Carta Económica
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El sistema capitalista global se encuentra en un estadio de profunda crisis de sobreproducción, resultado de crisis estructurales en diferentes partes de ese sistema, que ha llevado a su paso una crisis de la reproducción de la vida misma, con crisis alimentarias, ecológicas, energéticas y de contaminación, entre otras, que son condición mínima para el aseguramiento de la reproducción. Estas crisis, en una época en la que la polarización de la distribución del ingreso se ha expandido y las ocho personas con mayores ingresos reciben más que la mitad de la población mundial más pobres, ha creado también una crisis de la gobernanza y roto el paradigma de democracia occidental, y ha dado nacimiento ya a un proceso de organización del poder y sus instituciones, así como al establecimiento del fascismo moderno, apoyado en los grandes avances de la ciencia y la tecnología en la parte de las armas letales, las comunicaciones y la guerra biológica, que tienen a la humanidad en una perdida total de su privacidad, su libertad y todos los otros derechos fundamentales relacionados con su reproducción o derecho a la vida, a partir de estar sometidos a un proceso de destrucción de su organismo con una alimentación contaminada de químicos, en un ambientes con creciente presencia de virus creados para su dominación y exterminio.
El capitalismo mantiene una inherente tendencia a la crisis. Las crisis más profundas del capitalismo han marcado cambios de época en cuanto a la configuración del orden social y político, con una clara configuración del fascismo, ante procesos de irrupción social que se han ido desarrollando en diferentes ciudades y países, pero que llegará el momento de su masificación.
Durante las últimas décadas del siglo XIX, el tamaño de las corporaciones incrementó en paralelo con la sofisticación de su organización y procesos técnicos. Simultáneamente, los mecanismos monetarios y financieros entraron en un proceso de transformación y expansión, con el dramático desarrollo de la banca, el crédito y el dinero fiduciario. A partir de la crisis de 1890, la configuración de poder llevó a una primera hegemonía de las instituciones financieras hasta la Gran Depresión en 1929.
Es precisamente esa Gran Depresión la que lleva a reconfigurar el orden social mundial, dado que fue una crisis, no solo de las leyes de acumulación, concentración y centralización del capital, sino también de los mecanismos de refuncionalización de ese estadio del capitalismo y la hegemonía financiera, es decir, de las clases superiores capitalistas y sus instituciones financieras. El reacomodo de la nueva configuración de poderes en el orden social comienza a definirse en la década de 1950, cuando se establece una alianza del poder de cuadros ejecutivos –que toman protagonismo frente a los sectores capitalistas en el poder político– con algunas demandas populares, estableciendo así las bases del Estado de Bienestar en los países del centro, fundamentado en políticas originadas en el desarrollo teórico keynesiano, como el mecanismo de refuncionalización a partir de la crisis que crea el liberalismo extremo, que se desarrolla desde finales del siglo XIX y primer cuatro del siglo XX. Este proceso de refuncionalización se agota ya a finales de la década de los años sesenta y termina en la crisis de 1970.
A partir de la crisis de la década de 1970, las configuraciones de poder en el orden social vuelven a cambiar, en los países del centro la dirección la vuelven a tomar los sectores capitalistas, conformando, en primer lugar, una nueva lógica de refuncionalización con el desarrollo de la ciencia y la tecnología, sobre la cual se pensaba poder retomar una tendencia creciente de la taza de ganancia, este mecanismo se insertó en el sistema financiero especulativo, hasta generar la crisis del año 2000. Paralelamente a la ciencia y la tecnología desde los año 70, se abre un proceso de refuncionalización del capital, a partir de trasladar grandes sectores económicos que controlaba el Estado (producto del modelo del Estado del Bienestar) al gran capital, entre ellos: la telefonía, la infraestructura de carreteras, aeropuertos, energía eléctrica, la salud, la educación superior, el control sobre el desarrollo de la ciencia y la tecnología, etc.; esos dos mecanismos de refuncionalización no fueron suficientes para superar la crisis de sobreproducción, y se comienza un proceso de traslado del capital industrial al sector financiero, donde se concentra la lucha por resolver el problema de la tasa de ganancia, dándose un abandono de la industria como la fuente principal para renacionalizar la tasa de ganancia; la especulación se vuelve el mecanismo de escape ante la crisis de sobreproducción. Así nace la segunda hegemonía financiera de las clases capitalistas, con las políticas neoliberales y el consenso de Washington para América Latina.
