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Cuidar la democracia (II)

Luis Armando González

Escuela de Ciencias Sociales Universidad de El Salvador

Claro está que velar por la separación de poderes en El Salvador no quiere decir -no debería querer decir- que se esté satisfecho con cómo funciona o está constituido cada Órgano de Estado. Hay mucha tela que cortar al respecto, y los odres viejos no sirven para el vino nuevo.

El ideal republicano descansa en un poder ejecutivo, un poder legislativo y un poder judicial fuertes, capaces, con atribuciones bien definidas, que se hagan contrapesos mutuos ante la propensión al abuso, pero en sintonía con la felicidad de la república (Maquiavelo). Las competencias, capacidades y compromiso con el bien común, por parte de quienes ocupan cargos de primer nivel en el Estado, son decisivas para una sana gestión pública.

Lo es también el respeto a las reglas del Estado democrático de derecho (tanto a las constitucionales como al entramado normativo que deriva de las mismas), de modo que estas sirvan no solo de orientación, sino también de correctivo ante situaciones anómalas y discrecionales. La experiencia reciente no fue buena para el republicanismo salvadoreño, con una Sala de lo Constitucional que se quiso poner por encima del Estado. Con la legitimidad del nuevo gobierno, se abre la posibilidad de que se genere un nuevo equilibrio, con un Ejecutivo que no se vea constreñido en sus atribuciones (como le sucedió en muchos momentos al gobierno saliente), y que pueda articular sus políticas y sus acciones con las de los otros Órganos del Estado. O sea, al republicanismo no le hace bien ni la supeditación de un poder (u  órgano) de Estado a otro ni el conflicto entre ellos. Pesos y contrapesos, y respeto a la legalidad, nada más y nada menos.

IV

Algo que ha hecho bien a la democracia salvadoreña ha sido el haber abierto la posibilidad de que en el país impere, con grandes carencias, fallas y abusos, el derecho. Como ya se dijo, no hay rosas sin espinas: la propensión a normarlo todo (y de crear “realidades” a partir de normas) ha dado pie a una superbundancia de leyes, decretos y reglamentos que muchas veces se contradicen entre sí o son inaplicables por no contar con una condición real para ello. Además, al no contar con una cultura cívica bien afianzada, no han faltado quienes se las han arreglado para encontrar huecos por donde evadir sus obligaciones jurídicas de manera absolutamente injustificable.

En los años noventa, en plena “transición” democrática no era inusual escuchar por doquier que las “leyes están hechas para ser violadas”. Casi tres décadas después, sigue resonando la misma frase en boca de muchos. ¿Cómo afianzar en la cultura ciudadana la visión opuesta, es decir, que las leyes están hechas para ser cumplidas?

Por supuesto que con una educación crítica, con bases éticas firmes y con un respeto a la razón y a la lógica, pero también con el respeto de las leyes por parte de quienes ocupan los principales cargos en la esfera pública y privada.

Hay un efecto de cascada pernicioso, según el cual los abusos a la legalidad cometidos por los de arriba, en los ámbitos político y empresarial, se irradian como modelo a seguir por los de abajo. Este efecto de cascada negativo debe ser contenido, pues su impacto en la erosión de la cultura democrática genera severos daños no sólo en la convivencia social, sino en el desempeño institucional. Además, hace que las asimetrías en la concentración, distribución y uso de los recursos -asimetrías que son reales y condicionan la vida de las personas sin importar su edad, su religión, su ideología o su sexo- se impongan con toda su crudeza. Cuando las reglas no se cumplen o es usan arbitrariamente, los que tienen menos recursos (y por ende, menos poder) son quienes quedan a expensas de quienes tienen más recursos y poder.

¿Cómo poner freno a esas amenazas? Cuidando de las normas vigentes y su aplicación irrestricta en todas las esferas de la vida privada y pública. Son un bien para la sociedad, pues reducen la incertidumbre ciudadana (el gran mal de las sociedades modernas) y marcan las pautas de los procesos institucionales y los criterios para determinar derechos y deberes.

