad ciudadana instantánea que reverbera en la superficie social en sucesivas olas creando densidades momentáneas, pero nunca tan rígidas para instalarse de manera pesada. A expensas de este aparataje, diversidad y tramado social múltiple, es que lo civil crea un nuevo balance con el Estado. Hoy es la sociedad civil y sus actores lo que están constituyéndose en principal centro de gravedad de lo político.
Esta irrupción mediático-comunicativa tiene que resistir el desgaste social y moral de la era de la post-verdad con sus fake news, realidades paralelas, infiltración de troles y toda una ingeniería de perversión de la palabra y la comunicación (Donald Trump se lució como experto en esta materia), en una mezcla de usos tecnológicos y formas fascistas de manipulación y desinformación: un gigantesco sabotaje a los consensos de la sociedad civil y sostenibilidad moral de la especie humana.
La ciudadanía movilizada y los movimientos sociales construyen el presente con una metodología de no violencia activa, comunicación y cambio sostenible cultural y político. La crueldad y violencia estatal, empresarial y de mafias subterráneas como el narcotráfico y fuerzas paramilitares, campean en un mundo caído en desgracia, donde lo político luce deslegitimado y la ética se evapora. En medio de esa barbarie y decadencia, la sociedad movilizada, en larga labor de parto, reinventa lo humano en formas inéditas dejando vacante a la milenaria comadrona de la violencia, buscando propiciar un giro civilizatorio, quizás nuestro último chance de sobrevivencia como especie y planeta.