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Cuarentena: la nación-exilio interino (2)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

A pesar de la desolación y exclusión propiciada por la pandemia, hemos sido capaces de decodificar la ausencia con la presencia a partir de sentir como carne herida los inasibles códigos del confinamiento social más rudo y crudo –que nos quema como taciturnas gotas de aceite hirviendo cayendo sobre la cruz de cenizas- para estar preparados para cuando sea la hora del regreso y haya que regar con sueños las tierras del tiempo perdido que la dictadura militar del virus arrasó. No debo, no debemos, hundirnos en las arenas movedizas de la tristeza sintiendo en carne propia las siete plagas del remoto Egipto-asilo para no contraer la peste del pesimismo, o la fiebre de la impotencia, o la tifoidea de la indiferencia, o la sífilis del escepticismo, o, en el límite del suicidio colectivo, contraer el síndrome del súbdito socio-deficiente que nos hace agachar la cabeza frente a los otros.

La nación-exilio interino no fue un ensayo de la derrota, es un recordatorio de lo vital del contacto físico que nos socializa; no debo verla como sentencia definitiva si quiero rescatarme a mí mismo, si quiero iluminar la nostalgia con las luciérnagas de la memoria; si quiero doblar el hierro de la sumisión bicentenaria; si no me quiero podrir de soledad indefensa a las puertas del hospital; si quiero conservar la escalera que me lleva al cielo de la utopía y conservar las uñas para excavar en busca de mis huesos del pasado más arcaico… Aunque mis manos no sean las mismas de hace un año.

La cuarentena-exilio interino fue un ensayo del capitalismo digital de cómo vivir desgajado de mi tierra, de mis pasos, de mis cosas y de la gente que porta parte de mí, por eso no me estuvo permitido vivir ese exilio como un día más con una tortilla menos, y eso solo fue posible porque nunca dejé de escribir. Creo que el deber primordial que tiene un aprendiz de escritor -ensayando exilios y auxilios- es con la literatura intimista que une lo que está roto con la dulce querencia de la madre. La idea de regresar a recoger los pétalos del tiempo perdido le da razón de ser a los exilios como meses empeñados que son como accesorios del poema que nunca termino porque he sido despojado del presente de la ciudad en la que por un tiempo no existo, pero que resisto en los escombros de las casas hechas pedazos que renacerán en una ciudad más entera y limpia que la de antes de este ejercicio metafísico construido sobre incógnitas recónditas.

Después de un año lo que queda son respuestas sin preguntas que necesitan del auxilio poético para no morir de vergüenza por lo que pasó en el salón azul y por lo que vendrá mañana cuando la hojarasca del miedo se asiente en nuestros pechos y lechos. Esas preguntas son retóricas, lo sé, pero no porque las respuestas sean obvias, sino porque se redactan como pócima para el espíritu en busca de una geografía nueva y libre de la corrupción de los caminos de ayer que nos tenían con frente marchita y vulnerable a cualquier soplo. ¿He sobrevivido para que aprenda a vivir?, ¿he sido nacionalizado por la cuarentena en la nación-exilio interino para recordar lo que significa regresar a casa?, ¿regresaremos todos juntos cuando la peste sea un mal recuerdo y la corrupción una sórdida pesadilla? El abismo insondable del confinamiento, el caer en el vacío de la soledad de la ciudad, la imposibilidad social de llenar con días vividos los meses pasados serán comprensibles solo en la región de la protesta, en la vigilia como muelle seguro de la dignidad, en el puente de los brazos como la esperanza con esperanzas de unirse en la distancia sin metros de por medio. ¿Dónde estará mi casa si no recupero al país que dejé en pausa?, ¿la encontraré junto al río sucio que sueña ser limpio, a la orilla del barranco donde lancé mis ausencias y presencias para que la sociología se pusiera a chambrear con sus vecinas o me estará esperando al borde de la noche más lóbrega para asustarme con su temible buuuuuu?, ¿se quedará sumergida en el pasado del que será mejor no hablar o surgirá en la mejor de las profecías colectivas sobre una utopía asible?, ¿dónde estará mi casa si todo lo demás ya no está?, ¿mi casa está dentro de mí y de los míos?, ¿es un sueño en el que la sueño?, ¿estará debajo de las nubes felinas que corren peligro o sobre los escombros del país que nunca debió ser lo que ha sido? Esas preguntas deambulan en la territorialidad de la política, dentro de cuyas fronteras la cuarentena es un monstruo de dos cabezas, una buena y otra mala.

Fue necesaria la soledad ensimismada y ver las manos alejándose de los rostros para inventar otra noción de nación haciendo buen uso de la indignación que chisporroteaba al ver cómo la educación digital excluía a miles de jóvenes buenos y ver que el arraigo era convertido en nómada. Después de un año de cuarentena la nostalgia hierve en el caldo de la tristeza que siente la ausencia a pedazos y busca la presencia de los huesos reclamando el lecho. La cuarentena, como nación-exilio interino no colonizó al país gracias a que existe la casa-refugio como cuadernos de apuntes que no se los lleva el viento.

Antes de entrar en el pozo del confinamiento hice un inventario de lo que dejaba atrás, en las calles; cargué mi corazón de imágenes hermosas para no contar mi vida en meses, sino en paisajes, en caricias, en rostros infinitos en su querencia, nunca en estadísticas frías, sino en familias tibias; en tristezas compartidas y risas geométricas. La nueva biografía de mi pueblo pujando fuerte; fue necesario que oyera a los políticos de la patria para recordar que no tengo patrimonio y por tanto no tengo patria; no somos las amantes de esos políticos perversos, y, sin embargo, insisten en cogernos. La crisis que vivimos nos grita que ya no es fácil decir que fulano consiguió trabajo sin necesidad de una larga e inconclusa peregrinación a los almacenes; son tiempos duros que se pusieron más duros hasta para los corruptos que tienen la prodigiosa habilidad de enriquecerse en los países pobres; la cuarentenidad será una virtud que sembrará sospechas si no nos ponemos listos; la ciudad será nómada y el ciudadano sedentario. He regresado del confinamiento, quiero creer que estoy regresando con mi peor y mi mejor crónica anunciada; conozco de memoria el camino a casa, pero siempre me fascino al sentir el olor de mi flor y el sabor de mis hijos que se deshacen en caricias a la gatita blanca que ilumina nuestro tejado.

Reparto mi utopía a domicilio y me pagan con abrazos, no con monedas. El Salvador será el país de los abrazos y de los niños felices jugando con otros niños sin temor a lo invisible y la geografía no usará mascarillas como casetas migratorias.

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