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Cuando el espíritu sangra

 

 

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

 

Llego temprano a casa apurada.  Nada detiene mi impulso.  Ni siquiera la trabazón del mediodía al birlar vehículos en oleaje.  Las corazonadas no mienten.  Como ese dichosofuí —ya no lo soy— que me despierta al amanecer hace una semana.  Vocaliza su augurio en el instante preciso en que la Estrecha Matutina anuncia el nixtamal.  En pasta informe, la molienda de granos duros calca mi reflejo.  La molicie de sentimientos se oculta en fuga.  Cual Luna al horizonte.  Su sombra es mi espejeo.  La vidriera traslúcida del cuerpo me descubre el dolor.  La prisa casi me vaticina el choque que esquiva el volante.  Por el presagio de ave y astro, sé que el réquiem me advierte un riesgo bastante íntimo.  Pero no el mío.  De manera tan personal, la colisión se revierte.  Del alma cercenada, sufro un aborto tardío e involuntario.

En pausa menor, antes el derrumbe sangriento me ocurría cada mes.  Goteaba niños en potencia que surtían profusos al cuarto menguante.  “Es lo natural”, me repetían, como si las faldas plisadas en uniforme de colegio semejasen hojas marchitas por falta de lluvia.  Las casas y las calles remedaran grutas de albergue y huellas de animales en la selva tupida.  En quiste natural, el cuerpo se incrustaba en un caos social.  Sólo la palabra y la pintura organizaban el mundo, aun si a veces lo hacían en imperativo.  Acaso esa discrepancia me infundió un carácter irascible que anhelo refinar.

Apurada llego a casa por fin.  Gruñendo aún del tráfico cuya constante trabazón enardece el ánimo.  Llego a que el sobresalto se añada a mi estupor.  Una luciérnaga roja, intermitente, me anuncia la tragedia.  Doblo la esquina final y distingo la policía que me espera afanosa.  Subo apresurada las gradas de la cochera a la casa y luego a los dormitorios del segundo piso.  Ahí aguardan dos agentes quienes me solicitan que certifique la identidad del cadáver oculto bajo una manta sobre la cama.

Lo destapan y vidriosa reconozco a mi hijo semidesnudo y flagelado.  El cuerpo llagado de estrías en bermellón.  Sembradas en lamento.  Una baba azul le supura el idioma del martirio.  Sólo los labios arrugados insinúan la sonrisa grata del abandono terrestre.  Los delegados se marchan satisfechos de la técnica moderna.  Por el certero examen químico de sangre.  El veneno circula en cascada espumante.  Surcos profundos listos a la siembra.  A recibir en su hendidura la semilla próspera de lo sagrado.  La del seppuku o jisatsu.  Así lo insinúa el espíritu a la deriva instantánea.  En revoloteo estridente emigra en dispersión de torogoz al barranco.  Junto a las taltuzas que excavan laberintos tersos hacia el inframundo del entierro.  Las nubes despejan el cielo hasta darle cabida.  En su ansía de recibirlo, alojan el dolor.  Tal es su esperanza de reencarnarse en vuelo amplio.  En vapor de bruma, el ánima se exilia de esta vida terrestre ya sin ideal.  Salvo su vocación de neblina.  Se disuelve entre las ramas esmeraldas, bajo el añil que las cobija. La equivalencia es fácil para quien opta por el celaje.

Empero, yo persisto en esta pena terrestre, pese a la tentativa árida de arraigar el destierro perpetuo del hijo amado.  El dolor me fragmenta como un aborto involuntario, repentino.  Cuando el espíritu sangra.  Despedazado en el rastro de la utopía.  Al perdurar, lamo suelos polvosos cuyos añicos ingiero en alimento.  El recuerdo de la ayuda frustrada por el choque en espejeo de visiones encontradas.  La disputa de los contrarios que se unen en el infinito de la Muerte.  Vidas paralelas.  La Muerte cala las entrañas en carcoma.  Los huesos partidos; la médula rota.

Hoy muere en mí un meollo ignorado.  Sólo persevera aquella antigua ley de gravitación universal en el afecto.  La gravedad y pesantez de la lejanía generan la atracción.  Si la ciencia reza “la unidad del vector iguala la distancia dividida por la magnitud” —me repetía una amiga inclinada a la física— en declive poético y romántico hoy le reclamo una lectura diversa.  En su unidad estable, el amor equivale a la longitud que me separa del amado dividida por la intensidad de mi cariño, en rectilínea hacia esa persona.  La persona que recuerdo entre letras y óleos, pero sólo volveré a conversar con ella en la Muerte.

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