Luis Armando González
Tengo la convicción –pero quizás me equivoque— de que buena parte de los saberes jurídicos, policiales y educativos son normativos y procedimentales y que esos saberes se alimentan de distintas fuentes. Creo que una fuente fundamental debería ser la científica, la cual, lamentablemente, todavía no ocupa el lugar que le corresponde como sostén de normas y procedimientos en los ámbitos apuntados. En el caso de la educación esto es esencial, pues no hay educación sin cultivo del conocimiento y el mejor conocimiento disponible es el conquistado mediante las ciencias naturales y sociales. O sea, lo saberes educativos –los que atañen a la pedagogía y la didáctica— y los que atañen a los contenidos educativos (teóricos y metodológicos) que se debaten y comparten en las aulas deberían estar cimentados en los mejores logros y explicaciones de la ciencia. Y en este rubro deberían ocupar un lugar central los conocimientos científicos sobre el ser humano.
En los estudios académicos superiores, la ciencia –sus conquistas teóricas, conceptos, criterios de validación y orientaciones metodológicas—deberían ocupar un lugar central. Y las tesis de Maestría –las que se enmarcan en exigencias de tipo investigativo-explicativo— deberían ser un ejercicio sostenido por la mayor lógica y rigor de tipo científico. Esto, en realidad, debería ser así desde las licenciaturas en ciencias (sociales o naturales), que durante un buen tiempo –y no con malos resultados— fueron la puerta de entrada a los fundamentos conceptuales y metodológicos de tipo científico. Formación básica se le llamaba, no por irrelevante, sino por ofrecer bases formativas imprescindibles para una vida profesional que permitiera encarar retos diversos.
En distintos lugares, acciones sin sentido educativo, emanadas de ambientes públicos y privados, terminaron por empobrecer este grado académico, de tal suerte que las tesis para ese grado van quedando como un recuerdo de lo que algún día fue. Se tiene que cuidar que las maestrías no entren en un indetenible proceso de empobrecimiento académico ya que, ante el debilitamiento de las licenciaturas, son los profesionales con ese grado los que sostienen el tejido teórico e investigativo de países como El Salvador. Deben o deberían ser lo más sólidas posibles, aunque lo ideal para mí sería devolver a las licenciaturas la solidez que un día tuvieron. Por sólidas quiero decir, específicamente en lo que se refiere a las maestrías, lo más completas posibles en contenidos y metodologías, especialmente las maestrías de carácter o con finalidad científica (en ciencias naturales o sociales), en su estructura curricular y sus exigencias para obtener el grado.
Ello no implica cerrar las puertas a estudios de doctorado, sino que un graduado de maestría tenga las capacidades suficientes para desenvolverse como un académico de primera categoría. No hace bien a la cultura académica y científica que las maestrías se vean como un grado irrelevante, de mero trámite para lo “importante” que vendrá después: el doctorado. Son demasiados los que no pueden acceder a este después, y con las licenciaturas sucede otro tanto (y, si forzamos las cosas, también con los bachilleratos): lo que único que tendrá la mayoría de personas para ganarse la vida y servir a su país es el último nivel de estudios que pudo obtener en bachillerato y, con suerte, en licenciatura. Es de justicia y de conveniencia social asegurarse de que lo que consiga sea lo mejor que pueda dársele, no lo peor o lo más incompleto a la espera de que su acceso al mercado educativo vaya ofreciendo, en cada tramo posterior, lo que quedó pendiente en el tramo anterior.
En fin, está bien que se promuevan y celebren los doctorados –y que accedan a ellos los más talentosos—, pero no está bien que se haga hundiendo en el descrédito a un grado académico que, hasta hace poco –dada la solidez de la formación que aseguraba—, era digno de respeto y prestigio, lo mismo que lo eran las licenciaturas, a las que un mal manejo y promoción exagerada de las maestrías –lo mismo que descuidos de fondo en la formación de ese nivel— tiñeron de un halo de irrelevancia académica. Concebir las licenciaturas y maestrías como etapas de tránsito que hay que sortear, lo más de prisa posible, para alcanzar el doctorado como meta máxima ha causado daños irreparables esos dos nervios de la educación superior y no ha permitido que los mejores, quienes tienen probada vocación académica, científica o filosófica, realicen aportes significativos en sus estudios de doctorado. Es decir, los doctorados también han terminado por deteriorarse y, en algunas experiencias, el descrédito ya les afecta.
Los estudios de Maestría no deben ser vistos ni promocionados como algo baladí. Debe asegurarse el mayor rigor, seriedad y fundamentación en ellos, pues eso les dará prestigio, mismo que se validará con los aportes profesionales y académicos de quienes ostentan ese grado académico. Una tarea urgente consiste en definir su naturaleza y finalidades y la concreción de ambos aspectos en un trabajo de graduación o tesis de grado. No son inusuales los protocolos de anteproyecto de Tesis que tienen una estructura y requisitos investigativos-explicativos, pero de lo cual los estudiantes, al final de los dos años de estudio, saben muy poco. Incluso no es infrecuente que el tejido de su formación, en sus dos años, no los haya preparado para realizar una investigación (científico-explicativa), sino para elaborar normas, procedimientos o recomendaciones sobre algún área en particular. Es de suma necesidad repensar la naturaleza y finalidad de las distintas maestrías (cada día surgen más) y armonizar las estructuras de sus pénsum con el trabajo de grado que se exige a los alumnos. No todas deben desembocar en un trabajo de investigación científico-explicativo, pero las que sí se espera que concluyan con eso deben estructurarse, en sus contenidos, para asegurar ese resultado.