Por David Alfaro
La elección de Donald Trump y su dominio absoluto sobre las tres ramas del gobierno estadounidense reflejan una tendencia alarmante: una población desesperada y desconfiada ha optado por entregar todo el poder a una figura autoritaria. Para muchos desde la izquierda, este fenómeno es el resultado directo de décadas de políticas neoliberales que han destrozado las redes de seguridad social, polarizado la economía y destruido la confianza en las instituciones.
Trump no es una figura fortuita en la historia de Estados Unidos. Es el síntoma de un sistema fallido que, durante décadas, ha fallado en proteger a su clase trabajadora mientras enriquecía a una élite corporativa y financiera. Las familias trabajadoras se encuentran atrapadas en un ciclo de salarios estancados, servicios sociales erosionados, costos de salud inasequibles y una educación que ha pasado de ser un derecho a ser un lujo. En ese vacío de esperanza, Trump se ha presentado como una solución rápida, proponiendo el regreso a un “sueño americano” que él mismo sabe que ya no existe. Sin embargo, el apoyo a su figura autoritaria no se construye sobre logros o soluciones reales, sino sobre una manipulación hábil de la frustración popular.
Desde mi perspectiva de izquierda, esta concentración de poder es sumamente peligrosa. Cuando las masas entregan ciegamente el control a un líder sin contrapesos, pierden el poder de exigir responsabilidad. La historia enseña que los líderes autoritarios prometen devolver la dignidad y la grandeza a costa de los derechos democráticos, utilizando la retórica populista para enmascarar medidas que favorecen a los ricos y perpetúan la desigualdad. Trump, por ejemplo, ha prometido revivir la industria, pero su historial muestra una agenda que beneficia a las corporaciones y desmantela regulaciones que protegen a los trabajadores y el medio ambiente.
El control absoluto de Trump sobre la maquinaria política estadounidense convierte a Estados Unidos en una nación vulnerable a la falta de cuestionamientos y a la opresión de la oposición. Los movimientos progresistas y sindicales, quienes históricamente han luchado por los derechos sociales y económicos de la población, se ven hoy marginados y atacados en nombre de una unidad ficticia.
En conclusión, cuando la desesperación lleva a las masas a entregar todo el poder, pierden la capacidad de exigir justicia y se convierten en espectadores de su propio desmantelamiento. Para revertir esta tendencia, es crucial reconstruir una política que escuche y atienda las necesidades reales de la gente, que no prometa salvadores, sino una democracia auténtica donde el poder regrese al pueblo trabajador y no a las élites. La verdadera “grandeza” no se construye con autoritarismo, sino con justicia y equidad.