Este período está caracterizado por las desregulaciones de diversos ámbitos de la economía (tasa de interés, precios, comercio internacional, flujos de capitales) y el abandono del aparato estatal en las intervenciones que tenía a partir de la estrategia desarrollista implementada anteriormente, a través de la privatización de empresas estratégicas, de servicios públicos y la redefinición del papel de la banca, lo que le abre el espacio para que entre a especular en los mercados financieros y la industria busque sus recursos en el sistema financiero especulativo. Esta nueva forma de funcionamiento del Estadio actual del capitalismo se consolida en el siglo XXI, generando un proceso de endeudamiento de los diferentes agentes económicos (industria, hogares y el Estado) y la creación del mercado de valores financieros basura, altamente tóxicos, en el sentido que son valores creados sobre otros valores, papeles creados sobre otros papeles, dando al final una separación profunda entre el sistema financiero y la economía real, que es la única que genera riqueza.
Es una etapa de transnacionalización del capital en la que, como explica Robinson (2003), los circuitos nacionales de acumulación articulados en un mercado mundial, van transformándose hacia circuitos transnacionales de producción y acumulación a través de la transnacionalización de mercados, sistemas financieros y procesos de producción, que es a lo que le llaman la globalización, donde el gran capital financiero además de su carácter especulativo, sale a la búsqueda de control de mercados, sectores estratégicos y monopolísticos de los países no desarrollados, así como el control de sus recursos naturales, los mercados laborales, los mercados financieros y los Estados, como el instrumento fundamental para implementar el modelo neoliberal y garantizar los intereses del gran capital financiero mundial en la esfera de estos países.
Es así que los circuitos transnacionales de acumulación subordinan todas las expresiones productivas nacionales, bajo las condiciones de esta fase de la acumulación. De esta manera se vincula la agenda del desarrollo a la penetración y expansión de las empresas transnacionales, para desarrollar economías de escala e integrar diferentes modos de producción en los circuitos globales de acumulación de capital, esto implica unificar al mundo en el contexto de la lógicas del capitalismo en su estadio actual, con un solo modelo neoliberal, con un mismo tipo de Estado y un sistema político de democracia burguesa, para así guiar la integración orgánica de diferentes países y regiones hacia una economía capitalista global.
Los circuitos de acumulación global colocan, entonces, a las grandes empresas transnacionales de la industria, del comercio y del sector financiero, acompañadas por los grandes organismos financieros como el FMI, el Banco Central Europeo, los acuerdos financieros internacionales, así como a los grandes organismos internacionales que administran y regulan el comercio mundial, como las protagonistas del entramado económico-político-social, que controla estos circuitos y las sociedades. Esto es lo que se ha venido imponiendo en América Latina y son las mismas medidas que la Troika europea recomienda aplicar en el sur de Europa.
La configuración de poder en el orden neoliberal está ampliamente controlada por los altos sectores capitalistas representados en un número no mayor de 15 familias, no solo en la dinámica propiamente económica, sino en el poder político, militar, mediático, intelectual y social.
Una vez demostrado que las políticas neoliberales tienen un límite y no son capaces de hacer llegar los beneficios del desarrollo a todos los sectores, concentrando y centralizando la acumulación de capital, se entra en una segunda crisis del presente estadio del capitalismo y sus diferentes mecanismos de refuncionalización, donde sobresale la hegemonía financiera, y ahí, una vez más, los cuadros ejecutivos cobran protagonismo en la dirección de la política pública y se comienza a conformar una nueva estructura de poder.
