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DAGUERROTIPOS

Gabriel Otero*
Para Gabito
LA SIRENA

¿Te conté cuando vi una sirena en el fondo de una alberca? Tenía cuatro años, andábamos en Mazatlán, mi hermana Julieta estaba echando novio en la orilla, en las aguas de la piscina flotaban larvillas, decenas de ellas, la sirena me saludaba, me llamaba con la mano, atiné alcanzarla, aunque no sabía nadar me tiré un clavado de ovillo y cerré los ojos. Nadie escuchó ni se percató de mi temeridad.

Ella me cantó al oído, probó mis labios y me susurró su dulzura, fui marinero experimentado sin haber surcado los siete mares, fui Simbad y Ulises boqueando en la resaca de las olas antes de ser salvado por Calipso.

Mi hermana Julieta me buscó en los alrededores y no reparó que yo me estaba transformando en pez ahí en las profundidades a cinco pasos de ella, comenzaba a angustiarse, nuestros padres no tardaban en bajar a desayunar, de repente miró burbujas y la silueta difusa de un cuerpo de niño y sin dudarlo se precipitó al agua.

Me rescataron inconsciente, me dieron respiración de boca a boca hasta que volví a la vida, esa fue la segunda vez que me escapé de la muerte, vinieron varias más.

Desde entonces he buscado infructuosamente otras sirenas con la diferencia que ahora sé nadar.

LA ABUELA FLORA 

Mis papás me llevaron en tren a Monterrey a conocer a la Abuela Flora. Estaba en cama, al saber que era yo su nieto Gabriel me abrazó con la ternura de la sangre. No dijo una sola palabra, no hacía falta, su abrazo eterno aún me estremece.

Fue la única vez que la vi, días después falleció.

GUERRA DE PLASTA

Mi hermano Mario y yo nos habíamos fastidiado de jugar con cochecitos en una de aquellas casas de pueblo con corredores, arcos, jardines centrales y pilas antediluvianas, el maserati verde le ganaba al miura amarillo y viceversa. Visitábamos a la familia en Tejutepeque, sede de la circasia salvadoreña y lugar de nacimiento de nuestra madre Lucy.

La rutina en los pueblos es pausada, la vida pasa lenta como el flotar de una burbuja. Nuestros primos y sus amigos nos llevaron a una hacienda de bovinos a ver cebúes pura sangre, había uno gigantesco con un hoyo en el lomo, las moscas no paraban de rondarlo y este ni se inmutaba.

El suelo estaba lleno de excremento de vaca en sus diferentes estados de descomposición. De repente, uno de los amigos de nuestros primos agarró una plasta o boñiga seca y nos la aventó, ese gestó inició la guerra generalizada.

La conflagración entre chiquillos duró buena parte de la tarde y al regresar a casa nada nos libró de la regañada de rigor y de estar plagados de garrapatas. Y ahí estaba nuestra madre Lucy bañándonos con repelente y con unas pinzas quitando cada bicho.

Bien dicen que de niño uno se entretiene hasta con la mierda y le extrae su lado jocoso.

EL MAR

Cuando era pequeño mi padre Julián me enseñó a torear las olas, había que calcular el momento exacto de la corriente para sumergirse antes que reventara, si te tardabas un segundo corrías el riesgo de que el mar te jalara hacia el fondo. Por eso hay que respetarlo, es un ser poderoso y autónomo.

Poseidón tiene muy mal genio si se le provoca, de adolescente en el mar abierto de Ixtapa tuve la petulancia de meterme durante la marea alta. La banderola roja ondeaba en la playa. La noche anterior con el primo Luis habíamos enterrado unas cervezas en la arena, a esa edad, me desagradaba la amargura de su sabor, yo nunca había visto el sistema refrigerante de la arena mojada, las cervezas estaban frías.

Troté a la reventazón y me di cuenta de la fuerza de la corriente, ya no había marcha atrás, el mar intenso te jalaba a su interior, como pude mantuve firmes el temple y los pies, hubo un momento en el que el agua me cubría y aún faltaban metros para llegar, nadé y me dejé llevar, ya estaba ahí, de pronto las olas altas y a intentar zambullirte. Y a las primeras de cambio la revolcada, di como tres vueltas con la sal en la boca, me desorienté en el verdor de las aguas, pero vi el sol y el cielo, los brazos no me alcanzaban para salir a la superficie, me invadió la angustia en los pulmones y con todas mis fuerzas me impulsé hacia arriba y sentí el aire en la cara, que delicia respirar, pero fue por muy poco tiempo. Estaba mar adentro.

