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Los seres humanos, en la actualidad, vivimos una época de mucha prisa, de mucha demanda, urgidos por obtener certezas, seguridades a todo nivel.
Creemos, ilusoriamente, que controlamos muchas variables. Sin embargo, esa atmósfera de supuesto dominio se pulveriza frente a la dinámica de la misma vida, de la misma realidad que nunca podrá sujetarse a una infalible cuadratura. La realidad siempre acaba desbordándonos.
La automatización, la digitación de cantidad de procesos que en el pasado demandaban mucho tiempo, se vuelven ahora cuestión de minutos o de segundos acaso. Pero en esa misma dinámica, crece la adicción a la inmediatez, a las respuestas y reacciones que esperan de nosotros con urgencia, y que normalmente, ahora, viajan mediante los móviles.
Las emociones y los pensamientos adecuadamente administrados se procesan, se toman su tiempo, no son cosas de segundos. Pero en la sociedad contemporánea debemos responder al instante, por la naturaleza de estas nuevas formas de comunicación, generadoras, en numerosas ocasiones de confusiones e imprecisiones entre quienes mandan y reciben.
La verdad es que la estructura humana no debiera funcionar así, en cuanto ideas, emociones y sentimientos. Su caldo de buen cultivo, es el tiempo, el reposo, no la terrible aceleración, no la demanda a la reacción instantánea ¡Cuántos males se están produciendo a causa de esta vorágine!
Sin embargo, de pronto nos enfermamos, nos quedamos sin empleo, perdemos a los seres que amamos, nos extraviamos en la ruta vital, envejecemos, pasamos de moda, y entonces… ¿Dónde queda la vida milimetrada que creíamos llevar?
Pensando en ello, desde el dolor y la enfermedad propia, recuerdo las palabras del Obispo anglicano James Woodward en su opúsculo “Encuentra a Dios en la enfermedad”: “Nadie puede prever lo que ha de sucederle en la vida. Nuestras existencias son impredecibles y frágiles. Esto queda plenamente demostrado en el caso de la enfermedad. Ésta forma parte de nuestro mundo, y para muchos se convierte también en parte de su vida y de su muerte. A ciertas personas le llega en los años de la vejez, constituyendo una especie de advertencia de lo imprevisible que es la vida, que tiende ya biológicamente hacia su final. A otros la enfermedad los golpea al azar y de forma inesperada. Es algo que no respeta edad o clase social, y en ella no hay equidad ni justicia, tanto en el plano social como en el particular. En un momento una persona goza de una magnífica salud y al siguiente tiene que enfrentarse a algo que constituye un reto para su estabilidad y equilibrio físico y espiritual”.
Cuando era un niño tuve muchas aficiones, coleccioné estampillas, piedras, monedas, billetes, piezas arqueológicas, y desde luego, me fui haciendo de muchos libros. En las revistas ilustradas leí las biografías de los grandes naturalistas del siglo XIX, y entre ellos, fueron el inglés Charles Darwin (1809-1882) y el alemán Alexander Von Humboldt (1769-1859), quienes despertaron mi viva curiosidad y pasión. Una experiencia maravillosa fue para mí, durante mis vacaciones anuales en Los Ángeles en 1977 visitar en San Marino, un museo extraordinario “The Huntington Art Gallery”, donde contemplé por primera vez los grandes herbarios, esas joyas pintadas a mano por los botánicos anteriores a las cámaras fotográficas. Esos temas me cautivaron desde siempre.
La vida de Darwin, con su famoso viaje de exploración hacia las regiones más remotas para la vieja Europa me fascinó. Sobre todo, su Diario de Viaje, y, desde luego, su obra magna “El origen de las especies”. Pero fue hasta hace unos años, que conocí un volumen autobiográfico, donde me enteré de los padecimientos físicos del gran zoólogo y geólogo.
Darwin sufrió desde su juventud problemas de salud. Sobre esto nos dice, en medio de los preparativos previos a su viaje (1831-1836) a borde del legendario Beagle: “La idea de dejar a toda mi familia y amigos por un lapso de tiempo tan largo me deprimía profundamente y la atmósfera de aquellos días me parecía increíblemente triste. También estaba preocupado por las palpitaciones y dolores de corazón y, como la mayoría de los jóvenes ignorantes, estaba convencido de que tenía una enfermedad cardíaca. No consulté a ningún médico, porque estaba seguro de que me diría que no me hallaba en condiciones para hacer el viaje, y yo estaba dispuesto a ir a todo trance”.
Pero, para 1842, apenas con 33 años, el viejo Darwin de su Diario, recuerda: “En el verano de 1842 me encontré algo restablecido e hice yo solo un pequeño recorrido por el norte de Gales, con el fin de observar los efectos de los antiguos glaciares que antaño habían ocupado los valles más extensos. Publiqué una breve referencia de los que vi en la Philosophical Magazine. Esta excursión me interesó muchísimo, y fue la última ocasión en la que me encontré con fuerzas suficientes para escalar montañas o hacer marchas largas, como precisa la labor del geólogo”.
Pensar en la grandeza de Darwin, en su voluminosa obra, fruto de años de investigación y de larguísima y extenuante sistematización mediante sus fichas de trabajo y anotaciones… y saber, que todo lo hizo con problemas de salud que nunca lo dejaron tranquilo es francamente admirable. Además, revela de lo que es capaz el ser humano, cuando se sobrepone ante adversidades tan radicales como lo es el deterioro de la propia salud.
Darwin consiga, entre los años de 1842 y 1876 lo siguiente: “Pocas personas pueden haber vivido una vida más recogida como la nuestra. Aparte de algunas visitas a parientes y en alguna ocasión a la playa o algún otro lado, no hemos salido a ningún sitio. Durante la primera parte de nuestra residencia aquí hicimos cierta vida de sociedad, y recibía a algunos amigos en casa, pero mi salud se resentía casi siempre a causa de la excitación, que me provocaba violentos escalofríos y accesos de vómitos. Por lo tanto, desde hace muchos años me veo obligado a declinar todas las invitaciones a comer, y esto ha supuesto para mí bastante privación, puesto que aquellas reuniones me animaban mucho siempre. Por la misma causa sólo he podido invitar a casa a muy pocos científicos amigos míos. A partir de entonces mi mayor goce y mi única ocupación ha sido el trabajo de la ciencia, que me estimula de tal forma que llego a olvidar mis molestias diarias, o incluso casi me desaparecen del todo en el tiempo en que me dedico a él”.
La realidad de la enfermedad y del dolor es toda una experiencia de vida. Nos obliga a reconsiderar nuestra existencia, a valorar la riqueza del hoy, que, durante mucho tiempo, pasó ante nosotros sin pena ni gloria. Y, sobre todo, nos sensibiliza sobre la fragilidad y fugacidad de nuestro tránsito por la tierra. Por ello, aprovechar las horas que la vida aún nos regala es infinitamente un privilegio.
Leer la vida de los grandes personajes de la historia, de lo que hicieron, más allá de sus debilidades, limitaciones o contradicciones constituye una fuente de eterna inspiración.
Y esa es la razón, particular, por la cual la vida y la obra de este gran inglés sigue vigente, como un efectivo bálsamo, en mis horas de desaliento.
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