Cuento de un encuentro
Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…
A X, injerto de poesía en el axioma de mi vida (abril de 1990)
Café
Tu mano
En mi mano,
Tu mirada
En mi designio
Tu futuro
En mi proyecto
Tu luna
En mi sol
Eclipse del instante
Y el café, vaporoso,
Flamea cascadas
De esperanzas.
Infinito
I
Esa noche
Sin luna
Seremos múltiples
Tú, yo y
Las estrellas.
II
Esa noche
Estrellada
Seremos
Una inmensidad
Tú, yo y
El porvenir..
Utopía
Respirar el aire de tus venas
Circular la sangre de tus pulmones
Sentir la tibieza serena de tus sienes
Trenzarme en el estambre de tu cabello
Palpitar acorde al latido de tu deseo
Deslizarme alrededor de tu sonrisa
Absorber con mis poros la fatiga de tu anhelo
Tu noche en mi día y tu fulgor en mi penumbra
Ese es, como recuerdas, e l único gesto utópico que reclamo.
Posesión
Cuando Ud. no se borra del re cuerdo, cuando me invade plenamente, hasta volverme cascarón hueco sin su presencia, es que Ud. me ha poseído. Ya no me pertenezco, ni tampoco los movimientos obedecen a mis dictados. Sola y desvaída, la memoria intenta reconstruir a cada momento su silueta y noble compañía… Anoche, al fracasar en mi intento de capturarla en el sueño, despertaba con frecuencia angustiada de no poder asir siquiera la sombra lejana de su imagen. La evocaba en el ensueño, taciturno y adormitado, como si por el simple hecho de deshojar su nombre, paulatinamente, letra a letra, en alargada dilatación, su figura fuera reconstituyéndose de inmediato. Cual aparición diáfana y casi transparencia, surgía su nombre proyectado como sombra o marioneta tibetana, en la disposición siguiente: X \
XXX
XX.
Cada sonido dilatado adrede, resonaba en eco luminoso y vibrante, para conformar una parte de su silueta traslúcida y en arco iris. Como mechones de luz que descendían parsimoniosos a conformar su cuerpo enteros, se alineaban una a una las letras de su nombre. Vibraban un instante, como el murmullo tibio y apenas perceptible de la marea vaciante. Y luego desaparecían difuminándose en la oscuridad aplastante de la noche. Yo, cabeceante y dudoso del percance, caía también presa del sopor del sueño.
Visión
Transcurrir solo contigo
El remanso de Atitlán
Tú eres la lluvia, el lago
La tormenta tropical
Que en seguida se evapora
Palmo a palmo recorrer
Cada uno de tus poros
La arena densa, bruñida
De tu cuerpo terso.
Quisiera ser tuyo en invierno,
Durante el amanecer primero de las cosas
Amanecer de infante naciente
Palpando la madrugada.
Deseo
Quiero
Uncir la mirada que se escapa
Henchir la diadema que corona
Recorrer la playa que se extiende
Rostro, cabello y cuerpo
De tu juventud soleada.
Seguir la huella de tus pasos
Camino
Sentir el polen de tu figura
Respiro
Divisar la sombra de tu figura
Anhelo
Deletrear el glifo de tu nombre
Encanto
Palpar la sonrisa de tu revuelta
Deseo.
Querida X: 23/IV
Sin ti arrecia el calentamiento global. El agua hierve en nube por tu ausencia. No por este presente efímero y pasajero, sino por estos largos meses de verano tórrido y vacío. Te vi alejarte el viernes y fue como si una pequeña muerte me invadiera. Separarse es siempre una suerte de olvido, la firma de un acta de defunción, la aceptación amarga y fatal de una derrota. Y esta convicción insípida se arraiga tanto más en mi interior cuanto que carecemos el tiempo necesario para descubrirnos. Todo se pasó como si hubiera arribado a las Antillas de mi continente americano, explorado la primera isla, deducir de ella la vastedad de sus selvas vírgenes y zarpo anclas de retorno hacia la antigua morada. Sí, todo se pasó como si yo apenas hubiera sondeado la playa inicial de tu inmensidad de Europa, para emprender de inmediato la vuelta hacia mi reclusión original. Si prefieres, fuimos cuales esferas celestes que prosiguiendo una ley inaudita e inviolable, cruzamos nuestras trayectorias, según tu ciclo, cada veintiocho (28) años. No lo sé. Me carcome la nostalgia de pensar la brevedad de este encuentro, casi furtivo, pero no por ello menos intenso. Me corroe la pena de nuestra paradoja: tan cercanamente lejos. Más aún, me punza carecer del tiempo: que no nos hayamos dotado del espacio para inventarnos, imaginarnos, descubrirnos, revelarnos, que tú me tatuaras, que yo te esculpiera, que tú me modelaras, que yo te pintara. Porque verdaderamente deseaba que recorrieras mi isla inhabitada y sola, cual Robinson Crusoe que hubieras naufragado en mí. Porque ciertamente anhelaba, y anhelo aún, que tu embarcación sed viniera a