De modo que, la dinámica actual de la economía, da indicios de sostener el proceso de sobreacumulación mientras se expande el mercado financiero. En tanto no se logre relanzar el proceso de acumulación a través de una fuerte pérdida en el valor del capital (fundamentalmente en el financiero, que tiene valores que representan 10 veces la capacidad real de la economía mundial de generar excedentes, esto acompañado por una incapacidad de pago de la deuda de manera abierta por parte de los Estados, los hogares, la industria y hasta el sector estudiantil de las universidades norteamericanas), se mantendrán bajos crecimientos en economías avanzadas, ralentizaciones en mercados emergentes y crisis financieras cada vez más frecuentes y severas, es un escenario creciente de un default de la economía mundial y una perspectiva creciente de un derrumbe del castillo de barajas del sistema financiero mundial.
En este contexto, el panorama económico global se va dirigiendo a la constitución de élites cada vez más concentradas, como resultado de las leyes del capitalismo en cuanto a la concentración y centralización del capital y por la lucha por revertir la tendencia decreciente de la taza de ganancia (resultado de la crisis de sobreproducción), esto se manifiesta en el último informe de OXFAM, que muestra cómo la riqueza de los 8 hombres más ricos del mundo es equivalente a la del 50% de la población mundial más pobre, es decir 3,600,000,000 (3.6 mil millones) de personas.
Estas desigualdades van creando irrupciones de inconformidad que han hecho fracasar el paradigma de la democracia occidental, estas se han manifestado en expresiones más o menos organizadas desde diversas perspectivas progresistas, desde manifestaciones espontáneas contra las instituciones de la Unión Europea en España, Grecia y Reino Unido, o las movilizaciones contra las grandes corporaciones financiares de Wall Street (en el movimiento Occupy en Estados Unidos), hasta las conocidas empresas tomadas en Sudamérica y últimamente en España, o la institucionalización de esta inconformidad como la del partido PODEMOS en España y la lucha feroz que enfrentan los Gobiernos de izquierda de América Latina ante la ofensiva de una lucha de baja intensiva impuesta por el imperio, desestabilizando las economías, los sistemas políticos y una guerra psicológica utilizando el entramado de sus medios de comunicación. Lo anterior se combina con esquemas de dominación del imperialismo norteamericano y sus aliados en los países no centrales, el cual también comienza a tener fuertes fracturas; la resistencia del pueblo de Siria, de la revolución bolivariana, la resistencia de Irán, Corea del Norte y la fuerte alianza de la República Popular de China y la República de Rusia (no solo en lo militar, sino que también en lo económico, científico y tecnológico), marcan el fin de la dominación y hegemonía del imperialismo norteamericano, aliado con la OTAN, a la vez que se fractura de democracia burguesa en los propios Estados de los países centrales, dos aspectos que han venido siendo advertidos por los verdaderos centros de poder y han comenzado desde hace ya veinte años a montar el escenario del fascismo, por si los mecanismos normales de control de sus pueblos se derrumba.
Sin embargo, esta degeneración de las democracias occidentales, de baja intensidad (erosionadas por su fundamento oligárquico, por el miedo, la inseguridad, la guerra y la desigualdad), está creando también su nuevo escenario, con políticos que abandonan la máscara de hipocresía de las élites, en crisis de los partidos republicano y demócrata, esto siempre dirigido por los verdaderos centros de poder, es decir, las familias más poderosas que controlan el mundo capitalista. Es así que el 20 de enero del presente año, ha tomado posesión Donald Trump como presidente de Estados Unidos; por otra parte, en mayo se llevarán a cabo las elecciones presidenciales francesas, en las que la ultraderechista Marine Le Pen encabeza los sondeos, a quien por años la democracia burguesa había derrotado, pero ante el fracaso de esta y su debilitamiento por tanto deterioro de las condiciones de vida del pueblo, adquiere espacios como parte de los nuevos líderes políticos que pondrán orden en el marco del fascismo ya mencionado.
