Marlon Chicas
El Tecleño Memorioso
Quien no recuerda en la Santa Tecla de antaño, la costumbre entre familias de escasos recursos económicos, velar a sus difuntos en casas de habitación, ante la imposibilidad de acceder a servicios funerarios, por lo que la sala de casa se convertía en un tanatorio (lugar de velación), en la que se edificaban altares mortuorios, encomendando esta labor a los recordados artesanos José Luís Rodríguez (+), y don Crucito (+), quienes destacaron en ello. Cómo olvidar las duras sillas de madera rentadas a pequeños negocios de la época, facilitando a los amigos y conocidos, condiciones mínimas durante la noche.
Cómo no recordar la tradición por parte de los dolientes, facilitando a los asistentes sendas dotaciones de tamales, cigarros, pan dulce, café, y en casos excepcionales un café con piquete, bajo el pretexto de algunos de ahuyentar al sueño con ello, dicha bebida espirituosa atraía a más de algún ebrio consuetudinario, argumentando ser íntimo amigo del difunto, en recuerdos de mi madre, nunca faltó al parroquiano que solía contar chistes o cuentos, en las afueras del tanatorio, donde los amigos de la familia amanecían, al calor del aguardiente o jugando naipes, mostrando muy a su manera, la solidaridad con los deudos.
Entre estos personajes, viene a la mente de mi progenitora, uno de nombre Armando, quien, con su originalidad, logró la atención de muchos que se arremolinaban a él, mientras al interior de la casa del fallecido todo era rezos y congoja, en la calle era todo lo contrario. El personaje en mención hacía de las suyas con sus cuentos de “Tío Sapo”, que a continuación transcribo para ustedes.
En cierta ocasión se organizó un gran baile en las nubes, a las que fueron invitadas todas las aves del mundo, dándose cuenta Tío Sapo de tal evento, solicitó a Tía Águila acompañarle a la fiesta, quien respondió – No puedo, la invitación es solo para aves – replicó el anuro – No importa, si gusta puedo quedarme en las afueras de la fiesta – ante tal insistencia el ave de presa aceptó llevarlo sobre sus alas, llegados al baile, Tío Sapo se hizo a un lado de la entrada, observando con sus grandes ojos lo que ahí ocurría, pasadas las horas, Tía Águila mareada por los tragos se olvidó del batracio, el cual al verse en dificultades para regresar a tierra, no le quedó más opción que pegarse a la puerta, con tan mala suerte, que en ese momento apareció San Pedro, con escoba en mano, externando su enojo por el desorden ocasionado por las aves, fijando sus ojos en el oscuro anuro dijo ¡Qué barbaridad, hasta piedras han traído! Dando un fuerte escobazo al anfibio, salió volando a gran velocidad, con rumbo a tierra, encontrándose a Tía Águila, en su camino, quien preguntó asustada, al pequeño animal, ¿A dónde va, Tío Sapo? A lo que el batracio contestó ¡Hacerme trizas a la tierra!
En otra ocasión, Tío Sapo dispuso salir de su charca y realizar una diligencia, por lo que encomendó a Tío Zancudo, cuidar de esta, al cabo de unos minutos apareció un enorme buey, que bebió de golpe el agua de la poza. A pesar que Tío Zancudo sobrevolaba insistentemente sobre las orejas, patas y cola del semoviente, no logró ahuyentarlo, el cual se retiró del lugar hasta que satisfizo su necesidad, cuando el batracio regreso se desubicó al no encontrar su poza, por lo que consultó al mosquito – ¿Qué pasó con mi charco? – a lo que el insecto dijo – Vino un animal grande, grande – por lo que el anfibio inflándose un poco replicó – Sería así – el mosquito contestó – Más grande – Tío Sapo, intentando llegar al tamaño del bovino, se hincho más y más, hasta que su cuerpo no resistió y ¡Plosh! Quedó esparcido en todo el lugar. La práctica de los cuentacuentos en las afueras de los velorios se convirtió en una forma simpática de interactuar entre el vecindario, la que aún se continúa realizando en el área rural, por lo que esta crónica busca rescatar esta tradición. Hasta una próxima amigo lector.