pique, que se hundiera para que tú, a nado, llegaras a reposarte, al fin, tranquila en la arena negra de mis playas, que exploraras paulatinamente los recovecos sin nombre, que palparas los objetos desconocidos y sin huella humana aún, que cual Adán femenino reconocieras un mundo primigenio, lo sopesaras y le otorgaras, al cabo, el sello de tu aura. Pero yo ¡hélas!, fallé en mi papel de Eva masculina, porque te extendí el fruto prohibido, porque te ofrecí con demasiada premura islas tropicales y ardientes, porque te edifiqué sólo castillos de arena, que el Pacífico impetuosos vino pronto a desbaratar, porque te proyecté quizás demasiado en el futuro, sin poder sedimentarte ni atraparte en el presente. Porque quería que me capturaras de manera irremisible y meras radical que la ruptura misma, porque quería que recorrieras conmigo las ruinas de mi infancia. Quería mostrarte todo, más allá de mi desnudez, mi naufragio de adolescente, mi desgarre de adulto, la angustia y goce plenos del presente. Quería desollarme y abrir las compuertas de mi pecho para que penetraras en mí y observaras la transparencia de mi ser opaco. Quería perderme en ti, evaporarme, disolverme, desmoronarme, diluirme cual grano de sal en el océano vasto de tu figura. Por eso quería que te apropiaras de mí, que te posesionaras de mi pasado, que conociéramos juntos la alegría y el dolor de la crisis en mi mundo, que osaras inmiscuirte en mí, amalgamarte, enroscarte, que fueras el mercurio, el Hermes, mensajera, donde se desintegre la solidez de mi metal.
¿Qué queda aún entonces de esa unión? Un residuo, una resaca, un flogisto sólido y firme que se niega a aceptar en el fondo un quiebre absoluto. De su voz profunda, ronca, nocturna, promete el nuevo encuentro, despedirme al menos de ti de manera más elegante, de corresponderte la cena que me rechazaste el jueves último, de hacerte partícipe de mi proyecto, que hubiera sido tuyo, si llegaras a aceptar mi ofrecimiento, sobre “La poética de la vida cotidiana en un tiempo de crisis”, exposición de fotos y poemas sobre la destrucción de un mundo, de mi universo por supuesto. Yo propongo, tú dispones. Cumplo lo prometido, sólo escribo, pese a tener la certeza que la escritura cuesta tanto, como una especie de amputación, porque el interlocutor —Tú— está rodeada de una paradoja que la vuelve tan cercana a la distancia, tan lejana en la contigüidad.
En fin, te propongo cenar conmigo el viernes 27 a las 8pm, si aceptas déjame recado, sino… Hasta la próxima. Un beso, en la mano por supuesto.
26/IV
Quizás el sentimiento más desgarrante de la tarea de la escritura, resida en la duda acerca de su destinatario. El interlocutor se ha vuelto, en efecto, un incógnito, una pura idea de con-tacto. Más aún, a menudo se trata de un desconocido, en quien se cumple y se acaba la ilusión de co-municación, que anida, hondamente, al llevar a su término ese quehacer. Pero, al fin y al cabo, ¿por qué se escriben o, más bien, se inscriben en el mundo huellas de nuestro transcurrir, sino para capturar y petrificar la vivencia efímera, instantánea, pero trascendente del sentimiento actual? En eso, Rilke tenía absoluta razón. Ante todo, se escribe parea uno mismo, por una especie de necesidad del ser, de desenvolverse, de expresar su intimidad, de volverla tangible, palpable, en fin, de materializarla. Porque ahí radica la única verdad de la experiencia. Allí culmina y cumple, a la postre, su destino. Sin inscripción, sin escritura o materialización del Yo, el ser se diluye en un nirvana in temporal y vacío, en una nada infinita.
Todo esto para decirle en esta misiva, casi telegráfica, que sólo concibo dos tipos de silencio. Ninguno de ellos me agrada; prefiero la palabra, el Verbo, ya que es ella la que crea que mundo. El primero es el caos primigenio, el momento anterior al surgimiento de las cosas; el asegundo denota el; acabamiento. Marca el fin, la muerte. El primer tipo de silencio porta, al menos, la esperanza, aunque a veces sea lejana. El segundo carga la desesperación, el fallecimiento irremediable. Por ello, el uno desemboca siempre en la palabra, el otro sólo puede conducir a la prolongación intemporal de su propio silencio. Nacimiento y muerte se oponen como Verbo y acallamiento. No sé dónde me encuentre. Desconozco mi paradero actual, pero me invade la certeza de pisar una tierra silenciosa y callada. ¿Hasta cuándo brotará la Palabra? Escriba o inscriba, un beso.
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