Juan José Tamayo
Hay que reconocer el mérito del Papa Francisco, al convocar a todos los presidentes de las Conferencias Episcopales de la Iglesia católica para un encuentro en el Vaticano sobre el fenómeno de la pederastia. Sus predecesores Juan Pablo II y Benedicto XVI no se atrevieron a afrontar el problema y se limitaron a mirar para otro lado o, a lo sumo, a tomar tímidas medidas individuales para un fenómeno estructural que afecta a todo el cuerpo eclesiástico desde la cúpula cardenalicia al clero.
Sin embargo, el encuentro ya estaba viciado de antemano. Los días anteriores a la reunión, algunos jerarcas fueron pródigos en declaraciones que auguraban si no su fracaso, sí sus escasos resultados. El Papa Francisco enfrió el ambiente al afirmar que las expectativas sobre el encuentro eran desmesuradas y alertó de que: “aquellos acusadores que no hacían más que criticar a la iglesia, eran enemigos, primos y parientes del diablo”. El lenguaje no podía ser menos receptivo hacia la crítica justificada por las agresiones sexuales contra personas indefensas durante siete décadas ante el silencio y la complicidad de la jerarquía, incluido el Vaticano. Ya en la cumbre episcopal el Papa volvió a referirse a Satanás como explicación de la pederastia, introduciendo un elemento mítico que eludía la responsabilidad de la propia jerarquía ante tamaños delitos cometidos, con frecuencia impunes, por sacerdotes, religiosos, monjes, obispos, arzobispos y cardenales.
Unos días antes de la cumbre vaticana, el cardenal Ricardo Blázquez, presidente de la Conferencia Episcopal Española, expresó su perplejidad por que se focalizará el caso de los abusos -no, Sr. Cardenal, no son abusos, sino agresiones- sexuales sobre los sacerdotes cuando “ocupan solo un 3 % de la estadística”. Minusvaloraba y relativizada así la gravedad de la pederastia clerical y ponía el foco en situaciones que se producen fuera de la institución eclesiástica. Y lo hacía justo en el momento en que más casos de sacerdotes pederastas se iban conociendo y que más denuncias ponían las víctimas tanto ante los obispos y superiores religiosos como ante la justicia civil.
La propia composición de los convocados a la cumbre no auguraba medidas radicales conforme a la gravedad de los delitos. Todos o casi todos eran cardenales, arzobispos, obispos, -clérigos en definitiva-, y algunos posibles encubridores y cómplices. Tal composición venía a reforzar la estructura jerárquico-piramidal y clerical-patriarcal de la Iglesia católica que muy poco ayudaba a abordar el tema con rigor y peor todavía, hacía sospechar de la complicidad con los pederastas.
De la reunión estuvieron ausentes las víctimas, que debieran haber sido los verdaderos protagonistas. Algunos pudieron exponer su testimonio solo a través de videos, pero no pudieron encontrarse con el papa y los obispos cara a cara en el lugar de las reuniones. Solo pudieron expresar sus críticas, protestas, denuncias y propuestas en la calle. No se les permitió entrar en el encuentro. ¿Por qué el miedo a incorporar a las víctimas a las reuniones episcopales cuando el propio Papa había pedido a los obispos que se reunieran con ellas en sus diócesis? ¡Qué oportunidad perdida para escucharlas, reconocer la impiedad hacia ellas, pedirles perdón, comprometerse a reparar tamaños delitos y pronunciar ante ellos el “nunca más”!
Durante el encuentro se volvieron a rebajar las expectativas y a generar escepticismo entre los propios católicos, las personas agredidas sexualmente y la ciudadanía en general, escandalizada por prácticas criminales en una institución que presume de ejemplaridad. Una prueba muy elocuente que ha provocado escándalo entre propios y extraños, fue el comentario del Papa tras la intervención de la doctora Linda Ghisona, experta en Derecho Canónico. Invitar a hablar a una mujer, dijo, no es entrar en la modalidad de un feminismo eclesiástico, porque a fin de cuentas “todo feminismo termina siendo un machismo con faldas”. Enseguida llegó la respuesta del movimiento feminista, que vinculó dichas declaraciones con las de los partidos de la extrema derecha –en el caso de España con VOX- e identificó “el machismo con faldas” con el propio Papa, cardenales, arzobispos obispos y superiores de órdenes religiosas reunidos en el Vaticano.
El discurso final del papa, del que se esperaban medidas concretas, volvió a decepcionar. Una parte del mismo estuvo dedicado a la pederastia en ámbitos familiares, deportivos, escolares con datos y porcentajes precisos, que, sin embargo, no aportó en el caso de le pederastia eclesiástica, cuando los tenía sobre la mesa, o debiera haberlos tenido, ya que se los había pedido a los presidentes de las conferencias episcopales nacionales.
¿Juicio sobre la cumbre vaticana en torno a la pederastia? Son las víctimas las que tienen autoridad para opinar sobre los resultados. Es a su autoridad a la que tienen que someterse el papa y los obispos. ¿Y cuál ha sido su reacción? Se han sentido decepcionadas. Una decepción que compartimos quienes esperábamos medidas concretas, acuerdos vinculantes, decisiones firmes e inapelables, imperativos categóricos de obligado cumplimiento, el final del secreto vaticano, sanciones ejemplares para los culpables y encubridores, etc.
Nada de eso se ha producido. Solo un lenguaje vaporoso, líquido, muy eclesiástico. Sí, es verdad que el Papa afirmó en el discurso de clausura: “que la Iglesia hará todo lo necesario para poner los casos de las agresiones sexuales clericales en manos de la justicia”. Por fin se reconoce que solo hay una justicia válida para todos, también para las personas consideradas “sagradas”: la justicia civil. Tarde lo han descubierto. Pero no basta con decirlo. Hay que ponerlo en práctica. ¿O todo quedará en un brindis al sol? Espero y deseo de todo corazón que no.
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones “Ignacio Ellacuría” de la Universidad Carlos III de Madrid. Su último libro es Un proyecto de Iglesia para el futuro en España (Editorial San Pablo, 2019)
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