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Cuentos de Kike Zepeda

Árbol de tazas

Justo después del desayuno, puso en la mesa la primera taza de café a las ocho de la mañana, como ya era costumbre. Es muy probable aquella solamente haya sido una de las tres tazas de café que sí logró tomarse completas. Sería demasiado complicado calcular cuántas más solamente fueron servidas, al caso bebió de ellas un sorbo apenas. Tampoco está de más suponer también que a aquella primera taza tuvo que haber seguido una segunda y tal vez una cuarta, rellenar otra vez la cafetera y además haber comprado varias libras de café. Pero tuvo que haber preparado muchas más, tantas que todavía no logramos saber todavía con qué fin.

 

Es difícil saber también cuántas veces tomó café en la misma taza, o por lo menos cuando resolvió tomar las siguientes decisiones, probablemente fue la primera por el único y gracioso dato de ser la única que se encontraba vacía. Luego de ver el fondo vacío de la taza, la dejó sobre la mesa, fue a la cafetera por una segunda, que dejaría completa menos un sorbo, sobre la esquina de una librera en la que guardaba además de sus libros, conchas, piedras y una cantidad de cosas a manera de pequeños tesoros de viaje.

 

Fue hasta que sirvió su siguiente taza, después del almuerzo, que reparó en que había acabado con el café preparado en la cafetera, hecho que señalaba la necesidad de preparar el siguiente, mientras tomaba cuatro sorbos de una taza que encontró, ya servida, junto a la cocina. Mientras preparaba el siguiente, para el cual vio necesario ocupar otra taza, sumando así seis tazas ocupadas, lo que llevaba a un problema central en él: la necesidad de ir por más tazas, salir a la tienda tres casas a la derecha, comprar unas ¿qué? “Diez tazas más por favor”, y viajar con aquél paquete, antes que terminara de caer el nuevo café.

 

A la manía de ir dejando tazas de café por cualquier lado, tuvo que sumarse la obsesión por comprar más tazas, todas para beber uno o dos sorbos de café: estas iban ocupando sucesivamente una variedad de espacios que iban desde la mesa del comedor, la mesa al centro de la sala, la superficie de la librera, cada sofá, cada una de las cosas que contara con una superficie capaz de sostener una taza. Ocupadas todas las alturas de la casa, y ante la impotencia para detener esa extraña sed, continuó por ocupar el suelo. Al principio en las esquinas luego estas empezaron a unirse unas con otras a través de líneas paralelas a la base de cada muro, cercando cada vez más el espacio por donde se pudiera caminar, como una gran e inmensa boa constrictora hecha de una variedad de materiales y colores, acechando por fin a su presa, dispuesta a devorarla. Luego de muchas tazas más, aun sin vaciar la mayoría, el hombre quedó pegado a la cafetera, llenando las últimas tazas de café.

 

Por si esto fuera poco, y con el corto espacio que quedaba para moverse en la casa – porque realmente a esta altura ya solo quedaba un solo camino hasta el patio -, sopesó profundamente la necesidad de más tazas, esto lo llevó a sembrar una en mitad del jardín, proseguido esto por el consabido rito de remojar la tierra con café, como supondría cualquiera, para que así creciese un árbol cuyos frutos eran en efecto una incontable variedad de tazas, de manera que ya no hubo necesidad de salir a comprar más, dejándosele de ver por años.

 

Años después, creyendo que aquella casa se encontraba abandonada, dispusieron entrar, y bregando con aquél peculiar mar de tazas, infirieron que su propietario había muerto, o eso se supone que estaba debajo de aquél montón de tazas que dudaron tratar de remover con el fin de habitar de nuevo el lugar, porque al intentarlo, las tazas estaban tibias todavía.

 

 

 

 

 

 

 

La dama de las sillas

I

De camino una vez más hacia el mismo café de siempre, repetía para sí algo sobre la relación que existe entre puntualidad y el éxito. La repetía, en voz baja, como un rezo apenas perceptible, augurándose el éxito en el siguiente encuentro; la repetía tantas veces que si esa frase fuera un pasamanos o algún bastón, él pondría con fe sus manos ahí para recargar su peso en cualquiera de esos artefactos, sin vacilación alguna. Bisbiseaba para sí cada palabra con cada paso que lo acercaba al café de la esquina, en donde ya era bien conocido por una de sus manías. Lo repetía como la introducción a un rito antiguo: llegar a encuentros pactados con mujeres con las que tenía certeza de encontrarse, nadie sabe si esa certeza era parte del deseo o de la curiosidad. Eso no lo podría saber nadie más que él

 

De lo que sí hay seguridad es que entraba al café, tomaba una mesa para dos y sin más, daba inicio a la espera, el tiempo podría correr una o dos horas en esa espera. Quien sabe. El tiempo, en estos casos, es lo único que corre. Efectivamente es todo lo que pasaba mientras una nueva ella a quien había citado ahí, no iba llegar, el tiempo y la temperatura del café eran lo que único que verdaderamente pasaba mientras nadie ocupaba la otra silla, aquella mesa era una balanza que podría inclinarse cediendo al peso de que ella llegara, para empezar un nuevo tiempo, o entre que ella no llegara y el mismo tiempo pasara sin problema.

