Cuando llueve

CUANDO LLUEVE

Por Mauricio Vallejo Márquez,

Escritor y editor suplemento Tres mil

Recuerdo las copiosas tormentas de mi niñez. Aquellas que herían la tierra con caudales en la tierra para hacer crecer serpientes de agua y lodo. Siento el aroma de la tierra mojada y la sensación de escalofrío cobijando mi cuerpo mientras durara. Cierro mis ojos y veo las dulces cascadas que se precipitan en la duralita para estamparse en ríos y lagunas en el suelo. Me gustaba ver llover, lo confieso, es uno de los instantes más dulces de mi vida.

Cada etapa de mis cuarenta años he presenciado lluvias memorables. Algunas intensas como las que emanaron del Mitch en 1998 brindando la idea de que el diluvio había llegado. Esas mañanas recorría la Avenida Izalco junto a mi amigo Tony Alexander para llegar a un colegio vacío, ya que el clima los había apresado entre sus colchas. En cambio yo, disfrutaba caminando bajo la lluvia, y escuchar el golpe de las gotas en el suelo y la sensación de quietud en las aceras al ser el único transeúnte que no se amilanaba por el golpe del cielo. Ahí iba caminando, con mi ropa empapada y ese ajuar que repetí incontables veces. Creo que hasta la fecha mi lluvia preferida es la mañanera que me acompañaba cuando debía levantarme temprano para ir al colegio. Ahora con estos años postCovid-19 no he repetido esas escenas húmedas de camino al trabajo, casi siempre llueve por la noche y ya no tengo la oportunidad de caminar con mi sombrero por la húmeda Avenida Bernal que tanto repasé a pie. Rememoro esa sensación de frío que no me dejaba soltar las sábanas al dormir de corrido ocho horas, y que me hubiera hecho quedarme en cama hasta que escampara esa lluvia de madrugada. Pero al final salía a ver llover, sin importar la hora.

La vida me dio oportunidad de encontrarme con la lluvia lisa y en firma de agujas de Tlaxcala, en México. Cada mañana vi las losas húmedas que me ayudaban a recordar mis lluvias. Después vi las lluvias de Taipéi en Taiwán, que se volvía tierna y arrulladora en una ciudad que me provocaba tranquilidad. También vi la ligeramente tórrida tormenta de Tapachula, en México, que sentí un poco más parecida a la nuestra.

Sin embargo, siempre existe la nostalgia de lo nuestro, de lo propio. Esa noble y curiosa estrechez de una patria en la que uno creció y se adaptó a sus colores y estaciones. Me gusta ver llover, duermo mejor con lluvia, en especial cuando la lluvia es tan intensa que alguno de sus truenos anuncia un apagón que dure hasta la madrugada para dejar el rumor del agua en sostenida caída del cielo.
Pero, mi lluvia, nuestra lluvia salvadoreña, aún me arrulla como una madre por las noches y guarda mis sueños. Aunque sea en el recuerdo.

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