Nadé hacia la playa, sentí los brazos dormidos y las olas me volvieron a vencer y a atraer a lo profundo, una fuerza terrible me sujetaba los tobillos, era la famosa resaca, se me ocurrió nadar unos metros al parejo de la costa y eso me salvó la vida, el mar me eructó.

Exhausto, terminé boca abajo casi besando la tierra firme, jamás volví a desafiar al mar y sus designios.

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ERNESTO

La casa ocupaba una franja en línea recta desde la antigua salida de Pollos Ideal hasta el Pasaje San Ernesto, sobre la 25 Avenida Norte, su estilo era extraño, un híbrido entre neocolonial y moderno, estaba construida en forma de herradura y contaba con cuatro recámaras, una amplia estancia para sala y comedor y un garaje adonde mi madre Lucy instaló su negocio de pasteles.

En la parte central había un patio ahí Scarlet y Capitán se correteaban, en la familia los gatos siempre han vivido en el exilio como animales de compañía, pero hemos tenido canarios, pericos, iguanas, tortugas, peces, conejos y hasta un venado. Con los canes se han cimentado amistades tutelares.

La fachada de la casa era color beige y en el exterior había un jardín    montado sobre un muro cuyo remate era una reja garigoleada. A la mitad estaba la entrada y tres escalones de cemento que desembocaban en la puerta.

En ese jardín la niñera me sacaba a asolear y a escuchar radio sobre un coche metálico mientras me alimentaba de papillas, tendría yo dos o tres años y empezaba a devorar la vida con las sensaciones.

En la calle las observé, entre cientos de estudiantes, en una manifestación silenciosa, en protesta por la perenne historia de la antidemocracia en el país, sostenían una pancarta, eran mis hermanas Diana y Julieta que me saludaban desde lejos.

Estaban jóvenes y desde que tengo memoria siempre fueron revoltosas y combativas, a alguna de ellas se le ocurrió sugerirle a mi madre mi segundo nombre, el de Ernesto, no tanto por Oscar Wilde y su famosa obra, sino por el Che Guevara.

No obstante, la musicalidad de mis dos nombres, cuya mezcla suena a galán de telenovela sesentera, al segundo lo detesto, aunque sea importante llamarse así, como la comedia del célebre escritor dublinés o como el matador de canallas con su cañón de futuro, el de la canción de Silvio Rodríguez.

Hay Ernestos que sobran con todo y ornamentos, el mío es uno de ellos.

DIABLO CON VESTIDO AZUL

El mejor regalo que me pudieron dar fue un tocadiscos rojo portátil, me lo trajeron de un viaje lejano. Mi padre ciertamente se había fastidiado de comprar agujas de diamante. Ya era suficiente, yo se las quitaba al  tornamesa Fisher profesional y nunca logré entender cómo podían transmitirse sonidos con algo tan minúsculo.

El tocadiscos rojo parecía de juguete, pero sonaba tan potente como el primer disco de 45 RPM que me obsequiaron “Diablo con vestido azul” de los Yaki, y “el pi pi pa pa po po po miren a la puerta ya llegó” taladraba tímpanos desde las cinco de la mañana. A los tres días ya no me soportaban.

De tanto sustraer las agujas del tornamesa Fisher creía haberme convertido en experto y estaba seguro de que podía hacer lo mismo con mi tocadiscos rojo y colocarla de nuevo. Fue en vano.

Como castigo se tardaron una eternidad en mandarlo a componer y en regresarlo a mis manos. La sensación de desasosiego fue mi verdadero correctivo, la tortura de la travesura cometida que tuvo consecuencias reales.

Con el tiempo llegué a coleccionar cientos de viniles y tuve otros tocadiscos, pero sin duda esa fue mi primera lección de vida.

A los dos meses del suceso cumplí cuatro años.

SONIA

Cuando la vi cerré los ojos. Encendió la luz para verificar que estaba bien. Me hice el dormido. Tenía la cara redonda como la luna y era muy bella.

Corrió el mosquitero que estaba sobre mi cuna y me tocó la frente, yo ardía en fiebre, su mano fue el bálsamo para sosegar mis delirios.

Abrí los ojos, se había ido, yo no sé si fue real o solo una alucinación angelical de las que he tenido centenares, la llamé Sonia.

Aún la recuerdo.

El TAXI

Los terrones se deshacían sobre parabrisas traseros, el juego era divertidísimo. Todo carro que transitaba sobre la Calle Toluca y daba vuelta sobre la Avenida B era acribillado por nuestras hondillas, nuestra travesura parecía inofensiva, una que otra piedra minúscula se colaba entre los proyectiles, pero nada que valiera la pena preocuparse.

Estábamos apostados en la esquina de mi casa, a unos metros de un ciprés que con los años se transformó en un palo de aguacate, no sé si se secó o lo trasplantaron, el caso es que de repente apareció un árbol frutal quién sabe de dónde.