Estos movimientos han tomado fuerza a partir de discursos cargados de nacionalismos xenófobos y utilizando mensajes aparentemente anti-establishment, como una expresión del agotamiento claro de la democracia occidental liderada por los Estados Unidos de América. Pero quienes se mueven detrás de estos personajes son las mismas élites que saben que necesitan mantener el control del capital. El gabinete designado por Trump es el más rico en la historia de Estados Unidos y con el mayor número de generales militares desde la segunda guerra mundial.
Como menciona Nancy Fraser, la elección de Donald Trump es una más de una serie de insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto, apuntan al colapso de una facción de la hegemonía neoliberal, de la hegemonías del imperialismo del dólar en la economía mundial y de la hegemonía militar. En ese contexto es donde hay que analizar la llegada de las extremas que abandonan el velo de los anteriores Gobiernos, pues, aunque manejaban los mismos principios imperiales y deshumanizados, ahora quienes toman el control de los Estados serán más abiertos y directos, lo que mostrará el carácter fascista del sistema político ya estructurado y en desarrollo en EE.UU. y Europa.
Entre esas insubordinaciones podemos mencionar, el voto del Brexit en el Reino Unido, el rechazo de las reformas de Renzi en Italia, la campaña de Bernie Sanders para la nominación Demócrata en EE.UU. y el apoyo creciente cosechado por el Frente Nacional en Francia.
Aun cuando no difieren en ideología y objetivos, en cuanto a seguir salvando al capitalismo con los mecanismos de refuncionalización necesarios (donde el fascismo y la guerra pueden llegar a ser los predominantes en esta nueva etapa que esta naciendo), esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización gran-empresarial en la medida que no se adapta a recuperar los mercados laborales en los países centrales y recuperar los sectores medios que le dieron la base económica del actual estadio de desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas, sabiendo que el neoliberalismo y su globalización va contra esos objetivos, por lo que atacan al establishment político que los ha promovido. En todos los casos, los votantes dicen ¡No! a la letal combinación de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado, junto con la especulación financiera y una profundización de la concentración de la riqueza que resulta característica del actual capitalismo financierizado.
Sus votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que saltó por primera vez a la vista de todos con la casi fusión del orden financiero global en 2008.
Sin embargo, hasta hace poco la repuesta más común a esta crisis era la protesta social: espectacular y vívida, pero de carácter harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites del establishment, al menos en los Estados capitalistas poderosos como EE.UU., Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas electorales de choque se expanden por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales.
Quienes votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos; burlándose de las directrices del capitalismo global, han repudiado el sistema que ha erosionado sus condiciones de vida en los últimos treinta años. No obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas globales, lo que sus votantes rechazaron no fue el neoliberalismo sin más, sino, lo que Fraser denomina como el neoliberalismo progresista.
Esto puede sonar contradictorio, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real. En la forma que ha cobrado en EE.UU., el neoliberalismo progresista es una alianza de corrientes reformistas de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo, derechos de los LGBTI), por un lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta “simbólica” y sectores de servicios (finanzas, tecnología y entretenimiento).
En esta alianza, las fuerzas progresistas dentro del capitalismo se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización . Las primeras prestan su carisma a este último. Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que, en principio podrían servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y para las vidas de lo que era la clase media.
El neoliberalismo progresista se desarrolló en EE.UU. durante estas tres últimas décadas, Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair.
En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud, todos proclamando orgullosos su discurso “moderno y progresista”, amante de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres.
Aun cuando la administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas, cortejó a Wall Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el Cinturón del Óxido, otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora la región que ha entregado el Colegio Electoral a Donald Trump.
La políticas neoliberales han tenido un doble juego con los movimientos sindicales, por un lado se han apoyado en ellos para mantener el poder y, a la par, de manera sistemática, los fueron debilitando, por medio de sus alianzas con las uniones sindicales, por medio de líderes muchas veces corruptos que eran conscientes de este doble juego. Así se ha mantenido el declive de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario familiar, todo esto a la vez que defendían la hipocresía de demócratas y republicanos.