Cuidar de las normas vigentes es respetarlas y hacerlas cumplir, no anularlas y pasar por encima de ellas. Esta es una obligación compartida, y no vale decir que porque alguien en particular abusó de la legalidad vigente el abuso debe estar permitido, porque las normas no sirven de nada. Sirven de mucho: para comenzar, para discriminar entre quienes tratan de respetarlas y entre quienes las irrespetan flagrantemente.

V

Por último, otro de los bienes democráticos imprescindibles -y que todo demócrata sincero debe cuidar- es la libertad de expresión. Desde hace bastante, esa libertad viene dando lugar tendencias que no dejan de provocar resquemor, por su poca o nula calidad argumentativa o por decantarse hacia las falacias, los absurdos, la demagogia y la denigración pública de personas con las que se tienen diferencias ideológicas o de intereses. Estas tendencias coexisten planteamientos que han sido elaborados siguiendo -o intentando seguir- las reglas de la razón, la lógica y la honestidad (lo cual no quiere decir que sean verdaderas, lo cual es otro asunto). En esta mezcla es sumamente difícil separar la paja del trigo y solo la capacidad crítica de los individuos puede ayudar al discernimiento.

Pero tal parece que una tendencia está llamada a coexistir con la otra, y que erradicar la primera por la fuerza puede terminar también con la segunda. Ahora bien, a la democracia le hace bien el debate de ideas, razonado, prudente, lógico y honesto. Y le hace mucho mal la diatriba, la denigración y los planteamientos falaces. O la “explicación” de fenómenos complejos por “expertos” que en realidad lo que hacen es validar y repetir los prejuicios prevalecientes. O las “verdades absolutas” que defienden quienes -por su formación científica- deberían saber que lo que se afirma sobre la realidad, desde la ciencia, son verdades aproximadas; que en la actividad científica no solo cuentan los aciertos, sino también las equivocaciones; y que si bien los aciertos son importantes es igualmente importante el procedimiento a partir del cual los mismos han sido obtenidos.

Hay que preocuparse por la instalación de estas prácticas en el debate público. Hay que preocuparse por la cultura del “francotirador”, es decir, la cultura que admite que haya quienes disparan sus dardos (críticos, denigratorios, etc.) sobre otros, estando ellos a salvo del escrutinio público. El anonimato de las redes favorece esta cultura, y en ella quienes nunca estarán a salvo -no importa cuál sea su partido o su ideología- son lo que no tienen posibilidad de (o no quieren) ocultarse en el anonimato.

Toda persona pública está expuesta a la denigración por parte de francotiradores, que no deben ser confundidos con quienes hacen sus planteamientos críticos sabiéndose también sujetos al escrutinio de los demás. Y ante los francotiradores, se es más vulnerable cuanto más éstos se oculten en el anonimato. Esto no es sano. Mientras no se entienda que nadie está a salvo de ser denigrado y vilipendiado, aparte de los francotiradores anónimos, no se dará la debida atención al problema, pues con esas prácticas se contamina la posibilidad de un debate de ideas limpio y honesto. El remedio no es su persecusión ni la clausura del debate de ideas, sino la no celebración de sus embestidas y el fomento de un uso crítico de los contenidos que circulan en las redes y en las publicaciones digitales en internet.

El cultivo de un conocimiento racional, lógico y que no se despegue de la realidad es un buen aliciente para un debate de ideas rico y vital. Solo así las personas pueden tener una buena herramienta para separar la paja del trigo en el mar de ideas prevaleciente, y también centrar la atención no la persona que opina o propone tal o cual idea -en su trayectoria moral, sus defectos o sus virtudes- sino en los contenidos de lo que propone. Asimismo, una cultura racional, crítica y científica es el mejor contrapeso al dogmatismo, el fanatismo, las fantasías febriles y las ansias de hacerse con la verdad de una vez por todas a las que es tan propenso el homo sapiens, o sea nosotros: nuevas y viejas generaciones. Generaciones vivas y generaciones que, siguiendo el curso de las leyes biológicas (físicas y químicas) -que imponen, desde que hay vida en la tierra, los ritmos inevitables de los relevos generacionales-, ya no están con nosotros.

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