José M. Tojeira
El Observatorio Universitario de Derechos Humanos (OUDH) de la UCA nos ha aportado abundantes datos sobre la violación de los derechos de la mujer en El Salvador en su último informe sobre los Derechos Humanos en el año 2021. Lo mismo podríamos decir de ORMUSA, que mantiene una interesante y permanente información sobre el mismo tema. Ambas fuentes de información nos revelan un problema cultural, el del machismo, que no hemos logrado resolver desde principio básico de la ética y la moral, aunque haya habido algunos avances en diversos sectores.
El OUDH nos dice en su informe que la tasa de agresión sexual en El Salvador durante el año 2021 alcanza la cifra de 58 agresiones por cada 100.000 habitantes. Una tasa considerada altamente epidémica, y a la que no se le presta la debida atención ni en el nivel educativo ni en el de las instituciones estatales, a pesar de lo grave que es el delito de agresión sexual y los traumas y problemas psicológicos, muchos de ellos de difícil curación, que puede engendrar. Tasa además, que en este tipo de delitos sólo suele mostrar una proporción pequeña del número de abusos cometidos. Pues según los estudios emprendidos en diversos países, incluso con mayor nivel educativo, la mayoría de las personas agredidas suelen tener miedo a denunciar a sus agresores. Bien porque viven con ellos, o bien por miedo, por vergüenza o por desconfianza de las instituciones
Al contemplar el número de agresiones impacta con dureza el ver la gran cantidad de niñas y adolescentes abusadas. El hecho de que la mayor parte de estos crímenes se cometan contra mujeres en edad fértil indica una terrible ausencia de conciencia moral y un componente de irrespeto a la vida y a esa dimensión sagrada de la misma que es la maternidad. Y reproduce a nivel de pareja esa tragedia humana, fuente de demasiados males, como lo es el hecho de valorar la fuerza bruta como la justificación de todo abuso. De hecho, en la Encuesta Nacional de Violencia Sexual realizada por la Dygestic y el Ministerio de Economía se nos decía que el 53% de las mujeres adolescentes y jóvenes encuestadas habían sufrido al menos un hecho de violencia sexual.
Los datos hablan con fuerza de la necesidad de entender la masculinidad de otra manera. Pero muy pocos tienen una idea clara de cómo se puede vivir la virilidad sin caer en el machismo. Por eso se habla poco del tema. A lo más que se llega es a hablar de la necesidad de respeto, pero sin fundamentar ni explicar el modo de vivir sin caer en la prepotencia de quien se considera superior, simplemente porque tiene más fuerza física
El problema es lo suficientemente grave como para que no se pueda solucionar con simples consejos de moralidad. Es necesaria una formación e información amplia sobre el tema y una receptividad mucho mayor de las instituciones frente a las personas ofendidas. La familia, la escuela, las asociaciones juveniles y las Iglesias tienen una enorme responsabilidad educativa en este terreno. Es en ellas donde se alcanza con mayor facilidad la conciencia de la igual dignidad de la persona, donde se adquiere sensibilidad frente al dolor ajeno y donde se aprende a dialogar y a convivir viendo la diversidad y las diferencias no como un obstáculo sino como un camino de complementariedad y enriquecimiento.
La educación sexual, como la educación para la ciudadanía y para la convivencia democrática, no pueden quedarse en recetarios de comportamiento y en moralidades abstractas. Deben partir de una concepción de la persona como un ser humano comunicativo, capaz de analizar y valorar sus sentimientos y educarlos en beneficio de todos. Con los datos que se nos dan, pasar indiferente ante el complejo de superioridad masculino y ante el abuso y la agresión a la mujer solo garantiza la perpetuación de la violencia. Con demasiada frecuencia pensamos que el castigo soluciona los problemas. Es un error, pues con demasiada frecuencia hay formas de burlar el castigo cuando el abuso se produce contra el más débil.
Aunque haya que castigar al agresor, lo más importante es crear una cultura en la que la igual dignidad entre los sexos se refleje realmente en el comportamiento cotidiano y en el funcionamiento de las instituciones. Y para crearla se necesita conocimiento, diálogo, formación y autocrítica. Y por supuesto caer en la cuenta de la gravedad y de las terribles consecuencias sociales del exceso de impunidad del que gozan unos crímenes, los sexuales, en los que el abuso y la brutalidad destruyen la conciencia de la igual dignidad humana.