Al asalto a la seguridad social le dio lustre un barniz de carisma emancipatorio prestado por los nuevos movimientos sociales. Durante todos los años en los que se abría un cráter tras otro en su industria manufacturera, y en el sector servicios por la implementación de la política de outsourcing (contratación en los países pobres para desarrollar servicios de contabilidad, de información de las empresas a sus clientes, de venta vía internet o telefónica, etc.) a los países pobres con salarios de hambre, el país estaba animado y entretenido por una faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”.
Esa es precisamente la habilidad del capitalismo, de montarse sobre discursos que permitan legitimar la ampliación de los circuitos de acumulación y la explotación de la clase trabajadora, mientras mantiene el centro de atención en discursos populares, pero políticamente vaciados; en lugar de un feminismo emancipador de la mujer trabajadora explotada, desvía los contenidos hacia un feminismo individualista neoliberal.
Identificando “progreso” con meritocracia en vez de igualdad, con esos términos se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres “talentosas”, minorías y gays en la jerarquía empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo, en vez de con la abolición de esta última.
Esa comprensión liberal-individualista del “progreso” vino gradualmente a reemplazar la comprensión anticapitalista –más abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible a la clase social– de la emancipación que había florecido en los años 60 y 70.
Cuando la “Nueva Izquierda” menguó, su crítica estructural de la sociedad capitalista se marchitó, y el esquema mental liberal-individualista tradicional se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las aspiraciones de los “progresistas” y de los sedicentes “izquierdista”.
Pero lo que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista encontró su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” o en “romper el techo de cristal”.
El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, una combinación de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Fue esa amalgama la que desecharon los votantes de Trump. Prominentes entre los dejados atrás en este bravo mundo cosmopolita eran los obreros industriales, desde luego, pero también ejecutivos, pequeños empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Cinturón Oxidado y en el Sur, los sectores medios que proveían los servicios que se trasladaron a los países pobres (en la india se hacen las declaraciones de renta de los ciudadanos norteamericanos, se les lleva la contabilidad a las empresas, etc.), así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga.
Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban también el liberalismo cosmopolita identificado con ella.
Lo que hizo posible esa combinación fue la ausencia de cualquier izquierda genuina. A pesar de arrebatos periódicos como Occupy Wall Street, que se rebeló efímero, no ha habido una presencia sostenida de la izquierda en EE.UU desde hace varias décadas.
Ni se ha dado aquí una narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con la visión antirracista, antisexista y antijerárquica de la emancipación, por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos sociales, o sea, se perdió en el camino la lucha de clases. Divorciados el uno del otro, estos indispensables polos de cualquier izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer antitéticos y defendiendo inconscientemente a sus opresores, la clase capitalista dominante (la burguesía oligárquica de las 10 familias que controlan el mundo capitalista); al menos hasta la notable campaña de Bernie Sanders en las primarias, que bregó por unirlos luego del relativo fracaso de la consigna “Las Vidas Negras Cuentan”. Haciendo estallar el sentido común neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano. En el momento de la elección general, la alternativa contenida en el planteamiento de izquierda de Sanders, ya había sido suprimida. La opción que quedaba era un tómalo o déjalo entre el populismo reaccionario y el neoliberalismo progresista: elijan el color que quieran, mientras sea negro.
Lo anterior es un dilema que la izquierda debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas les presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que deberían hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y creciente fondo de revulsión social contra el presente orden y reintroducir la lucha de clases, como el cemento que una los diferentes procesos organizativos y así no perderse en el marco de la sociología burguesa de la fragmentación de reivindicaciones que le han funcionado al capitalismo en su estadio actual del modelo neoliberal.