El mayor de nosotros era Fidias, quien ciertamente era el más inquieto, cualquiera lo hubiera calificado de inadaptado y gritón, vestía shorts y una camiseta con un cráneo mal dibujado que decía “Quiéreme tal como soy”.

Nos carcajeábamos, ¿qué más podíamos hacer en unas vacaciones largas?  Estar todo el día en la calle y subirnos a los árboles de frutas, jugar gol sacagol durante el día y un, dos, tres para mi y para todos mis amigos por las noches teniendo la manzana por escondite y el poste como “tay”.

Todo era perfecto. Pasaba la pick up con el letrero que anunciaba semen congelado para ganado. Su dueño era nuestro vecino, vivía cerca de las inglesas, dos hermanas de Brighton que se asentaron en el trópico salvadoreño en la búsqueda del sabor de las grape fruits y mandarinas de Zapotitán.

Justo después se asomó el taxi, una camioneta Toyota manejada por un chofer de gesto agrio. La piedra disfrazada de terrón le pegó al centro del parabrisas y de inmediato el vidrio se hizo añicos. El taxi se detuvo y huimos, al único que lograron atrapar fue al homónimo chalateco del escultor griego, quizá hubo una especie de justicia divina, su roca cayó como meteorito y ocasionó nuestra tragedia.

Salí corriendo y me escondí entre unos bambúes, Juan Carlos se fue para el otro lado, la única que nos vio fue Reina, la muchacha de la casa. Por la noche nos enteramos de que el taxista les cobró a los papás de Fidias los treintaicinco colones que costaba el parabrisas y a mi Reina me chantajeó todas las vacaciones.

Le pagué quince colones por su complicidad, su silencio me costó varios domingos, mis padres jamás se enteraron.

ELLA Y EL MAL DE AMORES

Me trataba con cariño, ella, blanca, risa brillante, pelo negro en capas, ojos sonrientes escrutadores, voz suave, curvaturas apabullantes en pleno aumento, vivía a tres calles de mi casa y la pretendían los más grandes.

Me veía como su hermanito menor, lejos de sus atracciones y muy cerca de sus simpatías, yo no sé en qué momento me nació el amor, me fascinaba, la miraba pasar con la falda cuadriculada de la Asunción, siempre me saludaba diciendo adiós con el inconfundible cierre de manos que se les enseña a los bebés.

Ella estaba en la edad de los vahídos, cuando las niñas se asumen como mujeres y atraen ojeadas de asombro de sus amigos y admiradores y otras no muy sanas de algunos adultos.

Crecimos en la misma colonia, un vago como yo nunca hacía las tareas del colegio, daba flojera aprenderse las fichas de estudios sociales de la madre María Guillermina y repasar matemáticas o naturales, el chiste era no reprobar y aplicarse cuando había que hacerlo, la ley del mínimo esfuerzo en su máxima expresión.

Ella, en cambio, era el primer lugar de su salón, niña de medallas y de los ojos de sus papás, la consentida y primogénita de tres hermanas, exquisitas todas, pero ella única.

Me la pasaba jugando fútbol por las tardes en el parque,  al principio por la motivación de llegar a la primera división, después para captar el momento justo de su llegada, puntual como los escuadrones de pericos que surcaban el cielo regresando de la costa una hora antes de que el sol se ocultase.

Ella era cuatro años mayor que yo, diferencia abisal entre la mariposa y la oruga, tiempo transcurrido entre el que apenas va y la que se va volando, pero no importaba, en la niñez y en la obsesión no hay imposibles. Debía declarármele cuanto antes.

Pasaron meses de ensayos frente al espejo, contemplaba mis gestos, serenaba mis temblores, apaciguaba los nervios y pronunciaba cada sílaba del “quieres ser mi novia” convencido de que, aunque no era muy alto sí era muy formal, un futuro consorte de lujo sin vocación alguna más que la de jugar fútbol.

Y llegó el día de las verdades, no hallaba cómo abordarla ni qué decirle, la improvisación sudaba en las manos, se me escapaba el lenguaje y el color de la cara, hasta que por fin hablé ansiando envejecer ocho años en tres minutos.

Le pregunté lo que debía preguntarle, ella era el remedio a mis cuitas, el alfa y el omega de mi alma, el pensamiento que devoraba mi tiempo, la amaba impetuoso desde mi niñez.

Y sucedió lo previsto: tierna me contestó que no, que seríamos amigos, que yo estaba muy pequeño, que me agradecía haberme fijado en ella. Y se fue.

Jamás la volví a ver y me curé del mal de amores, esa enfermedad de la que se padece pocas veces en esta vida.

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

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