Mauricio Vallejo Márquez
coordinador
Suplemento Tres mil
No conocí a mi padre, mind pero al ir en busca de su historia me hace verlo como se ve a esos individuos ideales, look tengo esa dicha extraña de tener un padre sin muerte. Lo admiro y lo aprecio, aunque no puedo recordar su voz y su rostro. Tenía un año y medio cuando lo desaparecieron. Y mi infancia no estuvo llena de sus historias, apenas recuerdo algunas ocasiones en que quise saber de él.
Mi abuela paterna, Mamá Yuly, me dio mucho amor y disciplina, pero poco de mi papá en mi infancia. El tema era cerrado. Claro, el dolor a veces puede ser tan duro que conviene no sacarlo a luz. Una vez me impacté tanto ante una noticia que veíamos en la televisión que hablaba de torturas, de esas noticias que aparecen mientras ves cualquier otra cosa y hace que resurjan imágenes en nuestras memorias y, por supuesto, preguntas. No sé cómo se salieron de mi boca esas palabras, pero fluyeron: “Eso le habrá pasado a mi papá”. Mi abuela guardó silencio, se levantó. Mi silencio la secundó hasta que pude decirle: “mamá Yuly”. Yo no salía de mi asombro, no pude moverme y seguí frente al televisor.
El silencio nos hace más daño. Al hablar de lo que pasó se van sanando las heridas. No podemos negar que las cicatrices estarán ahí aun cuando se difuminen con el tiempo. Aceptar que las cosas pasaron nos hace levantarnos y seguir andando. Mi papá sabía que iba a morir, lo reafirmaba en sus escritos e incluso sabía que tras su muerte viviría. Así que yo no iba a negar lo que pasó, e incluso investigaría más y no dejaría de hablar sobre eso.
Al dejar de ser niño tuve menos fronteras para conversar con ella, y ella se abrió conmigo. He tenido dos abuelas fantásticas, y ella me abrió su corazón. Nos hicimos amigos y nos dijimos secretos.
Con los años mi abuela se suavizó mucho y pudimos conversar más, eso que dicen sobre el tiempo curando dolores parece cierto. Íbamos camino a Tonaca cuando me contó que mi papá le enseñaba sus escritos, le preguntaba si le gustaban o no. Y ella se sentía orgullosa de él.
Me contó del nivel de confianza, que a pesar de que la llamaba mamá, la mayoría del tiempo eran camaradas y él le decía su nombre: María Julia. Ella era una cornucopia contando.
Una tarde nos sentamos juntos a ver fotografías, a hablarme de ellas. Una de ellas lo mostraba pequeño: “Así estaba cuando hacía el pueblito”. Una publicación que él elaboraba a mano, en el que contaba las noticias del pueblo, también hacía los dibujos. Elaboraba varios ejemplares e iba por las calles del barrio a venderlo.
Cuando ella enfermó de cáncer también hablamos mucho. Llegó a perdonar a los captores de su hijo y me dijo que pronto se iba a reunir con él. “No diga eso”, le dije. “No. Yo no voy a regresar, hijo”, me contestó. Le sonreí, esperando que se equivocara. Fue la última vez que la vi.
Los dolores tienen distintos grados. Me duele la desaparición de mi padre, pero imagino que el dolor de mi madre y mi abuela, su madre, debe de ser diferente. La primera quedarse viuda y como madre soltera sabiendo que su separación no fue voluntad de ninguno de los dos. La segunda añorando por toda su vida al hijo que le arrebataron seres insensibles llenos de odio. Al final de cuentas, no somos como ellos. Afortunadamente tenemos la capacidad de perdonar y no olvidar. La justicia siempre llegará y seguimos a la espera de ese día.