 

Al final, la venganza era dulce para aquél hombre, cuando no para el café: cansado por la espera, tomaba la decisión de marcharse, podría irse cabizbajo y con las manos en los bolsillos, como caminan los derrotados, si no fuera por un detalle: llevaba consigo la silla donde ella no se había sentado, para enterrarla junto a las otras sillas en el patio de su casa.

II

Desde lejos, podía divisarse en la entrada del café de la esquina un nuevo letrero que rezaba: “Aquí el café se toma parado” lo cual daba a entender que el vecino había terminado por llevarse todas las sillas del lugar, que ninguna de todas sus citas tuvo éxito alguno, ni siquiera el más mínimo. El café, en un ingenioso intento por sobreponerse a esta peculiar situación tuvo una certeza que derivó en un éxito enorme: servir a sus clientes en unas mesas altas que obligaban a beber su café de pie, éxito rotundo como ningún otro, ya que en la ciudad de repente todo mundo llegaba a tomarse un “Café parado”, algo que aparentemente pudiera parecer poco práctico, pero que llevado a cabo, resultó de una efectividad sin par: evadía a esos absurdos personajes – raza en la que bien pudiera enlistarse nuestro solitario, a pesar de sus cortas esperas – que llegan por un café para quedarse toda la tarde ahí, como pájaros de temporada esperando quizás el siguiente verano para marcharse, verano que llegaba en la noche, cuando estos molestos clientes al fin se retiraban, por lo que podemos suponer que aquél extraño personaje, nuestro solitario, dejó también de frecuentar el café, por no resultarle cómodo esperar de pie a ninguna.

III

Mucho tiempo después una mujer entró al café. Miraba con la desesperación que tienen quienes ya se hicieron esperar durante mucho tiempo, esa mirada de quien espera encontrar a alguien con quien debía verse o cuando menos, pagar la afrenta de semejante tardanza con una espera similar; pero aquel ya no parecía un café para darse a ninguna espera y al ver que no había una tan sola silla en el lugar para sentarse mientras tanto; aquel sitio ya no invitaba a estar sola ahí, mientras esperaba como un pájaro de temporada el siguiente verano, o por lo menos un claro de lluvia para dar inicio al vuelo de partida; no era un sitio para entregarse al azar de encontrar otro solitario siquiera. Entonces tomó la decisión de pedir un capuccino para llevar, dio una última mirada sólo para asegurarse de  que no había con quién quedarse en el café. Dejó propina.

IV

Del patio provenía aquél inconfundible sonido del brote, es decir, el sonido de pequeñas detonaciones que se están dando en este mismo momento bajo tierra, que para este caso en particular cumplen la función premonitoria de algo que viene en camino, un nacimiento pudiera ser, uno que busque incansablemente crecer hacia el cielo: brotando desde la tierra.

 

En cualquier caso, una detonación es algo precedido por el fuego, un estado de transición que nos va llevar de aquello que estuvo guardado en gestación durante mucho tiempo, a una temperatura más o menos estable durante un buen tiempo, una temperatura que, pensando detenidamente en la espera, pudiera ser comparado con el fuego lento, pero que ahora tal temperatura llega a su punto: el punto de entregar los resultados de tanta espera, de tanto fuego lento.

 

Al sonoro brote, lo sucedió una vibración constante que podía observarse sobre la tierra, haciendo de aquél improvisado cementerio de sillas un borroso cuadro, cada vez más perceptible por el crescendo del sonido del brote y el de la vibración, tanto que sería completamente difícil describir en estas líneas el momento exacto en el que extrañas ramas se abrieron paso sobre la superficie, para elevarse hasta formar un árbol muy peculiar en el que al final de cada rama, podrían distinguirse sillas, distintas cada una, pero que el hombre viendo todo aquél espectáculo pudiera citar, no con un nombre, si no con una falta: “En esa silla, nunca estuvo Ana, en esa otra tampoco llegó a estar Marcela”.

 

Al final de todo aquél brote, muy por encima de todas aquellas ramas, en lo que llamaríamos aquí, sin ningún temor a equivocarnos “la copa del árbol”, lograba distinguirse cada vez más, la silueta de una mujer, de una edad muy similar a la  del hombre que miraba expectante aquel singular nacimiento, de una mujer que mientras ascendía lo miraba desde esa primera altura, con una profunda mirada llena de agradecimiento por toda aquella espera sobre la que ella se abría paso esta vez, la silueta de la misma mujer que el hombre no dudó en llamar “La dama de las sillas”.  

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