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Dar las gracias

Luis Armando González

Entre las muchas cosas que aprendí de mi papá y de mi mamá –Armando y Teresa— fue a dar las gracias siempre que recibiera una atención o un bien (moral o material) de otra persona. No sólo cuando esa atención o ese bien fueran gratuitos, sino incluso cuando los estuviera recibiendo a cambio de algo que previamente yo hubiera hecho. Por lo que pude entender desde que era pequeño, mis padres creían que aun cuando uno pagara por lo que recibía de otra persona, en ella siempre había una buena voluntad que iba más allá de la equivalencia entre el dar y el recibir. Y era eso lo que se tenía que agradecer. Era por eso que se tenía que dar las gracias. Adulto, y con algunas lecturas a cuestas –no todas las que quisiera—, me ha dado cuenta de que en esa visión de mis padres latía esa primigenia moral del agradecimiento, que no hay que estudiar ni aprender, de la que hablan los especialistas. No se trata de un don exclusivo; todos los seres humanos nacemos con él y el problema es que, en unos contextos determinados, se erosiona y marchita.

Por mi parte, he tratado de no olvidar esa enseñanza de Teresa y Armando, y he tratado también de que mis hijos la tengan presente en su trato con quienes les rodean. Sé que es un don abundante, aunque no lo parezca. Y en mi trayectoria personal, desde mi niñez y adolescencia en la colonia Dolores, hasta mi edad adulta en mis relaciones familiares y de amistad, y en mi desempeño profesional, no han faltado ni faltan las personas que cultivan el agradecimiento como algo espontáneo y vital. Gracias a ellas –nunca mejor dicho— se ha mantenido viva en mí la llama de gratitud. No sólo la que se manifiesta ante alguien que da algo a cambio de nada, sino la que se manifiesta ante alguien que da algo a cambio de otra cosa.

Y en estos días de crisis en la salud pública, siento la necesidad imperiosa de dar las gracias a quienes con sus mil y una acciones están haciendo todo lo posible no sólo por atender a las personas contagiadas por el coronavirus, sino por contener el avance de este agente patógeno.  Tengo la mirada puesta en mi país y en todas las naciones –entre ellas las que quiero de manera entrañable como México y España— que están librando sus propias batallas para proteger a sus ciudadanos más vulnerables.

Mi admirado Stephen Jay Gould escribió en uno de sus memorables artículos que en la cultura moderna lo normal es debatir hasta el cansancio sobre las acciones y comportamientos negativos, dejando de lado los miles de acciones positivas, dignificadoras de la condición humana, que se suceden todos los días. Según Jay Gould, puestas en una balanza, las segundas superan con creces a las primeras, pero estas últimas, al ser infladas de manera extraordinaria, terminan por hacernos creer que en el mundo todo es malo o que predomina lo pernicioso.

Pues bien, en esta coyuntura crítica quiero reivindicar los miles de acciones positivas que se han realizado, y se están realizando, en el mundo y en El Salvador, en favor del bienestar de amplios grupos poblacionales. Acciones positivas, dignificadoras de la condición humana, que no excluyen los errores (graves o menos graves, según los casos), los abusos y la imperfectibilidad propias de todo lo humano. Pero centrar exclusivamente la discusión en errores, abusos e imperfecciones da lugar a una grave distorsión: la de hacer invisibles a quienes, en diferentes flancos, venciendo obstáculos y asumiendo riesgos en su salud y en el bienestar de sus familias, están cuidando de la salud y el bienestar de otros.

En lo personal quiero agradecer a los agentes de la Policía Nacional Civil y a los miembros de la Fuerza Armada que se dedican con tesón a velar no sólo por el cumplimiento de la cuarentena en el territorio nacional, sino por la seguridad y el bienestar ciudadanos. No hay, de mi parte, ninguna deriva autoritaria, sino una conciencia clara de la capacidad de propagación de ese virus y su impacto pernicioso en grupos sociales vulnerables. Estoy convencido, a menos que alguien me demuestre lo contrario con datos amplios y contundentes, de que las acciones policiales y militares positivas superan de lejos los abusos que se hayan cometido o se puedan cometer. Estos abusos, por lo demás, deben ser investigados y sancionados conforme a las leyes de la República.

Doy las gracias, en segundo lugar, al personal médico, enfermeras, enfermeros, colaboradores en los servicios de apoyo en el sistema de salud y cuerpos de socorro que están lidiando con el impacto del coronavirus en el terreno. No vivimos en el mejor de los países posibles, sino en uno con terribles limitaciones en el campo de la salud. Y con esas limitaciones, sacando fuerzas de flaquezas, poniendo en juego su salud y bienestar, estas personas están trabajando por el bien de los demás. No agradecerles y guardarles el respeto y las consideraciones debidas, rebaja nuestra propia humanidad. En su momento, se les deberá escuchar con atención si se quiere edificar un sistema de salud robusto e inclusivo.

Por último, doy las gracias a esos cientos o quizás miles de personas involucradas en las más distintas tareas que son las que han permitido que, en esta crisis, las cosas no sean peores. A los trabajadores municipales que no han dejado de mantener la limpieza en muchas colonias y barrios; a los trabajadores de ANDA, que se las han arreglado para que el agua siga llegando a miles de hogares; a las señoras y señores que se dedican a la panadería y a la tortillería; a los empleados y empleadas de los supermercados; a los vendedores y vendedoras de los mercados; a quienes van de colonia en colonia vendiendo verduras, frutas y pescado; a los repartidores de comida rápida que con prontitud llevan los alimentos a domicilio; a quienes no han dejado de atender sus tiendas en barrios, colonias y pueblos… Podría añadir más personas y actividades, pero las anotadas son indicativas de cómo en nuestro país las acciones positivas abundan. Hay que agradecer a quienes las realizan. No basta con pagar o con dar una propina. También hay que dar las gracias.

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