Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Es muy frecuente, en nuestras tropicales sociedades, encontrarnos con instituciones de diferente índole, que cuentan con una fuerte carga normativa, traducida en «reglas» manifiestas o presupuestas, muchas de ellas absurdas. Recuerdo más de un parque en el país, donde están proscritos los «actos inmorales», y la imagen que acompaña el letrero, son dos parejas besándose.
Ámbitos como el trabajo, la escuela, el templo, los sitios públicos y privados, gozan de un pesado articulado de deberes y prohibiciones como para aturdir al más equilibrado.
La sabiduría popular, siempre tan atinada, ha afirmado desde siempre, que una norma debe ser creada pensando en su factibilidad. A nadie dotado de cordura se le puede ocurrir dictar normativas imposibles de ser cumplidas. En esto, es sumamente aleccionador, el enérgico señalamiento que hizo el Maestro Jesús, a los fanáticos de la Ley de su tiempo: escribas y fariseos, a quienes se refirió con durísimos epítetos, por ser éstos un vivo testimonio de la doble moral imperante, tan inhumana como nociva, en múltiples direcciones.
El milagro efectuado por tan ilustre Avatar un sábado, ejemplifica magníficamente, el sentido más profundo de la correcta norma, el bien individual y colectivo, antes que la satisfacción de la yerta formalidad.
Los anglosajones nos dan ejemplo de poca normativa, la básica, la necesaria, pero acompañada de mecanismos efectivos, que aseguran su acatamiento. Desde luego, nos encontramos ante escenarios de muy distinta base cultural y educativa, donde los principios de autorresponsabilidad son formados desde la infancia. Por supuesto, al interior del mundo anglosajón, existen las naturales diferencias y estilos, desde la América del Norte hasta la vieja Europa.
Cuando hay mucha normativa, mucho memorando, muchas reuniones largas y fatigosas; y demasiado énfasis en los deberes. Cuando se ejercen mecanismos de control que rayan con el irrespeto personal y colectivo, es señal, posiblemente inequívoca, que hay mucha angustia, mucho miedo, mucha preocupación, por un estado de cosas donde la ley, ni por asomo, se cumple. Entonces, personas e instituciones, creen, erróneamente, que dictando normas, cada vez más exigentes, lograrán la ansiada estabilidad. De esta manera, a través de la historia, el poder ha pretendido normar hasta las conductas más íntimas. Desde luego, ha fracasado.
Las normativas deben ser coherentes con la realidad de las personas, las sociedades y las épocas. Y la vía segura para lograr mejores niveles de cumplimiento y coexistencia pacífica, es, sin lugar a dudas, la cultura y la educación.
No es con perorata moralina como los jóvenes o los adultos logran encauzarse. No son estos discursos infinitos los que impactan. Impacta el ejemplo, el enseñar a hacer las cosas por la propia cuenta.
El niño, el joven, aprende de lo que ve, de lo que se le enseña a hacer con su mente, corazón y manos. Hay que educar en el autoconocimiento. Ya lo dijo Platón en la Antigüedad: «Que un hombre se conquiste a sí mismo es la primera y más noble de todas las victorias».
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