En vez de ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipación contra la protección social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación y protección social contra la financiarización y el sistema capitalista, a partir de agudizar las contradicciones, para desnudar la nueva estrategia del poder dominante y poder enfrentar el fascismo que ya está en marcha y que cada vez se irá mostrando hasta quedar totalmente visible, y para ese momento la izquierda, en alianza con amplios sectores de la clase proletaria, deberán estar consolidados. Recordemos que en Estados Unidos y Europa, es el proletariado internacional el que se ha radicado, y ha llegado a ser determinante para la generación de excedentes, la acumulación y la concentración del capital.
Es así que, debajo de los calificativos de inmigrantes y norteamericanos, está el carácter de clase lo que los unirá en su lucha contra el sistema. Trump no tiene capacidad de deshacerse de los inmigrantes, mataría la “gallinita de los huevos de oro” –los generadores del excedente o riqueza–, eso sí, en el interior habrá mucha agresión hacia los inmigrantes, pero ya la estructuras del poder político local, que sienten directamente esta dependencia, han reaccionado y se están oponiendo a las políticas antiinmigrantes, generando contradicciones secundarias en el poder dominante. El momento de que se habrá de nuevo una lucha de clases en Estados Unidos y Europa se acerca, en un contexto del internacionalismo proletario incrustado en el corazón de los Estados Unidos de América y Europa.
En ese proyecto, emancipación no significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla; y prosperidad no significa incrementar el valor de las acciones o el beneficios empresarial, sino la base de partida de una buena vida para todos, en una búsqueda de transición que será lenta y larga, pero que se dará y dejará poco a poco atrás el capitalismo, el cual está demostrando ya que no es eterno y que su fase de declive a comenzado. Esa combinación sigue siendo la única respuesta de principios y ganadora en la presente coyuntura.
Hay mucho que temer de una administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica, pero no deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal, ni la demolición de discursos superficialmente progresistas; la lucha de clases se exacerbará con Trupm y la izquierda encontrará cada vez más un terreno fértil, siempre y cuando esté clara de su misión y contra quién lucha.
Así, repetimos, la victoria de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y financiarización, pero esta presidencia no ofrece solución ninguna a la presente crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía segura; a lo que nos enfrentamos más bien es a un período de transición, a una situación abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En esta situación, no solo hay peligros, también oportunidades: la posibilidad de construir una nueva Izquierda.
Se necesitará reconocer parte de culpa al sacrificar la protección social, el bienestar material y la dignidad de la clase obrera en una falsa interpretación de la emancipación entendida en términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento.
Se necesitará pensar a fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo financiarizado, incluso reviviendo el lema de campaña de Sanders –“socialismo democrático”– e imaginando qué podría ese lema significar en el siglo XXI, y que sin duda podría ser un paso inicial para introducir la lucha de clases, como el hilo conductor de la lucha por el poder del proletariado norteamericano y el proletariado internacional radicado en Estados Unidos, ahora llamado migrantes, o sea, ir retomando a Marx como el pensamiento científico que permite comprender realmente la crisis del sistema y, por lo tanto, el que da las bases de salida, pues ignorando las bases del problema solo puede irse equivoco tras equivoco, sin puerto donde llegar y terminar en el del enemigo, que es lo que le ha pasado a la izquierda en los países centrales y en América Latina.
Rechazando la idea falsa de “suma cero” que dominó la campaña electoral, deberíamos vincular los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color con los experimentados por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada podría sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a luchar por todos.
Dados los circuitos globales de acumulación, la construcción de alternativas pasa por desarrollar mecanismos de intercambio y producción desde abajo, esto es, procesos que se contrapongan a la propiedad privada de los medios de producción y permitan desarrollar economías comunitarias de escala, basadas en la propiedad y trabajo colectivo, esto como nuevas formas de organización en la transición que llevará simultáneamente el desmontaje del capitalismo. De esta manera se vuelven procesos participativos de producción, donde las comunidades tienen capacidad de decisión sobre los sectores que encadenan la economía y deberán, a partir de su organización política, ir tomando control del Estado, para destruir el Estado burgués e ir construyendo el Estado proletario.